Un trapo en la cara

Francia comienza 2010 con una iniciativa legislativa que pretende traducirse en algo más que una ley: lo que quiere, en realidad, es profundizar en un debate delicadísimo que se ha ido cerrando en falso desde la década de 1980, cuando mandaba Mitterrand. El proyecto promovido por el partido de Sarkozy -mayoritario en la Asamblea Nacional- implicaría la prohibición del uso de la burca (una prenda de ropa tradicional que utilizan algunas mujeres musulmanas, y que cubre completamente el rostro) en cualquier lugar público de la República. Hasta ahora, esta indumentaria sólo estaba vetada legalmente en determinados edificios estatales. Si prospera la ley, cosa que es casi segura, la infracción será multada con 750 euros. En caso de que la mujer haya sido obligada a llevar la burca por su marido u otros familiares, la multa recaerá sobre ellos y será más alta. Muy importante: no perdamos de vista el contexto inmediato, que es el de la agobiante victoria del no ante la proliferación de minaretes en Suiza. Sarkozy, en este sentido, no hace ninguna propuesta extravagante, nada que no esté formando parte ya de las preocupaciones de la mayoría de europeos.

Es evidente que esta iniciativa va mucho más allá del hecho de que las mujeres puedan o no puedan llevar en público un trapo que les tape la cara. En si mismo, este hecho resulta anecdótico, insignificante. Aquí se está discutiendo otra cosa que es a la vez muy abstracta (desde una perspectiva política) y muy concreta (desde una perspectiva cultural): la identidad europea. La burca es una excusa, seguramente necesaria, para poder desterrar las aristas más incómodas de un problema que, en general, consiste en un conjunto de preguntas que nadie osa hacer. Por ejemplo: ¿hasta qué punto lo que ahora denominamos Europa no se consolidó como tal entre los siglos XVI y XVIIII precisamente como reacción a la amenaza real del Imperio Otomano? En el año 1529, cuando se produce el primer asedio de Viena, o un siglo y medio después, en la primavera del 1683, cuando sucede el segundo, Europa deja de ser un confuso conglomerado de grandes imperios y de pequeños principados, de regiones católicas y de ciudades protestantes, de lenguas latinas y hablas de raíz germánica o eslava, para llegar a ser una unidad -inconcreta y más bien paradójica, pero unidad al fin y al cabo.

Si evoco episodios tan lejanos es justamente para subrayar que el reciente referéndum de Suiza o la reciente propuesta legislativa francesa no tienen nada que ver con contingencias recientes, como el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York del año 2001 ni otros hechos posteriores, sino con cuestiones que están en el imaginario colectivo de cualquier occidental, sea de donde sea. El argumento es reversible sin embargo. La conciencia digamos política, no sólo religiosa, del islam aparece como consecuencia de las cruzadas medievales. Surge, pues, de una amenaza tan real como la que supuso el asedio de Viena. Quien mejor lo ha explicado ha sido el escritor libanés Amin Maalouf, en Las cruzadas vistas por los árabes. Cuenta, pues: aquí no estamos hablando de memoria histórica, sino de mentalidades y de imaginarios, que son cosas muy diferentes. El gran historiador Jacques Le Goff definió la mentalidad como «lo que compartía Napoleón con el más humilde de sus soldados». Se trata ciertamente de una cosa evanescente y subterránea, cuyas consecuencias son, sin embargo, importantísimas y duraderas. Por eso Bin Laden juega a ser Saladino: sabe muy bien qué hace. No maneja conceptos políticos, ni ideológicos, ni propiamente religiosos, sino ideas borrosas que derivan del imaginario colectivo del mundo arabemusulmán.

La obstinada negación de la mentalidad que comentamos nos ha llevado al feo vicio dialéctico de no llamar a las cosas por su nombre. Por ejemplo, Sarkozy quiere yuxtaponer esta iniciativa legislativa con una proclama feminista que, en este preciso contexto, resulta completamente forzada y sospechosa. Los ciudadanos franceses de fe musulmana pueden preguntarse, legítimamente, si esta propuesta constituye un acto encubierto de racismo o de xenofobia. La pregunta es lícita, porque, a falta de no querer plantear el debate en términos claros, aquí se está jugando al equívoco. ¿Por qué no se hace referencia, abiertamente, a la preservación de la identidad europea, dejando de lado la anécdota numéricamente insignificante de la burca? ¿Por qué volvemos a cerrar en falso un debate proponiendo, por ejemplo, una absurda multa de 750 euros por llevar un trapo en la cara?

Puestos a jugar con metáforas derivadas remotamente del imaginario colectivo, se pueden hacer cosas más constructivas sin embargo. Pensemos en algo tan -¡en apariencia!- genuinamente francés como un cruasán. ¿Por qué se denomina con un término que significa literalmente «creciente»? La pregunta nos devuelve a la Viena asediada del año 1683. Poco antes de que las tropas imperiales de Leopoldo Y y las del rey de Polonia, Jan III Sobieski, expulsaran a los invasores turcos, los ciudadanos de Viena hicieron un primer y victorioso intento de romper el asedio. El entusiasmo general fue tan grande que se celebró de varias formas. Una de ellas fue muy pintoresca: los pasteleros hicieron unos panecillos con la forma del símbolo del islam, la media luna creciente. Comérselos constituía, en aquellos días, una metáfora muy explícita… El año 2010, no obstante, un cruasán ya no tiene un regusto sanguinolento, sino dulce. Esta segunda metáfora permite iniciar, pero en ningún caso cerrar, un debate sereno, claro y honesto.

 

Noticia publicada en el diario Avui , página 18. Martes, 12 de enero del 2010