Un ser de territorio

SI el sentido de comunidad es el de ser-con-alguien -o, en su defecto, entre algunos-, esto necesariamente habrá de darse en algún espacio y bajo un proyecto que lo posibilite. Este lugar de asentamiento, puesto que aún el nómada necesita de establecer una ruta de campamentos, siempre ha sido el territorio, zoológicamente definido como el espacio que elige un animal para desarrollar sus actividades y que defiende frente a otros individuos. Lo que supone un apriorístico sentido delimitador de propiedad y pertenencia: lo nuestro frente a lo de los otros. En la actualidad, aparentemente, razón última por la que se justifica todo nacionalismo, como en su momento intuyera el antropólogo A. Keith. Y sentimiento que no es exclusivo de nadie sino, más bien, patrimonio universal del modo en cómo las agrupaciones humanas se vienen articulando. A futuro, Dios dirá; pero nada parece indicar que ello vaya a cambiar en corto plazo.

En todo caso, ya un clásico estudioso de la naturaleza del ser humano en comparación con el resto de seres (fundamento de la ciencia etológica), como el alemán Konrad Lorenz, cuestionaba el que se conceptúe como inteligente tan sólo «aquella forma de comportamiento por cuyo medio el organismo domina juiciosamente una faceta peculiar del medio ambiente para preservar la especie». Y nada parece alejarnos más de este juicioso fin que el modelo de relaciones establecidas por el sistema imperante. Contrariamente, Lorenz entendió por inteligente: «aquella conducta cuya especial adaptabilidad depende de los procesos para adquirir información a corto plazo». Modo de administración del tiempo en que la sociedad de consumo se desenvuelve habitualmente y que en función de su propia procedencia etimológica, a la manera como cuando hablamos del enfermo que se está consumiendo, ya nos indica de por sí destrucción: fundamentalmente, del medio. Mas para poder llevar a cabo este ruinoso programa de forma sistemática, primero hay que saber observarlo y, cómo no, pretender conocerlo en profundidad. Y en el origen del devenir del ser humano el modo como aprehendemos el espacio que nos rodea, que una vez domesticado pasa a ser paisaje, tiene una importancia constituyente en sí del principio de antropización por el cual el ser humano se desenvuelve apropiándose del medio.

Para este espécimen belicoso de animal que es el hombre, orientado hacia la defensa y apropiación del territorio sigue siendo común entre los científicos la idea de que el modo horizontal de percepción estereoscópica y binocular del espacio desde la verticalidad bípeda y la posesión del lenguaje han ido filogenéticamente unidos de la mano no pudiendo menos que resaltar el hecho, también recogido por Lorenz, en la mencionada obra, de que como bien pudo constatar el filólogo W. Porzig: «El lenguaje traduce todos los comportamientos inapreciables en el espacio»; aun a sabiendas de que lo primigenio en la adquisición del conocimiento por parte del ser humano tiene que ver -nunca mejor dicho- con la propia visión: «Vemos para poder adquirir conocimiento del mundo», en palabras de Semir Zeki. Añadiendo: «la razón quizá pueda encontrarse en la mayor perfección del sistema visual, que se ha desarrollado durante millones de años más que el sistema lingüístico». Y en ello pueda encontrarse la razón por la cual Gary B. Palmer nos informa de la importancia de la imaginería, como conjunto de visiones usadas que ocupan el lugar de las sensaciones, dentro de una teoría del lenguaje, defendida por su tesis lingüística basada además de en lo verbal, en un mundo de sensaciones auditivas, olfativas, cinestésicas y térmicas: «Existe también la compleja imaginería surgida de las emociones: la imaginería afectiva de los estados sensitivos». Somos, en definitiva, deudores de un proceso de hominización dentro de la cadena de progresivos e imbricados acontecimientos que facilitaron a través del uso del cerebro, de la liberación de la mano y de la creación del lenguaje, la aparición de la mentalidad, de la cultura y de la sociedad, lo que significa, para Edgar Morin, el que: «la humanidad no se reduce de ningún modo a la animalidad, pero sin animalidad no hay humanidad. El homínido deviene plenamente humano cuando el concepto de hombre comporta una doble entrada: una entrada biofísica, una entrada psico-social-cultural, que se remiten la una a la otra». Esa visión mesocósmica del animal cultural que somos condiciona casi todas las manifestaciones de su acción política.

Así, y transcurrido un tiempo, en una apocalíptica visión presente de la polaridad geográfica del modelo Occidental, global-local, se coligen, en este sentido, dos metódicas quimeras de la aniquilación: la del mundializador consumo sin límite de frontera, homogeneizador de las culturas en sus costumbres habituales, y aquella otra basada en la gestión particular del global botín dentro de la delimitación territorial, regional, estatal, nacional y autonómica establecidas, reivindicándose cada cual defensores de la identidad cultural y de sus especificidades. Materia propia de la geopolítica y de determinados desquiciamientos que llevaron a personalidades tan clarividentes en el campo del pensamiento, como -entre otros- el filósofo español Gustavo Bueno, a justificar intervenciones militares en Irak, Afganistán, etcétera.

En este contexto el concepto de territorialidad viene a complicarse enormemente. Y junto a ella aparece otro no menos insidioso como es aquél de la agresividad, desde tiempos inmemoriales asociada con la defensa del territorio. Es lo que por otra parte hace nos asimilemos con la siempre presente condición de la animalidad aún humana, estando constatado que entre los propios animales, para Giuseppe Di Siena, una de las condiciones de la subdivisión territorial es: «la de permitir una distribución de los recursos alimentarios disponibles en una zona determinada, de forma tal que se asegure la continuidad de la especie sin grandes dificultades». Lo que llevado al terreno de lo propiamente humano determina la acción geopolítica. Y aunque todo esto parece claro respecto de la demarcación territorial, contrariamente nunca lo hubiera supuesto del mismo modo en lo concerniente a los principios por los que se establece la comunidad. Aquí Roberto Esposito nos recuerda cómo filosóficamente ésta última ha estado íntimamente relacionada con la omnipresencia de la muerte. Estimando el profesor Javier Barraycoa, de modo concluyente, tras una larga reflexión sobre el papel desempeñado por ésta última en los diferentes modos de agrupación humana, el que en estadios siempre anteriores «la vida natural del hombre tribal queda reducida a la vida cultural». Sobre y ante todo si este proceder va de la mano de una bélica defensa del territorio bien sea tribal, nacional o de cualquiera otra condición dentro de la trágica irreversibilidad de una dialéctica que tiene por fin la justificación de lo devenido por devengado. Cosa que para hobbesianismo, analizado por Esposito, no parece poder ser de otro forma.

 

Publicado por Noticias de Navarra-k argitaratua