Algunas veces he oído decir que la reivindicación soberanista en Cataluña no es identitaria. Y aquí reside su fuerza. Discrepo completamente. Y observo las confusiones terminológicas y al mismo tiempo políticas que, todavía, a día de hoy siguen planeando sobre este tipo de debates.
Si hay un hecho incuestionable es el amplio apoyo que en Cataluña ha conseguido la idea del derecho a decidir; un 80% de los ciudadanos catalanes lo apoyan. En otras palabras, un 80% de los catalanes cree que nosotros deberíamos decidir nuestro futuro político. ¿Y quién es ese «nosotros»? Pues un colectivo que autorreconocen como tal, es decir, que tiene una identidad colectiva que, como mínimo, lo hace desear tomar decisiones trascendentales por sí mismo. Naturalmente, no hablamos de identidades individuales, ni siquiera de las que aparecen en los carnés llamados de «identidad». Si para algo ha servido este proceso y la centralidad que en él ha tomado el derecho a decidir es para demostrar esta identidad común, compartida tanto por los que piensan que Cataluña es una nación como para muchos de los que no lo piensan, e incluso, para otros a quienes esta cuestión no les parece relevante.
Identitario y nacionalista no son la misma cosa. Este proceso no es nacionalista, en primer término, aunque la mayoría de los catalanes, de los españoles, y probablemente de los ciudadanos del mundo sean nacionalistas. ¿Qué significa ser nacionalista? Empezamos por lo que no es. Ser nacionalista no quiere decir identificarse automáticamente con ciertos populismos que intentan pasar como interés nacional lo que es interés de un partido o gobierno, por el que sólo hay malos externos. Ni siquiera aceptar la doctrina según la cual toda nación debe tener un Estado propio. Desde el siglo XIX, cuando se crea el concepto, los nacionalistas son los que defienden la existencia de sus naciones al tiempo que las crean en su concepción moderna.
Desde entonces, el mundo funciona como funciona porque la gente se sabe y se siente «nacional» de algún lugar. Y reconoce sin muchas dificultades a sus «connacionales». La normalidad de este nacionalismo lo hace pasar desapercibido, pero esto ayuda, además, al hecho de que, si estos comportamientos y actitudes van asociados a la existencia de un Estado, se les llame «patriotismo», reservando la palabra «nacionalismo» a esos mismos rasgos, pero ejercidos por «nacionales» sin Estado. La distinción entre nacionalismo y patriotismo no tiene ningún fundamento y es por completo interesada. Son sinónimos que la acción política se encarga de presentar casi como antinómicos.
La distinción fundamental cuando se habla de nacionalismo es entre «nacionalismo integrador» y «nacionalismo excluyente», de base étnica. Este último considera que sólo se puede ser nacional si se ha nacido en el país o se comparte una misma etnia. Frente a esto, el nacionalismo de base cívica considera que la nacionalidad plena se puede adquirir si se cumple con unos elementos mínimos, pero fundamentales, que constituyen una especie de pacto social voluntario. El ‘ius sanguinis’, y el ‘ius solis’ son los paradigmas legales de cada una de estas visiones.
En Cataluña, el nacionalismo siempre ha sido integrador y dispone de su propio nombre, «catalanismo», aunque las mismas distinciones partidistas e interesadas que separan el patriotismo del nacionalismo, hayan distinguido, a su vez, en nuestra casa entre nacionalismo y catalanismo. El catalanismo/nacionalismo podría caracterizarse con un nuevo término: ‘ius linguae’. La lengua, como vehículo de integración. Un pacto de mínimos, que la derrota estatutaria aún ha perfilado mejor: lo que nos une no es tener el catalán como lengua propia, sino considerar que es la lengua propia de Cataluña, con todo lo que ello debería significar y que nos han negado desde el Estado. Sí, este es un rasgo identitario fundamental. Y, posiblemente, también haber llegado a la conclusión de que, desgraciadamente, todos somos ciudadanos españoles de segunda.
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