En el País Vasco y en Cataluña hay mucha gente preocupada por el tono cada vez más amenazador que está adoptando el nacionalismo español ante la propuesta de nuevo Estatuto Político de Euskadi. Es normal. No es agradable que alguien, otorgándose una superioridad que sólo él es capaz de reconocer, se permita negarte el derecho a decidir por ti mismo e invoque, como ha hecho el ministro José Bono, el artículo octavo de la Constitución española, recordando que la misión principal de su ejército es garantizar que vascos y catalanes no celebren referendos. Tampoco son tranquilizadoras las llamadas de Fraga Iribarne, Mariano Rajoy y María San Gil a la suspensión del Estatuto de Autonomía vasco o la propuesta de Rodríguez Ibarra exigiendo el control español de la Ertzaintza. No obstante, sería recomendable no caer en la trampa de prestar excesiva atención a tanta violencia laríngea; y no sólo porque no es sano dejarse arrastrar en el siglo XXI a un nivel de comunicación anterior al descubrimiento del fuego, sino porque tales declaraciones acaban desnudando sin piedad a esos mensajeros del franquismo.
Durante años hemos escuchado esta frase: «En España se pueden defender todas las opciones políticas, siempre que sea de manera pacífica y democrática.» Es una frase muy bella, ciertamente. Quizá demasiado bella para ser verdad, teniendo en cuenta los autores. En realidad, como estamos viendo estos días, es una frase tramposa porque está formulada al amparo de la aritmética parlamentaria española, una aritmética que somete a su voluntad la voluntad de los parlamentos vasco y catalán. No importa, por lo tanto, lo que se decida por mayoría absoluta en esas cámaras puesto que la soberanía real reside en el Parlamento español, un Parlamento en el que jamás, por razones obvias, ningún vasco ni ningún catalán tendrán mayoría. Lo irritante, sin embargo, no es la injusticia implícita en esa trampa legal sino el hecho de que el tramposo ni tan sólo se avergüenza de ella. Eso explica frases como ésta de Patxi López, referida a Juan José Ibarretxe: «Acepta la legitimidad del Parlamento vasco pero parece que no acepta la del Congreso.»
Patxi López, claro, miembro de un partido nacionalista español, no puede admitir que un Parlamento inferior, como el vasco, no esté sujeto a un Parlamento superior, como el español. El problema, no sé si Patxi López se da cuenta, es que la voluntad mayoritaria de un Parlamento nacional es el reflejo de la voluntad mayoritaria de esa nación, de modo que toda subordinación de esa voluntad a otra más elevada supone la penosa conclusión de que hay voluntades superiores y voluntades inferiores. Lo cual, tratándose de Parlamentos, supondría admitir -y esto es más grave aun- la existencia de pueblos superiores y de pueblos inferiores.
Sólo alguien que sigue basando en la fuerza el principio de autoridad, es capaz de considerar la existencia de alguien como una parte de la suya propia. Por eso se equivoca Rodríguez Zapatero negándose a aceptar la soberanía del Parlamento vasco. Y ese error, de consumarse, será histórico, porque supondrá la pervivencia del conflicto y la prueba -para los que aun la necesiten- de que es absurdo esperar de España regeneración alguna. En este sentido, no es de extrañar que el gran argumento esgrimido desde la Moncloa para satanizar el plan Ibarretxe sea que divide a los vascos. Ya se sabe que para el nacionalismo español la subordinación del País Vasco a España es un ejemplo de política integradora. El conflicto surge cuando el País Vasco, como sujeto jurídico que es, decide opinar mediante un referéndum. Entonces España le amordaza.
Puede que alguna persona, con sincera ingenuidad, se pregunte por qué España teme tanto la celebración de un referéndum vasco que, al fin y al cabo, no es vinculante. Llama la atención, ciertamente, que una pacífica consulta a través de las urnas pueda despertar tanta rabia y tanto odio. Pero todo resulta mucho más comprensible si se tienen en cuenta dos cosas. Una, que su carácter no vinculante no la invalida como plebiscito moral. Y dos, que incluso en caso de resultado negativo -cosa muy improbable-, sienta un precedente que España desea evitar. Ninguna de ellas, sin embargo, refleja la inquietud principal. Y es que lo que de verdad quita el sueño a España es la foto de ese referéndum, una foto en la que el País Vasco, repleto de observadores internacionales, pueda mostrarse al mundo como lo que realmente es: una nación con clara conciencia de serlo. Es falaz, por consiguiente, aducir que una consulta fracturaría al pueblo vasco. El pueblo vasco hace años que está fracturado. Esa es justamente la razón por la cual urge la consulta, porque es la manera en que los pueblos civilizados dirimen sus diferencias.
Llegados a este punto, como es lógico, bien podríamos preguntarnos: ¿Y por qué no optar abiertamente por la independencia? ¿Si ya hemos convenido que España no puede renunciar a su propia naturaleza, qué sentido tiene mantenerse bajo su corona? Ninguno, desde mi punto de vista. El plan Ibarretxe se asemeja a esa solución de circunstancias que adoptan algunas parejas cuando, para salvar la relación, optan por continuar bajo el mismo techo en dormitorios distintos. Esas uniones son efímeras porque tarde o temprano el sentido común acaba empujando a uno de los dos a la emancipación definitiva, pero también es cierto que necesitan experimentar esa fase para culminar el proceso. Con las naciones ocurre lo mismo, también tienen su tempo y es de sabios respetarlo.
La independencia de Euskal Herria, como la de Cataluña, llegará. Y cuando lo haga no será tras un periodo largo y complejo sino breve y coyuntural. La involucionista reacción de España ante ese estado de cosas es la demostración fehaciente de su propia debilidad. España siempre ha sido alérgica a la democracia, y ahora que presiente la desintegración de la nación que quiso haber sido y no fue comienza a comprender porqué.