La presentación de la primera parte del Diccionario biográfico español, proyecto de la Real Academia de la Historia sufragado con 6,4 millones de euros del contribuyente, ha vuelto a poner de manifiesto que la historia reciente sigue siendo un lugar extraordinariamente peligroso, repleto de minas herrumbrosas que estallan al más mínimo roce. Las entradas sobre Franco, Azaña, Carrillo y Aznar han suscitado un acalorado debate sobre la frontera entre interpretación y desfiguración de los hechos del pasado. ¿Puede explicarse la figura de Franco sin calificarla de dictador? Luis Suárez Fernández, autor del artículo en cuestión, cree que sí porque –agárrense fuerte– “la palabra dictador o dictadura no se utilizó en ningún momento del Régimen». Hay que leerlo tres veces y respirar hondo. Se comprende que muchos colegas de este historiador hayan expresado su discrepancia y es normal que cualquier ciudadano mínimamente informado esté literalmente alucinado ante los peculiares criterios y argumentos de todo un académico. Si el Diccionario biográfico español fuera una iniciativa privada, el ridículo científico sería el mismo pero el debate político sería de corto recorrido. Pero no es así. ¿Cómo puede aceptarse que con dinero público se fije una historia oficial que omite datos básicos irrefutables y que distorsiona gravemente el conocimiento cabal del ayer colectivo?
Esta polémica no aparece por casualidad. Hay dos factores que, a mi modo de ver, sirven de pista de aterrizaje de actitudes como la del historiador Suárez Fernández. Por un lado, en los últimos años, se ha intensificado el choque ideológico que toma el pasado como campo de batalla, a través de dos tipos de revisionismos antagónicos que se retroalimentan: el revisionismo neofranquista y el revisionismo izquierdista que idealiza de manera acrítica la II República. Lejos de buscar una comprensión general, equilibrada, fiable y matizada de los fenómenos más dramáticos de la historia española del siglo XX, los más conspicuos abanderados de ambas corrientes prefieren imponer visiones cerradas y simplistas de los hechos que, al parecer, estiman la única verdad indiscutible. Y que prescinden olímpicamente de lo establecido en muchas obras serias y documentadas que se han publicado dentro y fuera de España. Por otro lado, la confusión entre historia y memoria colectiva –alimentada a través del equívoco término memoria histórica– ha acabado dislocando categorías de análisis que deberían estar muy claras en cualquier sociedad democrática y mucho más entre los profesionales de la historia y las ciencias sociales en general. Las memorias son plurales y, como tales, coexisten en una dialéctica permanente, pero el conocimiento histórico es fruto del esfuerzo por revelar y esclarecer, mediante procedimientos críticos, la cadena de causas y consecuencias que nos han configurado hasta la actualidad. El historiador francés Roger Chartier resume perfectamente la autonomía de ambos conceptos: “La epistemología de la verdad que rige la operación historiográfica y el régimen de la creencia que gobierna la fidelidad de la memoria son irreductibles, y ninguna prioridad, ni superioridad, puede darse a una a expensas de la otra”.
El problema de la sobrecarga ideológica en los historiadores (como en los sociólogos, los politólogos, los economistas o los periodistas) es que todos tendemos a ver sólo la joroba del otro. Y también que hay jorobas y jorobas. No conozco a ningún historiador (ni a ningún periodista) que no tenga ideología (me dan bastante miedo los que afirman no tenerla), pero hay una línea entre aquellos que evitan que esta desfigure su trabajo y aquellos que se han convertido en capitanes de trinchera. Es curioso y alarmante, en este sentido, comprobar como el mencionado Suárez Fernández, entrevistado en El Mundo, parece que responde más como un testigo de parte que como un historiador, un extravío que se ha dado también en algún colega ubicado en el extremo ideológico opuesto; en Catalunya, cuando el Memorial Democràtic era regido por ICV, no faltaron declaraciones similares y, más recientemente, incluso hemos visto como alguien, cegado por el resentimiento, ha utilizado una reseña sobre la obra premiada de una joven autora para verter el sectarismo más estéril sobre este apasionante debate.
A la luz de la desaparición de Jorge Semprún, es oportuno subrayar que tan importante es lo que se cuenta del pasado como la forma de hacerlo, y que transmitir la frágil verdad moral de los hechos es un imperativo que incumbe al historiador, pero no solamente a él. Por ello, las novelas autobiográficas del escritor ahora fallecido, sin pretender usurpar el lugar de los estudios históricos, nos muestran de manera deslumbrante todo aquello que precisamente oculta, desenfoca y distorsiona, la obra cautiva de los Suárez Fernández de turno. Que los académicos de la historia, a sueldo del erario, no puedan ofrecernos hoy una biografía de Franco que no nos avergüence dice muy poco de la cultura democrática que albergan ciertas elites. Para compensar, leamos a Semprún y retengamos lo que nos enseña Edward H. Carr: “Sólo podemos captar el pasado y lograr comprenderlo a través del cristal del presente; el historiador pertenece a su época y está vinculado a ella por las condiciones de la existencia humana”. El gran problema aparece cuando el historiador llamado a poner negro sobre blanco ya no pertenece, en realidad, a nuestro tiempo. Cuando la mirada de aquel que debe explicarnos lo que fue acaba siendo únicamente de interés para los coleccionistas de fósiles.