“La mediocridad no se imita” (Honoré de Balzac)
Hiede, ergo se pudre. El problema del deterioro, la descomposición, el destrozo que han llevado a cabo de forma concienzuda y consciente sobre el Tribunal Constitucional es de tal calado institucional que debería mover a la indignación y a la acción a los defensores a ultranza de las instituciones. No será así. Clamarán por las críticas, pero no por la esencia de la decadencia que ha llevado al máximo intérprete de la Constitución española a ser un órgano sin prestigio y sin auctoritas, un órgano cuyas sentencias hace décadas que no son leídas con reverencia por los juristas ni españoles ni extranjeros, un tribunal zarrapastroso y partidista en el que la llama de la sabiduría jurídica es portada por tan pocos que casi son invisibles.
He leído muchas críticas indignadas sobre las polémicas y discutibles y hasta partidistas resoluciones del TC, y en muchas de ellas se achaca al carácter franquista de la judicatura este estado de cosas. Déjenme que les diga que no se trata de eso. Se trata de pura mediocridad. Hace mucho tiempo que los partidos y las asociaciones judiciales y las fuerzas vivas están encumbrando a estos puestos a juristas mediocres, que no tienen el reconocimiento doctrinal ni tan siquiera el respeto del gremio. Cuanto más mediocres, más obedientes, deben pensar los que los eligen. Y así, tacita a tacita, han ido cavando un hoyo de falta de méritos y de conocimiento del que no está muy claro que vayan a poder salir.
Me contaba un experimentado letrado del TC, que ya no se cuenta entre los activos, para que no lo busquen allí, que la decadencia comenzó a notarla de una forma muy evidente: “Al principio entrabas a trabajar con un magistrado y salías de su despacho con la sensación de que habías aprendido muchas cosas. Con el tiempo fue pasando que salía de despachar con ellos con la idea clara de que no sólo no me habían enseñado nada, sino de que no habían sido capaces ni de entender el repertorio de sutilezas que era preciso desentrañar y que yo les había puesto sobre la mesa”. No es una cuestión ideológica, sino una cuestión de mediocridad. Todas las constituciones son interpretadas de forma política, puesto que lo que deben hacer es plasmar en concreciones las direcciones abiertas y amplias marcadas por las cartas magnas. Para llevar a cabo esa imprescindible pero difícil tarea son necesarios los mejores juristas procedentes de todos los campos del saber jurídico. Caben por ello catedráticos, grandes letrados, jueces o fiscales, teóricos constitucionales, personas con ideología conocida, pero plenos de independencia y valientes para hacerla valer. Caben todos y todos son necesarios aunque el órgano se llame tribunal, se vistan con una toga con puñetas y escriban cosas que se llaman sentencias. El Constitucional no es un tribunal jurisdiccional ni forma parte del Poder Judicial, ni pueden por tanto las asociaciones judiciales —excepto lesa falta de ignorancia sobrevenida— salir a clamar por la separación de poderes cuando el Gobierno critica sus resoluciones.
El Constitucional está por encima de todos los poderes. Es el legislador negativo, porque no puede promulgar leyes sino sólo derogarlas y sin que eso impida que el legislativo vuelva a aprobarlas de nuevo. El invento loco del PP de reformar la ley que lo rige para permitirle “ejecutar” sus dictámenes en el tema catalán fue la gota que colmó el vaso de los despropósitos de un tribunal que ha sido colonizado por los que ansían un puesto más en su carrera con un sueldo más que bueno y como colofón de las ambiciones. Así fue como los jueces comenzaron a ver el Constitucional como un salto más arriba del Supremo que ambicionar y cómo las asociaciones judiciales terminaron por colocar en él a sus máximos dirigentes cuando caducaban en el Supremo, al que también habían llegado por el mismo pago. Así es como el TC se llenó de jueces que querían seguir funcionando como tenían por costumbre, que teorizaron la existencia de una “jurisdicción constitucional”, para un órgano que no es jurisdiccional, y que terminaron ejecutando sentencias.
La mayoría que le ha dado de forma incomprensible la razón a Vox, consagrando que sólo un estado de excepción permite llevar a cabo restricciones de los derechos por motivos sanitarios, es sólo la última gota que nos ha mostrado el nivel de degradación al que ha llegado un órgano que las malas lenguas dicen que empezó a pervertirse bajo la presidencia de Jiménez de Parga. Van dando tumbos. Cambian de doctrinas o crean doctrinas que son incomprensibles. Luego salen clamando por el respeto debido, como hizo María Emilia Casas cuando se les echaron encima con la que llamó “desproporcionada e intolerable campaña de desprestigio emprendida desde ciertos sectores políticos y mediáticos”. Casas pedía respeto a la institución cuando el problema era haber pasado tres años y medio sin dictar sentencia sobre el Estatut y después haber hecho la barrabasada que hicieron. Ahí también se cruzó una raya de difícil marcha atrás.
Hemos visto en estos días cómo han sido capaces de perderse el respeto incluso a ellos mismos. Hacer público un fallo sin argumentos ataca todo principio jurídico porque son las razones las que anteceden al fallo y no a la inversa. Más tarde, filtraron los argumentos y filtraron los contraargumentos de los votos y hasta rompieron el secreto de las deliberaciones contando con pelos y señales cómo fue esa vergonzosa reunión. Se ha sabido que la vicepresidenta del órgano, Encarnación Roca, tuvo la flema de hacer una estrambótica, ideológica y partidista comparación de la situación “con el incendio del Reichstag”. ¿Cabe este tipo de comentarios en una deliberación? No tienen nada que ver con el objeto de la misma. Son posicionamientos puramente partidistas. Sólo desde determinados partidos se puede reescribir la historia para afirmar que esa es la situación actual.
Han salido a contarnos si les llamaron unos u otros. El presidente, que votó con la minoría siendo conservador, ha tenido que negar que hubiera presiones. Casado se permitió pedir explicaciones sobre “las llamadas de Calvo” a los magistrados. ¡Cuanto más aprendería, en materia de llamadas, en pedir que le explicara cómo y cuántas hacía el secretario de Justicia, Enrique López! Por cierto, que Enrique López llegara a ser magistrado del Tribunal Constitucional es el epítome de todo lo que les he contado.
La solución a tanto lodo y a tanta degradación y a la humillación que ellos mismos se han infligido es difícil, aunque debería pasar por una renovación para devolverlo a la legalidad constitucional y una vuelta atrás en ese camino que iniciaron los que buscaban una tercera cámara desde la que gobernar cuando no tuvieran los diputados suficientes.
Las excepciones son tan escasas que los pocos juristas que aún hay en el tribunal deben perdonar que sea la miseria de la mayor parte la que pongamos sobre la mesa.
Lo de ahora, apesta.
Lo que hagan a partir de ahora, apestará todavía más.
Rescatarlo de la mediocridad es la única vía, pero no habrá gente brillante que la ponga en marcha.
ElNacional.cat