Por detrás de la lírica revolución de los capitanes con que, en 1974, Portugal sorprendió al mundo había una espesa intriga de generales. De hecho, durante la guerra colonial, que empezó en 1961, varios altos mandos militares colocados en las posesiones africanas donde se lidiaba este conflicto se transformaron en auténticos potentados políticos. Uno de ellos, Spínola, un tipo que gastaba monóculo aristocrático, deseaba ser presidente de la República. Pero Marcelo Caetano, el heredero de Salazar, le paró los pies, eligiendo, en 1972, la continuación en el cargo del inocuo almirante Américo Tomás.
El resentimiento de Spínola se aunó al malestar del ejército, cansado de la guerra. Y, durante el día 25 de abril, la fecha mágica de la revolución de los rojos claveles, la larga sombra de este general estuvo presente en el fluir de los hechos. Por eso no hubo división entre los militares, ni se desencadenaron conflictos violentos entre los partidarios del régimen y los promotores de la rebelión. Los simpáticos capitanes de 1974 no fueron más que los encargados de correr el riesgo: de poner la carne en el asador. Pero cuando uno de ellos, Salgueiro Maia, le pidió a Marcelo Caetano que se rindiera, este exigió hacerlo ante un general. Y ahí Spínola apartó las bambalinas de los bastidores, dio algunos pasos y ocupó el primer plano.
Que los hechos históricos tengan a veces estos resortes mezquinos no les retira para nada su grandeza. Siempre hay alguien surfeando su propia ambición en las olas de los grandes cambios de época. La verdad es que la gente se apoderó de la revolución, la bailó como si fuese una música, se enamoró de sus horizontes de fuego y, en marzo de 1975, Spínola ya había sido escupido como un hueso de aceituna por la vertiginosa evolución del tumulto social. Sus cálculos le dieron un momento de gloria, pudo sacarse la fotografía de presidente de la República, pero después el tsunami que había ayudado a montar se lo tragó y lo dejó, exiliado, primero en España, después en Brasil.
En este año de pandemia, la celebración de la revolución estuvo en duda. Pero al final se hizo, con ese aspecto espectral que tiene todo lo que se realiza en la actualidad. Qué raro este tiempo en que el vacío a nuestro alrededor es nuestra seguridad. La realización de esta fiesta fue una decisión relevante, aunque, en el acto, todo el mundo se mirara a través de los prismáticos de la distancia sanitaria. De hecho, el 25 de abril de 1974 todavía no se ha momificado, ni integra los mausoleos de la historia. Más aún, la libertad que esta fecha representa será una de las grandes cuestiones de los próximos años.
Uno siente con claridad que esta época nuestra se está preparando para ponernos esposas. Casi escuchamos su espeluznante chasquido en nuestras muñecas. Los regímenes autoritarios se vuelven cada vez más poderosos. China es una dictadura de lujo: la vieja revolución de 1949 se ha forrado y hoy se la respeta a causa del resplandor capitalista de su cuenta bancaria. Después vemos a Rusia, cuyo zarismo genético puede ir cambiando de color, del blanco al rojo, del rojo al blanco, pero sigue siendo aplastante. Los regímenes democráticos, jóvenes o viejos, crían en su seno prototipos de dictadores bendecidos por las urnas como Donald Trump y Jair Bolsonaro. En este marco, las próximas elecciones en Estados Unidos serán decisivas para todos nosotros. De hecho, en el mismo seno de la Unión Europea, en países como Hungría, surgen derivas de sesgo autoritario.
Y hay otras amenazas, más graves, más profundas, en el horizonte: sentimos que nos arrancan esa segunda piel que es la naturaleza. Además, el dinero ha campado a sus anchas, de un modo casi obsceno, en estos tristes últimos años. Las tecnologías, que parecían liberarnos, están cambiando: ese dulce momento narcisista de la cámara de nuestro móvil es cada vez más una mirada que nos acecha. Las instituciones evalúan sin cesar a sus funcionarios y eso se articula, macabramente, con la posibilidad de que, en el futuro, la ingeniería genética formatee al ser humano, haciéndolo un mero hermano mayor del robot.
Quizá por ello nuestra vida, y sobre todo la existencia de los más jóvenes, sea una dura pugna por la propia libertad. Un combate que nos irá mejor si entendemos que la aparente ausencia de Dios es, en realidad, su invitación a que seamos capaces de inventar nuestro camino. ¿Lograremos tumbar las Bastillas que en la actualidad se están construyendo por todas partes? Vivimos un tiempo en que uno debe saber con claridad de qué lado se encuentra. Si las nuevas autocracias triunfan, si al final nos imponen sus cadenas, habrá un cambio de época: caerá el país de nuestra libertad. Surgirá un mundo de tinieblas, una nueva alta edad media zambulléndose en su propia oscuridad. Por eso son importantes, incluso hoy en día, las flores con que los portugueses celebraron la revolución de 1974. Acepte el lector, si es tan amable, este libre clavel de un ya lejano mes de abril portugués.
LA VANGUARDIA