Todos lo sabemos: las emociones, los sentimientos, tienen un papel determinante en la vida política de las personas y de las naciones. No conozco ningún caso en que se haya formado un movimiento importante sin invocar y utilizar las emociones. De hecho, los grandes movimientos políticos aparecen cuando se combinan en su justa medida los argumentos racionales y los sentimientos. Y los grandes cambios, aquellos momentos preciosos en que de pronto todo se hace posible, llegan tan solo cuando los sentimientos son capaces de superar el peso de la razón, hasta el punto de que el ciudadano se exige a sí mismo de salir a la calle y luchar. Las revoluciones se ganan siempre empujadas por las emociones desbordadas. Porque sin emociones nadie se arriesga a poner en juego todo lo que fuera necesario.
Esto lo sabemos nosotros pero lo saben también ‘ellos’. Y por este motivo ellos invierten tanto en la campaña persistente para resaltar, exagerar y magnificar, en los medios o en las redes -como una lluvia fina que ya hace años que dura-, la decepción de los independentistas con la clase política catalana, los dudas sobre la capacidad de rematar el trabajo y en general cualquier obstáculo, real o inventado, que arrastre a la población al desánimo.
El terreno está abonado en buena forma porque los catalanes del Principado tienen una tendencia notable a la desconfianza en las propias fuerzas. Pero también porque desde octubre de 2017 se han cometido errores importantes que despiertan una duda justificada. No proclamar la independencia el 3 de octubre fue el error mayor. Suspenderla el día 10 fue un desastre. Entregarse a la justicia española, quienes se entregaron después del 27, fue una equivocación inmensa que ha condicionado la vida entera del país. Y la penosa batalla partidista por la hegemonía ha desorientado a la población hasta extremos difíciles de superar.
Todo esto es cierto y muy real, y hay que tenerlo en cuenta, sí. Pero, sin ánimo de convencer a nadie ni entrar en un debate metafísico, me parece que poner tanto énfasis en esta realidad, olvidando o negando todo lo que la contrapesa, es una actitud enfermiza y poco útil, si se permiten el abuso del adjetivo. Porque no se puede entender este aparente punto bajo del independentismo, y digo aparente con toda la intención, sin tener en cuenta el contexto.
Sin tener en cuenta, por ejemplo, que la pandemia de Covid-19 ha frenado los movimientos populares de todo el mundo, tal como se documenta en este artículo (1). Pedir al independentismo catalán una movilización permanente que ningún movimiento del mundo tiene hoy como resultado de la pandemia no me parece serio. Ni extraer consecuencias particulares de un hecho que proviene de un fenómeno global.
Que este hecho haya alterado el equilibrio, tan importante en toda la década, entre una clase política -dejémoslo en discreta- y una capacidad monumental de movilización popular no quiere decir nada más que eso. Si acaso explica, como era previsible, que los partidos, liberados de la presión de la calle y del miedo por el votante, se hayan dedicado estos meses a sus negociados en lugar de tener el proceso en la cabeza. Ahora bien: ¿hay alguien que piense en serio que esto seguirá siendo así, de una manera automática e irremediable, cuando las condiciones sanitarias cambian, cuando finalmente ciagan para bien?
Lo digo con cierta rotundidad porque no hay más que recordar que hoy hace un año que el país estalló, literalmente, concitando una fuerza en favor de la independencia que llamó la atención del mundo entero. La ocupación del aeropuerto de Barcelona, las inmensas Marchas de la Libertad , el Tsunami Democrático, a pesar de sus contradicciones, y la batalla de Urquinaona dejaron claro que, pese a la irresponsabilidad ya entonces notoria de los partidos políticos independentistas, la población se mantenía en su sitio. Y el acto del Consejo por la República en Perpinyà, hecho justo cuando la llegada de la pandemia era inminente, certificó, entre otras cosas, que el octubre republicano de 2019 no había sido ningún espejismo, sino más bien un punto y aparte.
Insisto en que no quiero convencer a nadie ni poner a nadie contra los sentimientos que pueda tener íntimamente. Pero sí creo que tengo la obligación, ya que me toca escribir cada día esta columna, de decir que no me parece razonable en absoluto olvidar tantas cosas, deshacerse del contexto, tan fácilmente y a esta velocidad.
Sobre todo porque el conjunto de lo que pasó hace un año significa también un cambio de orientación, una revolución dentro de la revolución, que estoy seguro que tendrá fuertes implicaciones de cara al futuro inmediato.
Si todos estamos de acuerdo que el Primero de Octubre fue un corte emocional, incluso más allá de la política, la sentencia, la ocupación del aeropuerto y los hechos de Urquinaona también lo fueron. De un valor similar. Quizá la pandemia ha congelado su desarrollo, su comprensión y su visibilidad, pero estamos ante un auténtico corte epistemológico como el del referéndum, un antes y un después en la historia del catalanismo.
Observen tan solo que hay discusiones y actitudes que todos recordamos de antes de Urquinaona pero que después de Urquinaona ya son literalmente inexistentes. Los contenedores han dejado de ser una especie a proteger y el cuestionamiento descarado, irrespetuoso, del monopolio de la violencia por el Estado ha causado un enorme impacto en nuestra sociedad. En el sentido en el que Frantz Fanonsupo definir como nadie. ‘La violencia desintoxica al individuo’, dijo el político y psiquiatra anticolonialista antillano. Fue una frase que se hizo famosa pero que también hay que contextualizar para no banalizarla. Fanon reivindica la violencia si es útil políticamente, pero sobre todo si libera mentalmente a los individuos. Y lo hace tras constatar en la práctica que la violencia de la calle, en respuesta directa a la represión ejercida por el poder, reequilibra la relación de subordinación de la población con el Estado. Cuando los jóvenes ganan la batalla de Urquinaona y el Estado retira sus fuerzas y huye de las calles de Barcelona, es evidente que la relación entre el poder y los ciudadanos se vuelve a equilibrar. El Estado coge miedo y nuestros jóvenes nos demuestran que se le puede hacer frente, que se puede ganar a una España que desde la aplicación del 155 se había acostumbrado a tratarnos de una manera sádica, siempre tanteando los límites de nuestra capacidad de resistencia.
Y por si todo esto fuera poco, permítanme terminar el dibujo del contexto añadiendo que la acción del independentismo desde 2017 destruye España, consigue de deshacer las bases y el fundamento del régimen y agudiza al máximo sus (muchísimas) contradicciones.
Porque España ha caído en barrena desde que el Principado vivió tres días como un Estado independiente, a raíz de los atentados de Barcelona y Cambrils. Porque España ha enloquecido institucionalmente desde que el Parlament de Cataluña votó la ruptura en aquellas históricas y nunca suficientemente elogiadas sesiones del 6 y 7 de septiembre de 2017. Y sobre todo porque España, desde que la conjunción de la clase política y la gente fue capaz de parir el Primero de Octubre, vive con el alma en vilo al saber que cualquier día puede ser su último día en este trozo de los Países Catalanes que se había llegado a creer que sería suyo para siempre.
Ya saben que siempre digo lo que pienso. Ni quiero convencer de nada ni les negaré nunca el derecho, y la obligación, de pensar por su cuenta. Estoy seguro de que los comentarios de los suscriptores y los correos y comentarios en las redes serán aportaciones interesantes a un debate que encuentro necesario. Pero me he sentido obligado a decir todo esto, simplemente porque a mí las modas, y aún más las lacrimógenas, generalmente no me hacen pizca de gracia.
(1) https://www.vilaweb.cat/noticies/no-es-nomes-a-catalunya-la-pandemia-ha-frenat-en-tot-el-mon-la-gran-onada-de-protestes-del-2019/
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