Santiago Alba Rico
Un sector de la derecha y uno de la izquierda están de acuerdo en que está bien bombardear a civiles, a condición de que los bombardeados sean malos. Comparten la misma visión nihilista sobre la legalidad internacional.
Han escandalizado con razón las declaraciones de María Jamardo, periodista radical, en un programa de Telecinco: “Ni el que bombardeaba era tan malo ni los que eran bombardeados eran tan buenos”, refiriéndose al bombardeo de Gernika por los nazis en 1937, crimen invocado por el presidente ucraniano en su comparecencia ante el Congreso de los Diputados el pasado martes. Zelenski, mal informado, creyó haber encontrado un símbolo universal capaz de concitar a su favor la imaginación indignada de todos los españoles; ignoraba que nuestro batallón Azov, mucho más numeroso que el ucraniano, sigue justificando el golpe de Estado de Franco y agradeciendo la ayuda alemana contra los malvados comunistas y los perversos separatistas vascos. Ahora bien, lo que tampoco sabía Zelenski es que sus palabras iban a molestar asimismo a un sector de la izquierda (al que yo llamo “estalibán”) que ha considerado que las palabras de Jamardo, monstruosas en el caso de España, sí son aplicables, en cambio, al de Rusia y Ucrania: ni los bombardeadores rusos son tan malos ni los bombardeados ucranianos son tan buenos. Aún más: los rusos son de algún modo los buenos, pues están bombardeando a los nazis ucranianos. Un sector de la derecha y un sector de la izquierda están de acuerdo en que está bien bombardear a civiles en otro país, a condición de que los bombardeados sean malos. Comparten la misma visión nihilista sobre el derecho y la legalidad internacional; discrepan sobre el contenido de la maldad a extirpar.
Esta argumentación estalibana –multiplicada en tuits durante los últimos días– es uno de los proteicos procedimientos, unos más inteligentes, otros más romos, empleados desde la izquierda para clonar sin mucha vergüenza la propaganda del agresor ruso. No es que no sepan que hay que desconfiar de la propaganda de una potencia invasora; lo han hecho siempre, y con tino, mientras el invasor era EE.UU. o la OTAN. No se puede dar credibilidad, lo sabemos, a lo que dice un asesino; si quiero creer en sus palabras, en consecuencia, necesito exculpar o atenuar su participación en el crimen. Para confiar en la propaganda rusa, en definitiva, como otras veces ocurrió con la estadounidense, es necesario invertir la relación víctima/victimario y atribuir toda la responsabilidad de lo que está ocurriendo al bombardeado. Si probamos que los ucranianos, marionetas de la OTAN y los EE.UU., son los culpables, entonces podemos creer y repetir lo que dice el Kremlin. Esta inversión de papeles, de una notable infamia ética, es la norma propagandística de las agresiones imperiales y así la criticamos en Iraq y Afganistán. Hoy sucumben a esta norma muchos izquierdistas que, entre el negacionismo y la contextualización, no tienen empacho en oponer al pensamiento mainstream pro-ucraniano la propaganda mainstream pro-invasión. Las matanzas de Bucha han activado verdaderos delirios. Se ha llegado a regañar a los periodistas sobre el terreno –gente como Alberto Sicilia, Hibai Arbide o Mikel Ayestaran– por tomarse en serio los testimonios de los supervivientes y no hablar de “presuntos crímenes de guerra”, cautela judicial que, en realidad, algunos querrían extender a la guerra misma: “presunta” invasión rusa, “presuntos” bombardeos sobre Ucrania, “presunto” asedio a Mariupol. Rusia no puede estar haciendo lo que se le atribuye porque es la víctima; y es víctima también, por tanto, de la propaganda enemiga. Analistas finos y panfletarios necios, políticos travestidos de periodistas y estalibanes chiflados comparten este horizonte fáctico, matriz de todas sus semejanzas discursivas: si Rusia invade Ucrania, es EE.UU. quien invade Ucrania; si Rusia bombardea Ucrania, es la OTAN quien bombardea Ucrania. No está ocurriendo lo que está ocurriendo sino todo lo contrario. El negacionismo no puede ceñirse, no, a las matanzas de Bucha; las matanzas de Bucha pueden ser negadas, al revés, porque se niega de raíz la agresión de Putin y, por lo tanto, sus consecuencias. Si no fuese trágico, resultaría enternecedor ver a tanta gente adulta, algunas veces sensata, a veces incluso amiga, arrastrada por esta necesidad infantil de creer en la bondad o, al menos, la legitimidad de “nuestro” criminal preferido.
¿Y por qué es “nuestro”? Nos asaltan como regüeldos de la Guerra Fría. Algunos, incluso muy jóvenes, sucumben a la ilusión porque, pese a sus alianzas con la extrema derecha mundial, pese a sus declaraciones contra Lenin, ven una continuidad entre Putin y la revolución bolchevique. Hay un rescoldo soviético en la rebeldía antisistema de cierta izquierda, como hay un rescoldo de nostalgia franquista en la rebeldía antisistema de la derecha. La mayoría sucumbe, en todo caso, porque siguen pensando, en definitiva, la inquietante pluralidad del nuevo orden mundial con años de retraso; es decir, contra la hegemonía absoluta de los EEUU y la OTAN. Su posición revela una especie de etnocentrismo negativo y, en realidad, muy narcisista: son nuestras instituciones occidentales las que introducen todo el mal en el mundo. Contra ellas no solo está permitido cualquier medio; es peor: contra ellas, acabamos reivindicando, como política y socialmente superiores, dictaduras atroces (pensemos, por ejemplo, en Bachar Al-Asad) e imperialismos alternativos, como el ruso, cuya intervención criminal en Siria pasamos por alto o defendimos como liberadora. No cabe descartar que, si Arabia Saudí se acercase un día demasiado a China y el régimen teocrático de Riad, hoy amigo de EE.UU., fuese cuestionado y presionado desde la Casa Blanca, Salmán acabaría pareciéndonos simpático y las lapidaciones revolucionarias y progresistas.
Esta inversión de papeles (entre víctimas y victimarios) suele utilizar dos expedientes cognitivos. Uno es el fatalismo geopolítico; es decir, la geopolítica reducida a realpolitik. El otro es el historicismo moral; es decir, la historia concebida como guerra contra el mal. Este último es el que, desde el lado izquierdo, reproduce la frase de Jamardo: aceptando que Ucrania estuviera siendo bombardeada (lo que aún debe ser probado), de algún modo lo merece por su acercamiento a la UE, la OTAN y EE.UU.: los ucranianos no son tan buenos como parece; no son tan buenos como nos dicen los medios. De pronto, la misma izquierda que, con razón, dejó provisionalmente a un lado la sangrienta dictadura de Sadam Hussein para condenar, con más razón, la invasión estadounidense de Iraq, se vuelve ahora casuística y quisquillosa. Hay que saber si Ucrania es y hasta qué punto una democracia, recorrer ojo avizor la biografía de Zelenski, denunciar cada grupúsculo nazi y mostrarse muy sensible –mientras se justifica o se silencia la tiranía del Baaz en Siria– frente a la suspensión, por lo demás injustificable, de partidos políticos en Ucrania. Hay que mostrarse moralmente intolerantes con los imperdonables, pero aislados, crímenes de guerra del ejército ucraniano mientras se consideran “presuntas” las matanzas rusas, los bombardeos rusos y la propia invasión de Ucrania por parte de Rusia.
Esta criminalización casuística de la víctima suele inscribirse en un fatalismo geopolítico resumido en un pensamiento que, incluso en los textos más razonados y mejor documentados, asume más o menos esta fórmula: “Es lo que ocurre cuando se mete el dedo en el ojo al viejo Oso ruso”. La misma izquierda que considera legítimo y hasta imperativo que Latinoamérica se libre del tradicional yugo estadounidense, la que denunció Bahía de Cochinos y celebró la victoria cubana, la que se muestra justificadamente indignada con cada cambio de gobierno amañado desde Washington, acepta como un dictado de la realpolitik el derecho de Rusia a tener su propio “patio de atrás”. Una especie de fatalismo mecánico nos obliga a tener en cuenta las consecuencias de meter el dedo en el ojo del Oso, que no puede evitar los zarpazos, mientras que, al contrario, se debe revolucionariamente agujerear el sombrero del viejo tío Sam y desplumar al Águila estadounidense. Meter el dedo en el ojo del Oso es reprobable; arrancar una pluma del pecho del Águila es encomiable, legítimo, necesario, festejable. Como consecuencia de la combinación de estas dos lógicas –el fatalismo geopolítico y el historicismo moral– este sector de la izquierda no espera jamás a los hechos porque no espera jamás que la historia produzca ningún hecho: sabe de antemano qué pueblos actúan de manera espontánea y cuáles están siendo manipulados por la OTAN y EE.UU.; y decide, por tanto, qué pueblos tienen derecho a rebelarse contra una tiranía, nacional o extranjera, y cuáles deben someterse a las necesidades de la lucha contra el imperialismo yanqui. De esta manera, decreta de antemano que los hechos en Ucrania –la matanza de Bucha, por ejemplo– es propaganda ucraniana mientras que la propaganda rusa, en el espejo, es un hecho incontestable. El invasor es la verdadera víctima y no miente; y por eso replicamos y difundimos sus versiones con la fruición mística del que, contra las legañas del “pensamiento dominante”, tiene un acceso directo y privilegiado a la verdad.
Porque hay también mucho elitismo en esta izquierda estalibana a la que le gusta tener razón contra el sentido común y el común de los mortales, atrapados en las tripas del sistema, ciegos y mansos. Ese elitismo es, en espíritu, el mismo que, contra el “sistema”, hemos visto entre los negacionistas y antivacunas durante la pandemia; y no es raro, por tanto, que aquí se mezclen las derechas y las izquierdas, Javier Couso y César Vidal, Iker Jiménez y Beatriz Talegón, terraplanistas y anti-imperialistas. Como he escrito otras veces, allí donde los marcos de credibilidad compartidos, institucionales y mediáticos, se han debilitado, la máxima incredulidad se convierte en el umbral de la máxima credulidad. Cuando ya no se cree en nada se está a punto de creer en cualquier cosa. No tenemos ni siquiera una mentira compartida, de manera que la mentira más minoritaria, la que menos gente comparte, es la que nos parece más apetecible y por lo tanto más verdadera. La red proporciona miles de nichos para acomodar este deseo desesperado de “distinción”. En el caso de los izquierdismos es más doloroso y menos justificable, pues su elitismo cognoscitivo, fruto de la impotencia para la intervención política, agrava esta impotencia al separarse del sentido común que querrían atraerse. Se aíslan en “la razón” frente al mundo y, de esa manera, además de irrazonables, se vuelven políticamente inútiles. O peligrosos.
El fatalismo geopolítico y el elitismo paranoico, fuentes cruzadas de un mismo síndrome, acaban negando a los demás autonomía, voluntad, capacidad de agencia. Ellos, que “saben”, no pueden hacer nada; los otros, que hacen algo, son puros peones del mal en el tablero geoestratégico. Inscriben así su permanente rumiar negativo en un contexto del que la política está ausente. Y se resignan a delegar su razón impotente en la acción subrogada de cualquier potencia lo bastante destructiva como para desbaratar el orden mundano establecido. Así, los mismos izquierdistas que defienden, a nivel local, el derecho a la soberanía, se la niegan a nivel internacional a los ucranianos, a los que se pide, en nombre del pacifismo, que se rindan al poder del más fuerte, a condición de que no sea estadounidense. El anti-occidentalismo occidentalocéntrico desconfía de cualquier voluntad de emancipación que no pase por los moldes anti-imperialistas de la vieja izquierda, los cuales siguen pensando y pensando y pensando el mundo, como decía Marx de don Quijote, “a la medida de un orden que ya no existe”. Eso pasó ya en Siria, tal y como explica el enorme Yassin al-Haj Saleh, uno de nuestros más grandes intelectuales, comunista, prisionero durante dieciséis años en las cárceles de la dictadura, en un extraordinario artículo en el que critica incluso la posición del admirado Chomsky por su ceguera etnocéntrica. La obsesión por EE.UU. en un mundo desordenado, en el que el mal se ha fragmentado, descentralizado y emancipado del monopolio estadounidense, señala atinadamente, por ejemplo, el poder de la OTAN, pero infravalora como subordinados, subsidiarios o inofensivos otros peligros –para la democracia y la libertad de los pueblos– que determinan, sin embargo, el destino individual y colectivo de buena parte del planeta. Chosmky, por supuesto, no se hace ninguna ilusión sobre Putin; todo lo contrario. Pero su neurosis antiestadounidense lo llevó a abandonar en Siria a los que se jugaron y, en muchos casos, perdieron la vida luchando contra la dictadura; y a alimentar en Ucrania la tesis de que la invasión rusa es, de alguna manera, una respuesta automática al cerco de la OTAN.
Contextualizamos y contextualizamos y contextualizamos; y sospechamos y sospechamos y sospechamos. Y a fuerza de contextualizar y sospechar disolvemos la responsabilidad rusa en una guerra perpetua entre males equivalentes, un magmático conflicto interimperialista, una impersonal crisis capitalista, una consecuencia “natural” del declive civilizacional, etc. Nos ocupamos tanto de la historia y las “estructuras” que derretimos en ella la decisión de Putin de invadir un país soberano y generar miles de muertos y millones de refugiados. Si tuvo algún sentido invocar la legalidad internacional contra la invasión de Iraq, tiene también sentido invocarla contra la invasión de Ucrania; si tiene aún sentido distinguir entre negociaciones, presiones, sanciones y agresiones militares, tiene sentido denunciar a la Rusia de Putin como única responsable de una situación nueva en la que la paz mundial y la supervivencia planetaria, junto a la vida de ucranianos y rusos, está trágicamente en peligro. Toda la razón que pudiera tener Putin contra la OTAN quedó atrás desde el mismo momento en que su ejército cruzó la frontera de Ucrania y, con ella, la línea que separa un movimiento geopolítico de una agresión armada. No hay automatismos en la historia. La OTAN es responsable de haber gestionado mal la victoria en la Guerra Fría, como las potencias europeas gestionaron mal la derrota de Alemania en la I Guerra Mundial. Pero los ucranianos no son víctimas de la OTAN, como los judíos no fueron víctimas del tratado de Versalles. Aún más: es terrible decirlo, pero Putin ha demostrado que en estos momentos no hay una alternativa a la OTAN. La izquierda europea debería estar pensando en propuestas al respecto para el futuro en lugar de predicar un pacifismo que tiene mucho sentido en Rusia, contra la decisión de su gobierno de hacer la guerra, pero que en Ucrania es sinónimo de sometimiento y rendición. Los ucranianos han decidido no rendirse y nadie, me parece, debería reprochárselo.
La izquierda está perdiendo no solo la ocasión de simpatizar, contra Vox y al lado de una mayoría sensata, con una causa justa; está perdiendo también la oportunidad de criticar a Europa por lo que merece ser criticada: por su lenta putinización, de la que también tienen buena parte de culpa las instituciones. Lo he dicho otras veces: Europa no tiene ni gas ni petróleo y por ello depende trágicamente de fuentes cada vez menos seguras. Lo único que tiene son “valores”, “prácticas”, “modelos de intervención política” que está perdiendo rápidamente sin haberlos consolidado nunca del todo. Muchas veces se ha traicionado a sí misma en el exterior apoyando intervenciones malhadadas, de carácter económico o militar, o cerrando fronteras a inmigrantes y refugiados, y ello de tal manera que para buena parte del mundo, sumergida en una crisis sin precedentes, no es ya un ejemplo a seguir. Pero también, al revés, ha ocurrido que ese mundo desconfiado, en plena desdemocratización, ha penetrado en Europa. Putin ya había invadido sigilosamente la UE a través de partidos ultraderechistas que, en Hungría, en Francia, en Italia, en España, cuentan con mucho más apoyo que sus equivalentes en Ucrania. En este trance difícil, nuestro cometido debe ser el de “desnazificar” desde dentro Europa mediante una profundización de la democracia; es decir, mediante políticas sociales, civiles y económicas que consoliden y aumenten nuestros derechos democráticos. Si no presionamos para que la UE sea más justa, más democrática, más independiente, más ecologista, más hospitalaria, de nada servirá que Putin pierda la guerra en Ucrania porque la habrá ganado en Europa.
Esta es la paradoja: una invasión se ha convertido en guerra gracias a la resistencia ucraniana. Es una guerra de independencia. Es prioritario evitar que esa guerra involucre a la OTAN; es prioritario apoyar, defender, asegurar la independencia de Ucrania. Nuestro belicismo debe estar limitado por la necesidad de evitar un conflicto internacional y una confrontación nuclear; nuestro pacifismo por la necesidad de afirmar la justicia y el derecho internacional. Ese es el dilema, creo, sobre el que debería estar discutiendo la izquierda y no sobre si se debe aplaudir o no a Zelenski en el Parlamento o sobre si en el batallón Azov son todos nazis o hay también anarquistas. O –por Dios– sobre si los supervivientes de Bucha mienten o no. El dilema es tan grande, está tan lleno de peligros y de incertidumbres, requiere hasta tal punto de toda nuestra inteligencia y de toda nuestra serenidad, que no deberíamos hacernos culpables de emborronar la única cosa que la izquierda, como todo el mundo, debería tener clara: quién es el agredido y quién es el agresor. A quién tenemos que apoyar –al menos mentalmente– y a quién tenemos que condenar.