A finales de enero de este año, la Universidad de Nebraska cambió el gesto de la mascota de su equipo, Herbie Husker, porque algunos grupos de ideología racista lo habían adoptado. Después de cuarenta y siete años de identificar al equipo de fútbol con el gesto de OK, formando la O con el pulgar y el índice de la mano, Herbie ha tenido que “reformarse”. En lo sucesivo levantará el índice en un gesto que podría ser admonitorio y que la universidad quiere que se interprete como un número uno.
Imposible saber si la Universidad de Nebraska habría aceptado resignificar el logotipo si no hubiera sido por la empresa que le suministra la ropa de los deportistas, preocupada por el perjuicio que le pudiera reportar asociarla con un gesto que dejó de ser inocente cuando la Liga Antidifamación lo puso en la lista de símbolos racistas. Hoy el índice relevante ya no es el de los libros prohibidos por la Iglesia Católica, sino el de las palabras y gestos condenados por el catolicismo de la corrección política.
Crece la alarma a raíz de las acciones de estados autoritarios para socavar la democracia en el mundo mientras en los países democráticos se impone cada vez más la dictadura de las buenas intenciones, que es como han triunfado siempre las dictaduras. La libertad de expresión es la piedra de toque de la democracia, pero la libertad sólo lo es si incluye la posibilidad de vulnerarla. La corrección política ataca esta libertad en nombre de unas virtudes que no han sido consensuadas y que, de llegar a serlo, tampoco podrían quitar la libertad de disentir de ella sin destruir la democracia.
Es así porque no es posible suprimir la expresión sin suprimir el pensamiento, pues no puede haber pensamiento cuando se carece de los signos para articularlo. En esta limitación, los vigilantes de la corrección política no ven ningún problema; por el contrario, encuentran bueno anular determinadas formas de pensar. Sus apóstoles están convencidos de que reprimiendo el lenguaje se borran las ideas ingratas y que sin las ideas la realidad desaparece. Al menos, el trozo de realidad que no les gusta. No hace falta ir muy lejos para ilustrar este mecanismo. Los catalanes todavía tienen fresca la memoria de cómo, persiguiendo los lazos amarillos, el Estado ocultaba la existencia de presos políticos. La “corrección” llegó al extremo de deponer a todo un presidente del govern por haber expresado una realidad inexpugnable. Era fatal que aquella barbaridad ocurriera, pues la corrección implica un correctivo y España ha sido siempre un país de «corregidores».
No importa que la corrección política se abrace con el independentismo, con la burguesía o con el patriarcado; sus militantes no se dan cuenta de que la realidad es un todo y ningún fragmento desaparece sin que cambie el conjunto. La persecución de la democracia burguesa en los años treinta extinguió la democracia durante mucho tiempo. Para los catalanes el resultado fue aún más grave, pues con la democracia desapareció Cataluña, mientras que España subsistía moldeada en el fascismo. Putin echa de menos la Unión Soviética, pero ya no puede invocar a la burguesía contrarrevolucionaria como pretexto para el imperialismo; de ahí viene valerse de la fantasmada del nazismo para disfrazar de rescate el aniquilamiento de una nación. Nada tiene de particular; el propio guion lo aplican los partidos españoles contra Cataluña, nación tan inexistente como Ucrania. Aquí como allí, unos nazis se han inventado una identidad falsa para tiranizar a la población, y es perfecto y honorable defender a los hermanos rusos y a los buenos españoles con la violencia que sea necesaria.
En un artículo anterior decía que el eslogan «Es la economía, estúpido» era estúpido, más exactamente un ejemplo clamoroso de oportunismo electoral. Los eslóganes son transferibles y el de Clinton podría volverse contra el partido que lo acuñó ahora que la inflación cuelga del cuello de Biden como una rueda de molino. Suele ocurrir que las armas ideológicas sean reversibles. El “Si tú no vas ellos vuelven” es aplicable por completo al partido que actualmente gobierna España.
En 1932, Louis Brandeis, el primer juez judío del tribunal supremo de Estados Unidos, popularizó la frase de que los estados federados “son los laboratorios de la democracia”. Si los ciudadanos de un estado lo desean, dijo Brandeis, pueden ensayar nuevos experimentos sociales y económicos sin poner en riesgo al resto del país. Lo dijo en su voto particular en un proceso en el que se litigaba el derecho de Oklahoma a regular las empresas de hielo, un producto vital antes de la llegada de los refrigeradores eléctricos. Esa frase de disentimiento creó jurisprudencia sobre los límites del gobierno federal en la jurisdicción de los estados. Hoy el derecho de experimentar sin injerencias de Washington permite a los estados con mayoría republicana legislar en sentido conservador. Lo hacen en temas socialmente tan sensibles como la ley “don’t say gay” del gobernador de Florida DeSantis, la llamada “teoría crítica de la raza” en el currículo escolar de varios estados o la obstrucción del aborto en desafío de la histórica sentencia en el proceso de Roe contra Wade. Aparte las convicciones de cada uno en estas materias –y Estados Unidos está profundamente dividido en todas por razones que no son sólo políticas–, es evidente que la independencia legislativa defendida por el liberal Brandeis puede volverse en contra del liberalismo, pues la libertad presupone el derecho de decidir y ese derecho siempre se autodestruye cuando se usa para privar a otros del mismo.
En 1920 Walter Lippmann, preocupado por la mendacidad de la prensa, propuso medidas para controlar el flujo de la información. Para él la crisis de la democracia era en el fondo una crisis del periodismo. La cuestión urgente era si el gobierno por consenso (literalmente, por consentimiento) podía sobrevivir en una época de fabricación del consenso por empresas no reguladas. Como un eco de Lippmann, el pasado 22 de abril, durante una conferencia en la Universidad de Stanford, Barack Obama preguntó si permitiríamos que la democracia se marchitase o la mejoraríamos. Según su diagnóstico, la causa del mal estado de la democracia es la desinformación que extienden las plataformas digitales. Obama apuntaba a empresas como Meta Facebook, vecina de Stanford, y sobre todo Twitter, ahora propiedad de Elon Musk, cuando avisaba de que estas empresas no deberían gozar de la inmunidad que les asegura la sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996, que estipula que las plataformas no son responsables de los contenidos que insertan terceras partes. Defendiendo la necesidad de regular la industria a fin de evitar el abuso de la libertad de expresión, Obama recordaba, a quienes tenemos edad y memoria, el apotegma franquista de “libertad sí, pero no libertinaje”. Una semana antes, en la conferencia TED (tecnología, entretenimiento y diseño), Musk, que ha comprado Twitter precisamente para eliminar los filtros que todavía permanecían en la plataforma, se había quejado de que se depuraran los tuits. En las antípodas de Obama, Musk cree que las plataformas deben someterse a esta prueba: “¿Alguien que no te gusta puede decir algo que no te gusta? Si esto se cumple, entonces tenemos libertad de expresión”.
Hay, claro, una diferencia no de matiz entre lo que no me gusta oír y lo que atenta contra la dignidad o amenaza la integridad física de las personas. Desde esta perspectiva la libertad de expresión parece contrapuesta a otra libertad fundamental de la democracia: el derecho de privacidad, que España ha violado valiéndose del programa Pegasus. Cuatro años antes del juicio sobre la regulación del hielo en el estado de Oklahoma, Brandeis, en otro voto particular, argumentó que las escuchas telefónicas sin orden judicial violaban la cuarta enmienda de la constitución, recordando que ésta confería el derecho más capaz y más querido por las personas civilizadas: el de no ser importunadas por el gobierno. Si bien ningún estado puede garantizar que un ciudadano pueda ser importunado por otro, lo que si debe garantizar es que el gobierno no importune al ciudadano. Y este matiz es esencial en democracia, pues todos los gobiernos fundan su legitimidad en la protección de los ciudadanos. La diferencia democrática radica en que la protección no prime contra la libertad, bien humano por excelencia.
La contraposición entre la libertad de expresión y el derecho a no ser molestado es sólo aparente, pues si la historia muestra el peligro de una prensa no regulada, por ejemplo en los abusos de los magnates de la edición, los William Randolph Hearst y los Joseph Pulitzer del siglo XIX, o los condes de Godó, los Lara y los Pedro J. Ramírez de los siglos XX y XXI, también muestra el peligro de regularla, eufemismo para controlarla e imponer un consenso con el pretexto de reducir el caos y la cacofonía. El peligro más obvio de desregular las comunicaciones es la circulación incontrolada de mentiras y la desorientación resultante, puesto que “no puede haber libertad para una comunidad a la que carezca la información que hace posible detectar las mentiras” (Lippmann). Sin embargo, la cuestión es quién y cómo decide qué vale como información y qué poner en el saco de la mentira. Al fin y al cabo, ¿a quién le interesa poner la lámpara bajo un jarrón? Si en el naufragio de la verdad todavía pueden encontrarse restos suficientemente sólidos como para construirse una opinión adecuada a los hechos, la mentira triunfa por defecto cuando los estados deciden qué decir y qué callar.
Buscando un argumento para justificar el intervencionismo en la comunicación mediante la revisión de una ley que él cree desfasada, Obama mencionó el teléfono como ejemplo de tecnología para la que servía la ley de 1996. Sólo que el teléfono es una tecnología del siglo XIX y la ley se refería explícitamente a las responsabilidades de la red. Hace un siglo Lippmann también abogaba por intervenir en las comunicaciones a fin de combatir la propaganda. Pero si hoy Obama considera que una ley se ha convertido en obsoleta con la evolución de la tecnología, Lippmann creía que era la idea liberal de libertad lo que había caducado. A su juicio, aquel generoso concepto, que los padres de la constitución de Estados Unidos procuraron salvaguardar de la injerencia del gobierno, sólo exigía tolerar “opiniones indiferentes”, pero en un régimen de mandato popular la opinión se había vuelto determinante y era necesario crear un servicio de información comprometido con los hechos. Este servicio lo proporcionan bien o mal las agencias de noticias, que centralizan la información y la distribuyen por todo el mundo. En 1920 no eran ninguna novedad –la American Associated Press existía desde 1846– y después no han sido ningún resguardo seguro contra la desinformación, como tampoco lo es el ‘fact-checking’ contra la proliferación de ‘fakes’ y teorías conspirativas en la red.
Respecto a la libertad de expresión, hay que pecar de más que de menos. Lo que uno quisiera regular con un criterio mañana pueden regularlo otros con el suyo. Aunque vistas de cerca, la censura de internet, la restricción del lenguaje o la limpieza de la historia con criterios “liberales” puedan parecer antitéticos de la prohibición de libros o doctrinas con criterio conservador, todas son fruto de una misma intolerancia. La pasión por excluir y silenciar a quien piensa y actúa fuera de nuestro consenso es el mayor escollo de la democracia, más cuanto más se acoge dogmáticamente a los dogmas democráticos. Porque en política, como en religión, el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
VILAWEB