Trump: el final de la alianza occidental

Con frecuencia, se ha menospreciado a Donald Trump tachándolo de ser impulsivo y carecer de sentido estratégico o visión política. Sin embargo, la apreciación de que solo es un agente del caos resulta incompleta. Para bien o para mal, fue uno de los presidentes más revolucionarios de Estados Unidos durante su primer mandato, y da la impresión de que ocurrirá lo mismo durante el segundo. En Oriente Medio, inició los acuerdos de Abraham entre Israel y cuatro países árabes, con los que sentaron las bases de una arquitectura de seguridad regional sin precedentes y que probablemente se ampliará para incluir a Arabia Saudí en el actual mandato. En Asia oriental, rompió por completo con la prolongada política de compromiso de Estados Unidos con China. Dicha política siempre estuvo basada en la errónea suposición de que la integración del gigante asiático en la economía mundial garantizaría que siguiera siendo un actor internacional benigno y conduciría, con el tiempo, a la democratización del país. Y es de destacar que el expresidente Joe Biden prosiguió por esa senda e incluso aumentó la presión estadounidense sobre China.

Podría decirse que todas las políticas de Trump provienen de profundas tendencias y tradiciones de la historia estadounidense. Desde el aislacionismo y la política de aranceles “recíprocos” sobre países con los que Estados Unidos tiene déficit comercial, hasta la frustración por la escasa inversión de Europa en su defensa y la insistencia en que Europa, Taiwán y Ucrania deben compensar a Estados Unidos por tantos años de defensa, Trump es el defensor de unas políticas estadounidenses muy arraigadas. Así, a partir de las lecciones de la invasión rusa de Georgia en el 2008, Robert Gates, el secretario de Defensa de Barack Obama, atacó en el 2010 a Europa por comprometer la capacidad de la OTAN para disuadir la agresión. “La desmilitarización de Europa”, dijo, era “un obstáculo para lograr una seguridad real y una paz duradera en Europa y más allá de ella”. La aversión europea a la fuerza militar se hizo evidente durante la guerra de Irak. Mario Andrea Rigoni escribió entonces en su Elogio dell’America que Europa es como una “anciana que, después de haberse permitido todo tipo de libertades… y una gran cantidad de horrores, querría, una vez alcanzada la edad de la responsabilidad, la fatiga y la debilidad, ver que el mundo se adapta a sus necesidades de moderación, equidad y paz”. El analista político estadounidense Robert Kagan escribió por aquella época su ensayo acerca de que Estados Unidos era como Marte y Europa como Venus, dos civilizaciones radicalmente opuestas.

Además, tampoco la actitud transaccional de Trump es algo que carezca de precedentes. Trump quiere que Ucrania pague con minerales de tierras raras como compensación por los miles de millones de ayuda estadounidense que ha recibido. Si esa actitud materialista nos sorprende, podríamos recordar que Gran Bretaña tardó sesenta y cinco años en saldar hasta el último penique todas las deudas contraídas con Estados Unidos por su ayuda en efectivo y en equipos durante la Segunda Guerra Mundial. Luchar contra Hitler y salvar el mundo no iba a ser responsabilidad exclusiva del contribuyente estadounidense. Además, los aranceles “recíprocos” de Trump tienen un pedigrí amplio y respetable. Uno de los padres fundadores más ilustres de la patria, Thomas Jefferson, estableció en 1793 la máxima según la cual “si un país impone aranceles elevados a nuestros productos o los prohíbe por completo, es apropiado que nosotros correspondamos y hagamos lo mismo con sus productos”. Desde entonces, las guerras comerciales y los aranceles elevados en las relaciones internacionales han ido y venido en oleadas cíclicas. Recientemente, la ley de Reducción de la Inflación de Biden fue denostada en Europa en tanto que muro defensivo susceptible de afectar a los sectores ecológicos y la producción de automóviles eléctricos de la Unión Europea.

En 1945, cuando Europa empezaba a salir de años de devastación, el Plan Marshall de Estados Unidos y sus aranceles extremadamente bajos tuvieron como objetivo contribuir a la reconstrucción de Occidente y, de paso, impulsar la economía estadounidense y permitir unos precios más bajos a sus consumidores nacionales. Sin embargo, Estados Unidos se enfrenta ahora a otros competidores como la Unión Europea, Japón y China. Europa grava con un 10% los automóviles estadounidenses, mientras que Estados Unidos solo aplica un arancel del 2,5% a los automóviles de la Unión Europea, que representan el 8% de las exportaciones comunitarias a Estados Unidos. Al igual que sus predecesores, Trump ha utilizado los aranceles para proteger sectores específicos, y ha aprobado un arancel del 25% sobre todas las importaciones de acero y aluminio. Los aranceles sobre China son necesarios porque ya no es el país subdesarrollado del pasado, cuando sus productos podían llegar al mercado estadounidense casi libres de aranceles y los productos estadounidenses estaban sujetos a un arancel del 10% en China. El arancel medio en India para los productos extranjeros era del 50% y en Indonesia, del 37%. En conjunto, las exportaciones estadounidenses se enfrentaban a aranceles tres veces superiores a los que se imponían a otros. Trump invitó en Davos a los descontentos a establecer sus negocios en Estados Unidos. Justo eso es lo que, de modo implícito, Biden les dijo a los europeos que se oponían a su ley de Reducción de la Inflación.

Las tácticas de Trump no son del todo descabelladas si nos atenemos a la reacción de sus rivales. India recortó los aranceles sobre las motocicletas Harley Davidson, tildados de “inaceptables” por Trump. Tras reunirse con el primer ministro indio Modi, Trump anunció que Estados Unidos sería el principal proveedor de petróleo y gas de India. Por su parte, los funcionarios de la Unión Europea están dispuestos a reducir los aranceles sobre los automóviles a los niveles estadounidenses para evitar medidas punitivas. La amenaza de Trump de imponer aranceles a Canadá y México los ha obligado a reforzar rápidamente sus fronteras para boquear el tráfico de drogas, en línea con la demanda de Trump. Taiwán se ha comprometido a impulsar las compras y las inversiones en Estados Unidos como respuesta a las amenazas de Trump de imponer aranceles globales del 100% al sector de semiconductores del país.

En Gaza, hemos visto en acción las mismas tácticas trumpianas. La disparatada iniciativa de vaciar toda la franja de sus 2,3 millones de palestinos ha dado un impulso a meses de vacilantes debates sobre la forma de gobernar y hacer segura Gaza una vez terminada la guerra. Entre los socios árabes y europeos se ha desatado un frenesí de reuniones, y el presidente francés Macron presiona para que se ofrezca “algo más inteligente”.

Este artículo no es una defensa de la diplomacia caótica ni de las guerras comerciales. De hecho, según sus partidarios, la política de Trump de aumentar los aranceles solo se traduciría en una reducción del 10% del déficit comercial estadounidense, un beneficio modesto en comparación con el coste de las batallas comerciales, que trastocan los mercados, amenazan el crecimiento global y desatan la inflación. Sin embargo, Europa debería también elegir sus batallas. Mario Draghi ha escrito recientemente sobre la incapacidad de la Unión Europea para hacer frente a sus elevadas barreras internas y sus obstáculos normativos. Esas trabas son mucho más perjudiciales para el crecimiento, afirma Draghi, que cualquier arancel que pueda imponer Estados Unidos. El FMI estima que las barreras internas de Europa equivalen a un arancel del 45% para las manufacturas y del 110% para los servicios. Y lo que es más importante, la historia indica que las graves disputas comerciales acaban desembocando en guerras reales. La Primera y la Segunda Guerra Mundial se vieron precedidas de guerras arancelarias.

El significado más profundo de la actual campaña arancelaria de Trump nace de la su decisión de retirar a Estados Unidos del papel que ha desempeñado desde 1945 como garante del orden liberal y de la seguridad de Europa y Japón. Ese orden se configuró en dos momentos históricos cruciales: 1945, cuando se estableció el actual sistema internacional, que incluía la creación de Naciones Unidas y las instituciones de Bretton Woods, y 1989, cuando tuvo lugar la caída del muro de Berlín. Durante todo ese tiempo, Estados Unidos ha sido el garante de las reglas y normas que dieron forma a las relaciones internacionales y que se basaban en la creencia de que la interdependencia económica superaría las rivalidades geopolíticas y fomentaría la prosperidad. Ahora bien, cuando el garante del sistema se aleja de él, como ocurre hoy, lo que viene después es un mundo multipolar en el que unas potencias emergentes como China, Rusia, India, Turquía y Brasil desafían el viejo orden. Entretanto, menguan la creencia en los “valores universales” y la idea de una “comunidad internacional”. En el mundo caótico de hoy, el poder ocupa el lugar de las reglas. Trump lucha por un mundo de esferas de influencia (un mundo que Rusia y China siempre quisieron como alternativa a la hegemonía unipolar estadounidense) en el cual Estados Unidos domine su hemisferio, China prevalezca sobre Asia oriental y Rusia reafirme el control sobre los países de la antigua Unión Soviética.

Trump representa una versión estadounidense del aislacionismo que ha ido apareciendo y desapareciendo a lo largo de la historia, pero que hunde sus raíces en la doctrina Monroe de 1823, según la cual el quinto presidente del país, James Monroe, declaró que Estados Unidos no intervendría en los asuntos de los países europeos y conminó a esos países a no interferir en el hemisferio occidental. Trump confirmó su adhesión a la doctrina Monroe en un discurso pronunciado en el 2018 en las Naciones Unidas.

Todo esto augura un momento difícil para todos. Las maniobras de China en torno a Taiwán se han vuelto tan extensas que pronto podrían utilizarse como pantalla para ocultar un ataque a la isla. Según el almirante Samuel John Paparo, jefe del comando del Indo-Pacífico de Estados Unidos, esas maniobras no son ejercicios militares, sino ensayos. Ahora queda claro que, mientras que la competencia de Biden con China consistía en un juego de suma cero basado en principios y derechos humanos (que suponía un cambio de régimen en Pekín) respaldado por alianzas militares en el Indo-Pacífico (como la iniciativa AUKUS y el grupo Quad), la estrategia de Trump consiste en un acuerdo entre grandes potencias que combina compensaciones económicas con un reparto del mundo en esferas de influencia. Trump ha invitado a China a que ayude a restablecer la paz en Ucrania. También ha rechazado la afirmación de que la red social china TikTok amenaza la seguridad de Estados Unidos, ha elogiado la persecución de los uigures musulmanes por parte de Xi Jinping y ha descrito Taiwán como “una isla pequeña y problemática”.

Lo que ahora está en el orden del día es una conversación del G-2, China y Estados Unidos. El precio de China por su ayuda en un acuerdo sobre Ucrania podría ser que Estados Unidos se “oponga” inequívocamente a la independencia de Taiwán, no solo que “no la apoye”. A cambio, China podría desviar las exportaciones de Estados Unidos a otros mercados y evitar los crecientes desafíos al dominio global del dólar (los Estados miembros del Brics están explorando una nueva moneda digital global unificada). China puede estar dispuesta a reducir su presencia en infraestructuras críticas de América Latina y recortar la cooperación con Venezuela y Cuba en materia de seguridad. Ni Panamá, ni Perú, ni Groenlandia son intereses estratégicos fundamentales para China. Esa implicación china se debió, ante todo, a la necesidad de contrarrestar la invasión estadounidense de su esfera de influencia en el mar de la China Meridional. China incluso consideraría enviar miles de observadores a Ucrania, quizás con homólogos indios y brasileños. En Davos, el canciller alemán Olaf Scholz apoyó el papel de China en un armisticio de Ucrania. Si todo eso suena surrealista es porque lo es. China y los halcones republicanos estadounidenses tienen todavía la capacidad de hacer descarrilar todo ese planteamiento. Lo cual es, desde luego, una extraña fuente de esperanza para los alarmados aliados occidentales.

Trump declaró a mediados de enero que podía “entender” por qué Rusia se siente amenazada por la posible adhesión de Ucrania a la OTAN. La guerra en Ucrania, añadió, fue un error costoso que ha podido prolongarse porque Estados Unidos “se dedicó a suministrar equipos para la guerra”. Trump parece estar ofreciendo un alto el fuego inicial basado sobre todo en la actual línea de contacto entre los dos bandos y a partir del cual entablar negociaciones para un acuerdo de paz a más largo plazo. Eso permitiría a Putin mantener una buena porción de Ucrania que Rusia debería subvencionar y mantener como territorio ocupado (gran parte del cual ha quedado arruinado), y también debería defender una larga frontera. Por eso Putin ha exigido un acuerdo de paz que le permita alcanzar sus objetivos bélicos de subyugar Ucrania antes de cualquier alto el fuego. Quiere ocuparse de las “causas profundas” del conflicto: el desfavorable orden de seguridad europeo para Rusia desde el final de la guerra fría. Sin embargo, a Trump eso no le interesa. Los rusos tienen que hablar con los europeos, que se supone que ofrecen garantías de seguridad a Ucrania, y no con Estados Unidos sobre el futuro de Europa. Trump le está ofreciendo a Putin un empate, una fotocopia de las condiciones en el frente de guerra, no una victoria total.

Las analogías históricas son herramientas de doble filo. Pueden ayudar a comprender el presente, pero oscurecen su significado si se exageran. Timothy Garton Ash ha señalado en un reciente artículo de El País que la maniobra de apaciguamiento de Trump de negociar con Putin el futuro de Ucrania por encima de sus dirigentes es una repetición del acuerdo de Munich de 1938 con el que Gran Bretaña y Francia traicionaron a Checoslovaquia al ofrecer a Hitler la región de los Sudetes sin siquiera consultar a Praga. Bien, dejando de lado que Trump se ha mantenido en estrecho contacto con el presidente Zelenski y aún no ha detenido la ayuda estadounidense porque no quiere que Putin “diga que está ganando” (mientras que Chamberlain desestimó con arrogancia el problema de los Sudetes como una “disputa en un país lejano, entre personas de las que no sabemos nada”) y que Garton Ash se muestra dispuesto a justificar el noble objetivo de Chamberlain de querer evitar una gran guerra europea. Aunque también sería el caso de Trump y, en este caso, es probable incluso que una guerra nuclear. La cruda verdad es que la guerra en Ucrania no iba a ninguna parte, y que el único verdadero ganador es el sector armamentístico estadounidense. Se trataba de que Occidente librara una guerra con Rusia hasta la última gota de sangre de… Ucrania. Ni por un instante los estadounidenses o los europeos se han atrevido a plantear una idea sobre un final político realista de la guerra. Esta ha sido una guerra de suma cero, similar a la guerra infinita de Netanyahu por una inalcanzable victoria total en Gaza. La forma de actuar de Trump no es encomiable: el suyo es un mundo de Machtpolitik en el que la expansión territorial se convierte en el derecho hobbesiano de las potencias más fuertes, ya sea Rusia en el caso de Ucrania, Estados Unidos con Canadá y Groenlandia, China con Taiwán o Israel con las tierras palestinas; pero, en el caso de Ucrania, sí que trastoca la ineficaz realidad de los últimos tres años y obliga a Europa a redefinir su actitud ante la guerra.

De una forma u otra, el mensaje es claro: Europa necesita liberarse de su adicción crónica a Estados Unidos. En las guerras de los Balcanes, Estados Unidos resolvió un conflicto europeo que Europa fue incapaz de abordar. Además, es con Estados Unidos, no con Europa, con quien Europa del Este se siente en deuda por su liberación de la tiranía soviética. Dejados a su suerte, es posible que Francia y Gran Bretaña hubieran obstaculizado la reunificación alemana. En el pasado, Garton Ash escribió que “un pervertido código moral europeo y estadounidense” condujo a una devastadora guerra aérea contra Serbia porque no estaban preparados para arriesgar la vida de un solo soldado. El canciller Gerhard Schröder dijo entonces que era “impensable” que las tropas terrestres alemanas participaran en la invasión de un país que la Wehrmacht de Hitler había ocupado. ¿Está ya Europa preparada para superar sus viejas inhibiciones morales en una guerra frontal contra Rusia por el bien de Ucrania? Esperemos que sí, porque podría darse el caso.

*Exministro de Exteriores de Israel

LA VANGUARDIA