El autoritarismo de Trump da miedo. De todas las palabras para calificarlo, finalmente me quedo con ‘brétol’. Según Coromines, significa «hombre brutal y capaz de cualquier mala acción». Los expertos en grafología, a partir de su firma, también lo describen así: de una personalidad beligerante, caracterizada por la brutalidad. Ven orgullo, rabia y frustración, sentimientos que le orientan a la venganza. Bien visto. A mí también me parece un fanfarrón, un bergante.
Pero, dicho esto, no sé si entre tantas predicciones apocalípticas no le estamos pintando más peligroso de lo que será. De ninguna manera veo un führer, por ejemplo. A la hora de moderar los pronósticos, me gustó el artículo que este domingo publicaba el ARA de David Brooks, periodista del New York Times: «Cómo fracasará Trump». También ya me había llamado la atención el artículo editorial de ‘The Economist’ del 24 de enero, «Donald Trump’s America will no become a tech oligarchy» (La América de Donald Trump no será una tecnooligarquía). Y hay otros que ponen algo de distancia a las perspectivas más alarmistas.
Me gustaría no equivocarme, claro. Pero hay razones que me llevan a añadirme a quienes ponen límites a las consecuencias de las tonterías de Trump. Para empezar, porque sólo le quedan cuatro años. El personaje tiene fecha de caducidad como presidente. Y un perfil como éste será totalmente imposible que se repita dentro de las filas de los republicanos a los que, por otra parte, Trump habrá desguazado como partido. Tampoco hay garantía alguna, cierto, de que el Partido Demócrata sepa aprovechar la derrota del adversario ni el fracaso en el cumplimiento de las expectativas creadas por un hombre «patético e incompetente», como lo califica Brooks.
Nuestra mirada europea tampoco suele tomar en consideración la fortaleza democrática de Estados Unidos. Es una obviedad que Trump la llevará al límite, que tensará la cuerda. De hecho, ya se ha visto. Como más que como un político piensa como un traficante, cree que puede comprar Groenlandia o el canal de Panamá, que Ucrania venderá barata su dignidad nacional o que la deportación de palestinos es una cuestión de precio. Pero, a pesar de algún éxito temporal, ya se ha tenido que tragar más de uno de sus decretos-amenaza-chantaje, como es propio de un bocazas que esconde su incompetencia en una actitud de chulo callejero. No sólo el sistema judicial de Estados Unidos es de una independencia que nada tiene que ver con lo que conocemos aquí y le parará los pies, sino que cada uno de los cincuenta estados tiene una gran capacidad de decisión que el gobierno federal no podrá violar así como así. ¡A veces parece que Trump ni siquiera conoce bien las leyes de su propio país!
El fracaso de Trump, pues, vendrá de que no cumplirá las altas expectativas que ha creado. Las batallas comerciales, por mucho que se envuelvan con la bandera del orgullo patriótico, se ganan mientras no se paguen sus consecuencias. Y los estadounidenses pagarán caro –si se produce– el aislamiento autárquico con el que amenaza su presidente. Tampoco creo que el papel que ha otorgado a los líderes tecnológicos acabe bien: demasiados gallos en el gallinero. ¿Cuánto tardará Elon Musk –que ya está a matar con Steve Bannon– en enfadar a Donald Trump, los políticos republicanos del Congreso y el Senado o los jefes del ejército? Esto, por no entrar en cuál puede ser la crisis relativamente inmediata de estos poderes tecnológicos. DeepSeek ya les ha hecho tambalear inesperadamente. Y, además, tampoco son tan poderosos como parece: la suma de Amazon, Meta y Tesla sólo representa un 1,8% de la economía estadounidense.
Hace años en una revista de prospectiva leí que el futuro menos probable es justo el que se puede determinar a partir de las condiciones presentes, porque si algo se puede pronosticar con seguridad es que estas condiciones no se mantendrán estables. He aquí, pues, que lo que no pasará seguro es todo lo que ahora podemos imaginar a partir de las actuales amenazas trumpistas. Naturalmente, esto también abre la posibilidad de que las cosas sean peor de lo esperado, claro. Pero hay propósitos de Trump para los que cuatro años no son suficientes y que quedarán afortunadamente truncados.
Si es cierto, como escribía Alain Léauthier en Marianne, que Trump, pese a su actitud de bribón, o quizá por eso mismo, ha ganado las elecciones porque representa el rechazo a la impotencia política –también tan propia de nuestros líderes europeos–, su fracaso se producirá justo en ese terreno. Muchos de sus decretos serán imposibles de llevar a cabo, otros provocarán lo contrario de lo que prometen y a menudo tendrá que dar marcha atrás. Ya sé que la política internacional no es de mi experiencia, pero, ¡al menos, ésta es mi esperanza!
ARA
(1) «Cómo fracasará Trump», el artículo de David Brooks
Cómo fracasará Trump
David Brooks
01/02/2025
Tras un paréntesis de cuatro años, nos vemos obligados una vez más a hacer de espeleólogos en las cuevas más profundas del cerebro de Donald Trump. Nos metemos en su ego, que curiosamente representa el 87% de su tejido nervioso; rascamos bajo el núcleo accumbens (1), la región del cerebro responsable de las trampas en el golf, y, entonces, en el centro del sistema límbico, encontramos algo muy extraño: mi libro de texto de historia de secundaria.
En estos últimos meses, sobre todo en su segundo discurso de toma de posesión, Trump nos ha hablado mucho del siglo XIX. Se ve que encuentra en este período todo lo que le gusta: los aranceles, el Destino Manifiesto (una doctrina según la cual Dios encargó a Estados Unidos la misión de expandirse por toda América), la apropiación de territorios de países más débiles, el mercantilismo, los ferrocarriles, la industria manufacturera y el populismo. Muchos presidentes mencionan a George Washington o Abraham Lincoln en sus discursos de toma de posesión. ¿Cuál ha sido el inmortal citado por Trump? William McKinley.
Podemos saber qué conservador es alguien si descubrimos a qué año le gustaría volver. Parece que para Trump es en algún momento entre 1830 y 1899. “Llevamos el espíritu del Far West escrito en el corazón”, afirmó en su discurso.
Es fácil ver el atractivo de esa época. Entonces éramos una nación arribista y llamativa, llena de energía, grandilocuencia y nuevos ricos. En 1840 en Estados Unidos había 5.000 kilómetros de vías férreas. En 1900 ya había unos 420.000. Los estadounidenses tenían fama de ser materialistas e insensibles, y con un ansia insaciable de crecimiento. En su libro ‘The american mind’, el historiador Henry Steele Commager escribió, refiriéndose a nuestros antepasados del siglo XIX: «Como consideraban automáticamente bueno todo lo que prometiera aumentar la riqueza, los estadounidenses toleraban la especulación, la publicidad, la deforestación y la explotación de los recursos naturales». Todo ello muy trumpista.
Era una época en la que la idiosincrasia nacional no la forjaban los círculos del ‘establishment’ en Boston, Filadelfia y Virginia, sino la gente salvaje e inculta del Far West. Tal y como afirmó el historiador Frederick Jackson Turner en 1893, la dura experiencia de la expansión hacia el oeste fue lo que confirió a Estados Unidos su vitalidad, su igualitarismo y su desinterés por la alta cultura y la cortesía. El Oeste se asentó sobre una marea creciente de charlatanes agresivos: el espíritu del empresario circense P.T. Barnum más que el del aristocrático novelista Henry James.
Entiendo por qué esa imagen de Estados Unidos salvajes, sin refinar y ambiciosos, resulta atractiva a Trump. A veces se dice que el actual presidente apela a quienes se quedan atrás, a los perdedores de la era de la información. Y éste es un nacionalismo lleno de ambición, audacia, esperanza y visión de futuro. (Ayuda si, como hace Trump, en el retrato del siglo XIX blanqueamos detalles tan insignificantes como la esclavitud y la Reconstrucción, es decir, el período posterior a la guerra civil entre el sur y el norte).
Quizá el principal atractivo de aquel siglo para Trump es que entonces EEUU era firmemente antisistema. Al otro lado del Atlántico se encontraban los antiguos estados: Europa. De vez en cuando, europeos como Fanny Trollope (novelista y madre de otro novelista bastante más famoso) visitaban el país y miraban con desprecio a la gente vulgar ávida de dinero que encontraban allí. He aquí cómo resumió el escritor inglés Morris Birkbeck su visión del espíritu estadounidense: “¡Beneficios, beneficios, beneficios!” Los estadounidenses estaban orgullosos de hacer frente a los esnobs y sus modos refinados, sus sociedades clasistas y los lujos heredados.
Se puede trazar una línea recta que une esa imagen (semimítica) de Estados Unidos con el movimiento liderado ahora por Trump. El presidente dirige también una banda de arribistas, gente antisistema, amantes del dinero y nacionalistas intransigentes. Muchos demócratas acusan a Trump de abrir paso a una oligarquía, pero los magnates y nuevos ricos como Elon Musk suelen apoyar a los populistas en contra de los bienpensantes. No es una oligarquía; el populismo es así.
Trump explota temas que están arraigados en la psique estadounidense al menos desde que Andrew Jackson llegó a presidente en 1829. Los movimientos populistas, como la mayoría de los que representan a los desposeídos, suelen ser liderados por hombres que irradian poder, machismo y riqueza. Aprovechan la característica aversión de los estadounidenses por las normas, reglamentaciones y moralismos burocráticos.
El objetivo de la actual ira populista no son las élites europeas que viven al otro lado del océano, sino las estadounidenses de las costas este y oeste. Los demócratas se equivocan si piensan que se pueden deshacer de Trump diciendo a gritos las palabras ‘fascismo’ y ‘autoritarismo’ o simulando que se escandalizan cada vez que hace algo vulgar o inmoral. Creo que, si optan por mantener la guerra cultural entre los elitistas esnobs y las masas, ya sabemos cómo acabará todo.
El problema con el populismo y toda la estructura gubernamental del siglo XIX es que no funcionó. Entre 1825 y 1901 tuvimos veinte presidentes. Tuvimos un grupo de presidentes de un solo mandato; los votantes continuaron echando a los titulares del cargo porque no estaban contentos con la actuación del gobierno. Las últimas tres décadas de ese siglo fueron testigo de una serie de recesiones y depresiones brutales que desquiciaron profundamente al país. Los gobiernos poco intervencionistas no supieron hacer frente al proceso de industrialización.
Pero he aquí cómo se recuperaron los EEUU: al final la indignación populista se profesionalizó. En el siglo XX, los miembros del movimiento progresista se centraron en los problemas que hacían enrabietar con razón a los populistas y crearon las instituciones para abordarlos con eficacia, como la Agencia de Alimentos y Medicamentos, la Comisión Federal de Comercio y la Reserva Federal. A los populistas les costaba pensar institucionalmente; los progresistas, que tenían una buena formación y una moral recta, y eran disciplinados, enemigos de la corrupción e intelectualmente rigurosos (y a veces puritanos y creídos), no tenían este problema.
Hay un motivo para explicar lo que ocurrió en el siglo XX. Estados Unidos tenía que construir un gobierno central más fuerte y una clase dirigente si querían asumir unas responsabilidades: la responsabilidad de atender a los marginados y oprimidos de nuestro país y, a medida que avanzaba el siglo, la responsabilidad de establecer un orden mundial pacífico y seguro. Los estadounidenses tienen un problema perpetuo con la autoridad, pero durante un tiempo –más o menos de 1901 a 1965– construyeron estructuras de autoridad en las que los votantes confiaban.
Ahora vivimos en medio de otra crisis de autoridad. Nuestro sistema no ha sido capaz de afrontar las desigualdades salvajes causadas por la era de la información, sobre todo entre la población con estudios universitarios y los que carecen de ella. Los populistas vuelven a estar indignados y se han movilizado. Pero, como ya ocurrió antes, no tienen una teoría convincente para afrontar los cambios.
La pintoresca colección de personajes que constituyen el gabinete propuesto por Trump tienen algo en común: se definen a sí mismos como disruptores. Aspiran a incendiar y destruir los sistemas. La disrupción está muy bien en el sector privado. Si Musk quiere fundar una empresa de automóviles y fracasa, lo único que se perderá será el dinero de los inversores y algunos puestos de trabajo. Pero, ¿y si, con tanta disrupción, desmantelamos el departamento de Defensa, el sistema judicial o las escuelas? ¿Dónde deben ir los ciudadanos?
La historia del mundo, al menos desde la Revolución Francesa, nos enseña que las rupturas demasiado rápidas son un cataclismo que empeora los sistemas de gobierno. Trump, contrario a las instituciones, está creando una monarquía electoral, un sistema en el que él personifica todo el poder y lo concentra en sus manos. Es una fórmula segura para la distorsión de los flujos de información, corrupción, inestabilidad e impotencia administrativa. Como hemos visto una y otra vez a lo largo de los siglos, existe una gran diferencia entre los que actúan con voluntad de ruptura y los que actúan con voluntad de reforma.
Si yo dirigiera al Partido Demócrata (que Dios les ayude), diría al pueblo estadounidense que Donald Trump tiene razón en un montón de cosas. Ha identificado con precisión los problemas en temas como la inflación, las fronteras y las consecuencias de las muestras de superioridad cultural, consecuencias que los miembros de las élites ilustradas, con sus prejuicios, han sido incapaces de prever. Pero cuando se trata de crear estructuras para resolver estos problemas… lo cierto es que es sólo un hombre patético e incompetente.
Copyright The New York Times
David Brooks es periodista
Lídia Fernández Torrell Traducción al catalán. Al español, de Nabarralde.
(1) https://ccadicciones.es/cual-es-la-funcion-del-nucleo-accumbens-y-como-influye-en-las-adicciones/#:~:text=Qu%C3%A9%20es%20el%20n%C3%BAcleo%20accumbens&text=El%20n%C3%BAcleo%20accumbens%20se%20encuentra,para%20convertirla%20en%20una%20acci%C3%B3n.