La principal debilidad de la parte catalana de la mesa de diálogo es la falta de mecanismos efectivos para presionar a Pedro Sánchez. La única herramienta que tiene el govern de Pedro Aragonés, y particularmente ERC, para intentar que la Moncloa ceda en algo es la aritmética al congreso español. Y, a corto plazo, la negociación del presupuesto, unas cuentas que Sánchez necesita para culminar la legislatura, pero que evidentemente no pagará con el precio de un referéndum pactado en Cataluña. Un referéndum que no ha entrado nunca en ninguna de las coordenadas políticas del Estado español, que siempre ha rechazado taxativamente y que el govern catalán pretende continuar reclamándole después del cambio y del vuelco de orientación que ha hecho el Consejo de Ministros para volver definitivamente la hoja de los indultos. Por eso a Aragonés le convenía que la movilización de la Diada fuera multitudinaria.
El govern de la Generalitat rema contra corriente. Prueba que, para quitar peso político a la mesa, el gobierno español ha tenido suficiente con mantener la incógnita sobre la asistencia del presidente y la incertidumbre sobre la fecha de la reunión. La imagen que más conviene a Sánchez es la de un movimiento independentista desactivado y dividido después de los indultos y a caballo del intento negociador. Exactamente la imagen contraria es la que necesita Aragonés.
Por eso se puede interpretar que la movilización de la Diada refuerza la posición del govern en la mesa que se debería reunir al final de semana. Y esto es así aunque en la manifestación convocada por la ANC no hubiera ningún clamor ni mensaje compartido de apoyo a la negociación con Madrid, al contrario, como lo evidenciaban el lema de la manifestación, las proclamas mayoritarias y la llamada de Elisenda Paluzie al gobierno para que «haga la independencia». Esta es la primera paradoja que se puede extraer. La presión que añade la manifestación sobre la mesa es la amenaza indirecta de la vuelta a la vía unilateral. Y es así aunque la unilateralidad haya quedado descartada, al menos para la primera parte del mandato de Aragonés, y haya el peligro de que las discrepancias estratégicas amenacen la continuidad de la legislatura si los partidos y las entidades independentistas no llegan a tiempo de cerrar un nuevo acuerdo compartido.
La segunda paradoja es que la desmovilización que ha tenido el movimiento en la calle hasta la Diada se puede explicar en parte (y más allá de la pandemia) por la actuación de los partidos. Y ahora son precisamente los partidos los que más necesitan exhibir el músculo de la calle para reforzar su posición negociadora porque, para presionar a Madrid, no les basta con las herramientas de la praxis política cotidiana ni con el apoyo electoral, aunque el independentismo superara el umbral del 50% el 14-F. Se trata, como se puede intuir, de una necesidad de que en realidad se puede volver en contra, porque es a los partidos y al govern catalán a quienes se dirigían mayoritariamente los manifestantes.
El tiempo dirá si la manifestación del sábado es realmente un punto de inflexión en esta etapa de transición del movimiento independentista. A pesar de las expectativas más pesimistas, la ANC demostró una gran capacidad de movilización, y lo hizo exigiendo con fuerza el retorno a la unilateralidad, en contra del programa del govern. Habrá que ver hasta qué punto los dirigentes y los partidos preservan la capacidad de influencia sobre los grupos más movilizados tras la decepción que les acarreó el desenlace de octubre del 2017 y en medio de una crisis de referentes y liderazgos compartidos. Porque son estos los que realmente salieron a la calle.
La tercera paradoja es que un posible retorno a la vía unilateral, para ganar legitimidad interna dentro del movimiento, necesitaría el fracaso de la vía de diálogo para justificarse. Porque, a pesar del relato político aparentemente hegemónico, y a pesar de que la experiencia de 2017 y la represión posterior señalaron sus límites, no ha sido desacreditada como vía. Aragonés necesita a los unilateralistas para presionar a Madrid siempre que no desborden su gobierno. Otra cosa es que, más allá de esta mesa de diálogo, el ejercicio de la unilateralidad se mantenga como el único mecanismo de presión para intentar forzar una negociación efectiva con el Estado, a pesar de que el govern de Carles Puigdemont no lo consiguiera. La unilateralidad y la negociación pueden ser vasos comunicantes. Dos caras de una misma moneda. Pero el orden es la clave: la negociación real difícilmente llegará si antes no hay unilateralidad y conflicto, y no a la inversa.
Vilaweb