Tres consecuencias del postproceso

No revelaré ningún secreto si reconozco la confusión a la hora de definir el momento que atravesamos. Si desean algún concepto que ayude a situarnos, propongo el de limbo, este espacio indefinido, algo una sala de espera, entre el postproceso y la República declarada y todavía no efectiva. Si me lo permiten, me atrevería a parafrasear a Antonio Gramsci para ubicarnos en el peligroso lapso temporal entre la República que no acaba de nacer y el franquismo monárquico que se resiste a desaparecer: en este intervalo es donde aparecen los monstruos. Diría que, además, no son unos monstruos metafóricos, sino los viejos conocidos del fascismo que trata de reivindicarse mediante el rancio y apolillado nacionalismo español, combinado con el nuevo reaccionarismo que emerge en Occidente, con ideólogos estadounidenses e iliberales europeos.

El empuje de nuestro nuevo republicanismo ha transformado radicalmente el panorama… O quizás no tanto, porque se ha limitado a hacer visible lo que vivía en la penumbra: que vivíamos en una democracia de feria, en una libertad vigilada. El republicanismo catalán lo ha transformado todo, a todos los niveles, y nos ha llevado a un conflicto que muchos pensábamos que podía pasar y que a muchos otros les ha sorprendido, aunque íntimamente sabíamos que los viejos fantasmas y los zombis podrían resurgir del Valle de los Caídos en cualquier momento.

Pasan y han pasado muchas cosas. Sin embargo, me centraré en tres ideas, tres consecuencias que, desde mi perspectiva de historiador, creo que son las más relevantes a la hora de evaluar las transformaciones profundas en la psicología colectiva: la ruptura emocional, la reconfiguración de la identidad y la corrupción moral. Las tres representan fenómenos históricos muy significativos que reflejan en profundidad la magnitud del cambio, que hace que las cosas no puedan tener marcha atrás.

La primera, quizás la más perceptible de todas, me gusta denominarla ‘la ruptura emocional’, aunque algunos otros, como Francesc-Marc Álvaro utilizan la expresión de ‘desconexión’. Pienso que la mayoría de ciudadanos de este país no teníamos ningún problema en identificarnos con una identidad dual entre Cataluña y España. Hablamos ambas lenguas, compartimos referentes, vivencias, familias y amigos. Se trataba de un mundo donde, si bien no faltaban rencillas episódicas y algunas desavenencias, nos permitían permanecer cómodos en una identidad ambigua. Sin embargo, a partir del momento en que el señor Aznar hizo resucitar un franquismo sin complejos, a partir del momento en que el nacionalismo español recuperó cierto esencialismo religioso y se empezó a usar la opinión publicada para atacar a Cataluña y sus elementos fundamentales -por ejemplo, las campañas contra la inmersión lingüística-, las cosas empezaron a cambiar. Quiero recordar que estos elementos de anticatalanismo quedaban empapados de franquismo. Para mí, uno de los momentos históricos fundamentales fue en 1995, cuando se desencadenó la polémica de los papeles de Salamanca e incluso alguien como Torrente Ballester llegó a afirmar ante miles de personas que ‘los papeles les pertenecían por derecho de conquista’. Entonces estos lazos personales, emocionales, comenzaron a crujir. Las políticas de desgaste y erosión de la autonomía, con un Aznar desbocado a principios de este siglo, influyeron bastante en los resortes del Estado profundo español para hacer involucionar, la relación no sólo entre España y Cataluña, sino entre la misma España franquista y la que había sido enviada a las cunetas de todo el país. Porque, y esto conviene que no se olvide, Cataluña se convertía en una pieza más en la reacción contra las tímidas y abortadas políticas de memoria histórica que pretendían cuestionar el ‘statu quo’ presente con base en las indagaciones sobre el pasado.

Yo creo que la mayoría de la sociedad catalana es poco nacionalista. Yo mismo siento una gran incomodidad, al más puro estilo Georges Brassens, a grandes masas, movimientos, banderas e himnos. Ahora, como la inmensa mayoría de los catalanes, independientemente de la procedencia de los apellidos, somos hijos y nietos de los republicanos, de los defensores de la democracia o de los principios de libertad, igualdad o fraternidad frente al fascismo que impuso el terror y la represión de 1939 a esta parte. El anticatalanismo, la hostilidad contra todos nosotros, se ha ido afianzando a medida que resurgía el fascismo del Estado profundo, presente por tierra, mar y aire en el fondo de los poderes reales: las fuerzas armadas, la policía, los jueces, los negocios, los altos funcionarios, la Iglesia y, muy especialmente, los medios de comunicación. A mi me gusta ser muy provocador, porque considero que Cataluña es España, aunque no la España que se imaginan, sino la España republicana que sobrevivió al holocausto español. ¡Ojo! Este concepto no es mío, sino de un historiador e hispanista tan prestigioso como Paul Preston. Por eso nos odian tanto y hacen resucitar el lenguaje de la ‘cruzada’. Somos la disidencia molesta, el recuerdo del antifascismo que ha llegado a la conclusión de que la opción más realista es la independencia.

La peor cosa de todo esto ha sido, recordando a Martin Luther King, no los insultos de nuestros enemigos, sino el silencio de nuestros amigos. Antes, y sobre todo después del primero de octubre, y con excepciones contadas, aquella red de amigos, conocidos, saludados, colegas, que creía que nos eran cercanos, sea por miedo, convencimiento, o unanimismo, o han callado o se han incorporado al corazón de los que nos acusan de todos los males. Esto ha hecho un daño terrible: Una ruptura personal verdadera, una desconexión brutal. Personas próximas, que tienen el castellano como lengua habitual, ya no miran los medios españoles. Especialmente los más jóvenes, que, si se quieren informar, tiran de los medios en inglés o francés. Han tirado los libros de Pérez Reverte o no han vuelto a escuchar nunca más a Sabina.

Segunda cuestión: la reconfiguración de la identidad. La propaganda catalanofóbica (que, por cierto, utiliza mecanismos intelectuales idénticos a los del antisemitismo) nos acusa de aislarnos de manera narcisista en un nacionalismo catalán autorreferencial. ¡Radicalmente falso! Salvo, quizá, de núcleos anecdóticos, Cataluña es hoy menos española, aunque esto no significa que sea más catalana. Simplemente, es más europea o intercultural. Como decíamos antes, y especialmente entre las generaciones más jóvenes (y que la demoscopia señala como independentista por mayoría absoluta), acostumbrados a compartir espacio y tiempo con personas de todo el mundo, no tiene sentido volver hacia una identidad española como gustaría a los de Cs. No vemos los toros, sino Netflix. No miramos a Madrid, sino en París o Nueva York. Las sevillanas nos resultan tan cercanas, o tan lejanas, como el tango o el regueton. La catalana, una identidad híbrida y dinámica, es cada vez más postnacional, en el sentido que nos parecemos más, culturalmente hablando, a los australianos, los argentinos o los canadienses que a los españoles o a los alemanes. No creemos en el ‘ius sanguinis’, como alemanes o españoles, sino en el ‘ius solis’, como estadounidenses o canadienses, porque, ni queriendo, fruto de una mezcla secular, podríamos ser etnicistas. Para los independentistas, la cuestión de la construcción de la identidad nos resulta menos angustiosa que para el nacionalismo español, porque estamos acostumbrados a reinventarnos cada generación. Ahora, lo que angustia al nacionalismo español es la constatación de las transformaciones profundas en la población catalana. Porque es cierto que hay 117.000 extremeños residiendo en el país. Pero, ¿por qué deben tener más derechos, o menos, que los 207.000 marroquíes? Entre los residentes en Cataluña, según el Idescat, hay 1.301.000 nacidos en el territorio español. Pero los nacidos en los otros lugares del mundo ya son más: 1.378.000, y la cosa va en aumento. El problema de la identidad no es en Cataluña, está en Cataluña, sino que España es consciente de que Cataluña evoluciona en una dirección que le horroriza: es menos española y más global.

Finalmente, la reflexión más inquietante: la corrupción moral. Dada la angustia de la constatación de que Cataluña se va, España, con su régimen del 78 -en el fondo la continuidad y actualización del régimen del 39- utiliza la represión para nadar contra la corriente de la historia. A mi me gusta muy especialmente una frase de Benjamin Franklin que decía que ‘aquellos pueblos que sacrifican la libertad en nombre de la seguridad no merecen ni la libertad ni la seguridad, y acabarán perdiendo ambas’. Pues España, entre miles de ‘rojigualdas’, renuncia a la democracia para preservar la unidad. De momento ha perdido la primera, y muy probablemente este sacrificio será inútil porque también perderá la segunda. Sin embargo, la vía de la violencia, especialmente hablo de la violencia institucional, lo ensucia todo. Mientras se encarcela a gente inocente, se persigue la disidencia, y la gente se traga las mentiras en las que quiere creer. Esto quiere decir que el nivel de corrupción moral de la sociedad española es cada vez mayor. Sea el miedo, sea el odio y el desprecio contra los catalanes, va manchando las manos, no sólo de los responsables políticos, judiciales, administrativos o culturales, sino de la misma gente, que, como hemos visto, se abraza al monstruo fascista, sean votantes de Vox o diputados socialistas de Extremadura. Aun así, de manera más discreta, por poner un ejemplo, entre buena parte de la gente del PSC, o de algunos catalanes a los que les da miedo uno de los fundamentos de la democracia, que es la autodeterminación, las cosas son tal vez peores. Hay algunos responsables políticos o dirigentes comunitarios que acaban sumándose al bloque del 155 por obediencia. Y como nos recuerda el pedagogo Lorenzo Milani, la obediencia no es nunca una virtud. Y eso les hace caer vergonzosamente en una prevaricación moral, porque colaboran de manera perversa con lo que Hannah Arendt denunció como ‘la banalidad del mal’.

Sin embargo, la violencia, aunque sea simbólica, también nos ensucia y mancha a todos nosotros. Yo, poco amante de banderas y muy crítico con el patriotismo, también confieso que esta demostración de odio contra nuestro país nos genera unos sentimientos oscuros, al menos de un resentimiento profundo que difícilmente podremos olvidar ni perdonar. La violencia, aunque sea verbal, nos acaba afectando la razón y enturbiando las acciones. También nos corrompe a nosotros; deberíamos ser conscientes de ello. Y este también es un monstruo que surge entre la República que no acaba de nacer y el franquismo que se resiste a morir.

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