Torrealdai

«Hasiera da amaia, amaia da hasiera»

[El principio es el final, el final es el principio]

Acabaré hablando del tema real de estos días -un rey huye, la corte entera se queda, el hedor flota, no quedan alfombras y el sistema se blinda con ambientador de duro- aunque, aparentemente y sólo aparentemente, el tema de fondo, una despedida dolorida e indeseada, parezca inconexo. El último día de julio, desgraciadamente, nos dejó Joan Mari Torrealdai. Pena decir adiós, no sabría decir su equivalencia catalana sin miedo a errar y a asumir el riesgo de comparar atrevidamente: ¿entre un Joan Solà y una Eva Serra, entre un Josep Benet y una Capmany, entre un Joan Fuster y una Aina muelle? No lo sé. En cualquier caso, una eminencia de la cultura vasca y, sobre todo, una referencia indiscutible tras una vida resistente y entera dedicada al euskera y al tejido cultural vasco, bajo dictacracia o bajo democradura. Para muchos, a pesar de todo y contra todo, llegó el zurrón de nuestras vidas, donde se llega para no marchar nunca, un mal febrero de hace diecisiete años. Un febrero nunca cerrado. Y abierto todavía.

El mundo -la vida, el trabajo, la tarea; el pasado, el presente, el futuro- le dio la vuelta drásticamente la madrugada del 20 de febrero de 2003. Y para siempre. ‘If they come in the morning’, entona una balada irlandesa; qué quiere esa gente que llama de madrugada -ahora que se nos ha ido también Lluís Serrahima-; o democracia es que llamen a las seis de la madrugada y sepas a ciencia cierta que es el repartidor de la leche, como avisaba el dicho británico. Y no. Era 20 de febrero. Era la una de la madrugada. Eran las unidades especiales de la Guardia Civil. Y revolviéndolo todo y a punta de metralleta, se llevaron a Joan Mari. Y todos sus archivos. En el Reino de España estaban cerrando y torturando ‘Egunkaria’. Y nos lo encarcelaron. Así llegó él, Joan Mari Torrealdai para siempre, a nuestras vidas. «¿Quién nos resarcirá de todos estos años de desinformación y desmemoria?», advertía Raimon.

Después de todo, como una analítica demoledora, un solo caso puede terminar explicando casi todo un régimen. No me abstendré de recordar lo que muchos olvidan deliberadamente cada vez que se llenan la boca de España Global y podios ficticios de democracia simulada. Sí: ocho años después de los golpes y las torturas, de los latigazos de las cloacas y las impunidades de estado, todos los detenidos no sólo fueron absueltos en todos los términos por la Audiencia Nacional, sino que la misma sentencia añadiría contundentemente que el cierre del único diario escrito en euskera no tenía encaje jurídico ni «habilitación constitucional directa». En los párrafos finales, hecho poco habitual, los jueces añadían una consideración: las denuncias por torturas eran demasiado verosímiles. Vale la pena recordar que, poco después, Estrasburgo condenaría al Reino de España por no investigar las torturas sufridas por el admirado Martxelo Otamendi. Y no resulta de más tener presente, cara y cruz, el densísimo y espesísimo silencio -con la única excepción del comunicado de las cabeceras catalanas, descontando ‘La Vanguardia’ – de un periodismo que no calló, sino aplaudir, celebrar y animar. De hecho, todavía calla hoy.

En el riguroso directo y en momentos difíciles, que es cuando se demuestran de verdad ciertas cosas y cuando hay que defender ciertos principios, sólo el Parlament de Cataluña, a propuesta de los movimientos sociales, se posicionó contra la operación. Y aún con Jordi Pujol forzando que se borrara cualquier referencia a la práctica de la tortura en la declaración institucional aprobada. La respuesta social catalana -mociones, manifiestos, movilizaciones y una edición especial de 40.000 ejemplares gratuitos de ‘Egunkaria’ en catalán por aquel Sant Jordi extraño- fue desbordante y contrasistémica. Joan Mari siempre decía que en Cataluña encontró un oasis para beber agua y una burbuja de oxígeno para respirar aire, en medio de la ley seca del silencio y un asfixiante clima irrespirable. Eran los últimos despropósitos de la segunda aznaridad, que entre Irak y ‘Egunkaria’ terminó expulsada del poder formal. En el poder judicial se incrustaron y quedaron. Hasta ahora. ¿Y eso llamado ‘cultura y progresía’? Con honrosas excepciones, que se lo pregunten a Fermin Muguruza: aún retumba la monumental pitada que recibió en los Premios de la Música en Madrid cuando recogía y dedicaba el galardón recibido a los trabajadores de ‘Egunkaria’. El ‘A por ellos’, como programa, comenzó hace mucho: fue Imanol Arias -este al que ahora, ‘cuéntame cómo pasó’, piden 28 años de cárcel por siete delitos de fraude fiscal- quien le espetó en una de las movilizaciones contra ETA, cuando ‘todo era ETA’.

Pero había otro silente silencio irrompible. El propio. El de Torrealdai. Duró cinco largos años y a él atribuía, psicooncología de la represión, el cáncer que se lo ha acabado llevando. Bloqueo o fractura, trauma o choque, Torrealdai no pudo pronunciar «tortura» -y reconocerse en ese pozo sin fondo- y no pudo narrar y compartir todo lo que le habían hecho hasta un mes de prisión y dos mil días después los hechos. El testimonio aún conmueve. Un coral destrozado. Un espejo roto. Y luz entre los despojos. Creo que aprendí de Josep Maria Esquirol -y no hace mucho- que no, que no todo siempre sale bien: que hay caminos sin retorno, callejones sin salida, heridas que nunca se cierran, dilemas irresolubles y muros sin solución. Sí sé, sin embargo, que del caso ‘Egunkaria’ el dolor de Torrealdai ha quedado registrado como huella imborrable y herida abierta. Y ni siquiera la dejan ser cicatriz.

Y me explico. Entre las absoluciones -europeas y tardías- acumuladas por Arnaldo Otegi, sobresale la que lo exoneró por afirmar que el rey era el jefe de los torturadores. Ese día, ‘modus ponens’, Estrasburgo absolvía también a Aristóteles. Y un silogismo preciso y acertado: si agentes de la Guardia Civil torturan y el rey es el jefe de las fuerzas armadas, el rey es, irremediablemente, el jefe de aquellos torturadores impunes. ¿A dónde quiero ir a parar entonces? ¿Cuál es la conexión directa y en el meollo entre un régimen que dura demasiado y un amigo que marcha antes de tiempo? Una y trina. Los que robaron sus archivos, los que lo detuvieron, los que lo humillaron, aunque cobran nómina -o pensión- como funcionarios públicos al servicio del Reino de España. Y los que lo torturaron lo hacían bajo la foto de Juan Carlos I de Borbón. Y en su nombre. No encuentro peor corrupción sistémica que todo lo que le hicieron a Torrealdai. Tampoco mejor alternativa que la república de las palabras que soñaba Joan Mari. Ellos volverán a ordenar «Viva el rey». Pero uno siempre responderá, ya invenciblemente y gritando contra el viento, «Viva Torrealdai». Agur eta ohore, lagun.

ARA