Cataluña es una nación. Más allá de cualquier otra consideración, que hay muchas y de todo tipo, culturales, lingüísticas, históricas y todo lo que se quiera, lo es porque quiere. Porque así lo han decidido mayoritariamente los catalanes. Porque así lo han expresado de manera persistente. ¿Una constatación? La mayoría del Parlamento ha votado hace escasas semanas una resolución que atribuye a los catalanes el derecho a decidir y propone una consulta soberanista en la próxima legislatura. Si la Rioja quiere ser una nación, sólo lo hará saber democráticamente. Pero no lo hace. Y si no lo hace, quiere decir que no se siente.
Contra la afirmación de la mayoría de los catalanes, contra esta pretensión nacional, en España -en la España castellana, que es mayoritaria demográficamente en el conjunto del Estado- hay unos presuntos argumentos que no han cambiado mucho en el último siglo y medio. El primero -el más básico- niega sencilla y sistemáticamente el hecho. La nación es España y no Cataluña, dicen. Y lo refuerzan ahora con una apelación a la Constitución, que ha acabado siendo sólo la garantía legal de la integridad del Estado. Afirma la Constitución que «la nación española es indisoluble» y que «la soberanía corresponde al pueblo español».
«Si alguien quiere cambiarla -afirman-, que lo haga con la mayoría y el sistema que la propia Constitución determina». Esto es cierto en un caso convencional, pero también es cierto que si una parte de este «pueblo» se siendo otro pueblo, la contradicción es evidente. Y se ha de resolver democráticamente de una manera diferente. En todo caso, no hay ninguna voluntad colectiva mayoritaria que se pueda reprimir siempre, por mucho que se haga apelando a un texto sagrado y en nombre de la democracia y la ciudadanía. Democracia y ciudadanía, puede haber tanto en la España actual, como en una España sin Cataluña como en una Cataluña sin España.
España -el Estado y sus instituciones, la sociedad «española», es decir, la de raíz castellana, que es la hegemónica- es consciente de que no tiene suficiente, con esta apelación. Que todas las sociedades democráticas saben que los conflictos no se resuelven con textos sagrados sino con democracia. Incluso conflictos tan básicos y profundos como una discrepancia sobre el sujeto de soberanía. España dice que son «todos» los españoles. Cataluña dice que lo deben ser los catalanes.
Si la voluntad mayoritaria del pueblo catalán persiste y no cede, hay que recurrir a otros recursos. El primero es el miedo. Como el Estado tiene el monopolio de la violencia y el español no ha dudado en hacer un uso desmesurado del mismo en los últimos dos siglos, la invocación a las calamidades que se pueden derivar de la discrepancia y la desobediencia puede ser muy efectiva. ¿Asustará a una cantidad suficiente de catalanes? Lo veremos mañana. Y se podrá ver también si la intención soberanista catalana persiste a partir del lunes.
Hay un tercer recurso, que es la descalificación, la desautorización moral. Cataluña puede sentirse tan nación como quiera, pero no puede separarse de España porque no es lo suficientemente madura, porque no puede garantizar los derechos básicos a sus ciudadanos. Este recurso es muy utilizado. La doctrina que apunta a Cataluña como una ciénaga ha ido tomando cuerpo y vuelos. Se trata de decir que fallan los resortes democráticos básicos y que una red de intereses, una omertà autóctona, tapa una corrupción intensa y generalizada. Según esta estrategia, aún más practicada últimamente, los políticos catalanes, la «burguesía» del país, las entidades «subvencionadas» y todo tipo de listillos y delincuentes, han construido un paraíso opaco -un «oasis» inmoral- que nadie denuncia desde dentro porque también la prensa local es cómplice y se beneficia.
Si las principales estructuras e institucionales «regionales» están podridas y todos tapan a todos, esta enorme anomalía deslegitima cualquier pretensión nacional colectiva. Es más, cualquier pretensión nacional colectiva sólo tiene como objetivo mantener el estado de corrupción generalizada. Por ello, afirman con contundencia, en realidad lo que hace el catalanismo es taparse las vergüenzas con la bandera.
En el filme ‘Lawrence de Arabia’ esta estratagema colonial queda bien explicitada. Los servicios secretos británicos utilizan a Lawrence para unir y sublevar a todos los clanes autóctonos contra la ocupación turca. Pero, una vez lo ha conseguido y ha conquistado la ciudad de Aqaba, le hacen ver de la manera más descarnada que la tropa que ha liderado no está preparada para administrar un país. Una enfermera airada aparta de un empujón a un estupefacto Lawrence para organizar con solvencia un hospital de campaña. Los británicos pueden hacerlo. Los árabes no saben. El dominio colonial pasa, pues, de unas manos a otras.
El mensaje que reiteran una y otra vez determinados políticos, instituciones y medios de comunicación, es que Cataluña no está preparada para administrarse sola. Más aún, que la sociedad catalana necesita ser tutelada porque sus dirigentes y sus estructuras están tan corrompidos que no pueden garantizar un funcionamiento mínimamente democrático. La campaña de El Mundo es eso también. El único inconveniente -el único inconveniente para ellos- es que quien debe garantizar el orden y la democracia es aún más desordenado y más anómalo. Porque en el último episodio de «denuncia» de la corrupción del catalanismo lo que ha quedado más en evidencia son las instituciones del Estado: la prensa, la fiscalía, la policía, el gobierno… Quizás es que los británicos de Aqaba no son ellos.