Es una fantasía pretender que la presión del movimiento podrá cambiar la lógica y la dinámica de los partidos
1. Lo primero que se le ha acabado al independentismo es la certeza de que lo que es bueno para él forzosamente debía ser bueno para la Cataluña imaginada durante estos años a partir de su hegemonía (tan central e indiscutible como escasa de dominio). Y no lo digo basándome en el bajón visible a los ojos de todos en las elecciones de los últimos tres años: a propósito de las municipales de 2023, publiqué en este diario un artículo -temerario- (1) donde tildaba de “vanguardia” un grueso de 350.000 abstencionistas. Más real, en cambio, ha sido la incapacidad del movimiento para imponer el proyecto de liberar a Cataluña del yugo español en unos plazos, con unos medios y frente a un enemigo que ningún estratega serio habría podido firmar sin que le temblaran las barbas a Pau Claris de tanta risa. Y, con una no menor evidencia, constato que el estruendo esparcido por el Proceso ha dejado inservible la gobernación autonómica del país a españolistas, incapaces de enderezar nada, porque no entienden el momento histórico inaugurado hace dieciocho años; ha puesto en evidencia que los independentistas nominales eran no menos incapaces de capitalizar la confianza de la gente ni de recuperar su abstención; y ha demostrado que el propio movimiento independentista también era incapaz de superar la indolencia y la incompetencia institucional, contener la represión feroz del Estado, recuperar la desconfianza de los no movilizados y neutralizar la tendencia de un grueso de ciudadanos por el nacionalismo español.
2. Lo segundo que se le ha terminado al independentismo es la capacidad temporal de convertir la gente movilizada y autoorganizada en sujeto político decisivo para determinar la política del país. No me dejará mentir el hecho de que los partidos nominalmente independentistas, tan incapaces de capitalizar el voto como de dirigir el movimiento, hayan petado la valla de la política español(izador)a y, de paso, del autonomismo constitucional. O al revés, si quieren: a partir de las renuncias de 2017, esos partidos se atrincheraron en su razón particular, con toques incluso narcisistas; olvidaron el movimiento que había dado sentido a todo el proceso histórico reciente pretendiendo sustituirlo, en la conciencia pública, por personalismos u organismos entidades ‘ex novo’ que no supieron captar el latido del país; y todos juntos se encerraron en el castillo de sombras de la Ciutadella con un enemigo interno desatado gracias al apoyo directo del Estado contra la migrada soberanía del parlamento autonómico. De aquí a fiarlo todo a “negociar” con quien les había dañado, había un paso, que se dio sin pena ni gloria olvidando que sólo la cohesión y solidaridad del movimiento eran la garantía de que, tarde o temprano, podíamos dar la vuelta al triunfo momentáneo del Estado; cediendo el poder del parlamento a las decisiones legalistas del enemigo; aceptando unos juicios que harían aullar de pena a Hans Kelsen; y desmovilizando las iniciativas y acciones de base de norte a sur del país. Pero la cuestión primordial era y es: ¿cómo lo hicieron para arrastrar el movimiento hacia la pura inanidad política?, ¿hacia la subordinación y la pasividad?, ¿hacia la desidia y la indiferencia?, ¿hacia la rabia y la impotencia? Rendiéndose demasiado temprano cuando el movimiento estaba en el punto álgido de su poder disuasorio. Aceptando con una resignación de vencidos la arbitrariedad de la razón de Estado española. Volviendo al rincón autonomista. Ignorando olímpicamente a quienes debían el momento (efímero) del poder propio frente a España.
3. La tercera cosa que se le ha terminado al independentismo es la distinción entre “movimiento” y “política”, como si aceptáramos una especie de división del trabajo entre la gente movilizada y los profesionales. Si no hacemos política desde el movimiento, con plena conciencia y pensamiento propio, nos la harán, como decía el otro, los profesionales. Ya hemos sufrido sus consecuencias en propia carne (nunca mejor dicho, cuando la gente se sintió abandonada por las propias instituciones o éstas se convertían en un juguete de pim-pam-pum a manos de los jueces españoles). Es una fantasía pretender que la presión del movimiento podrá hacer cambiar la lógica y la dinámica de los partidos, porque el movimiento ha pivotado sobre el poder de decisión de la gente para superar las instituciones autonomistas (incardinadas en la constitución española) y no para cederles el poder de la calle. Quizás las entidades que lideraban el movimiento no se daban cuenta; en caso de que se dieran cuenta, no se sintieron capaces de hacerse cargo de su sentido último; o quizás no hervían con el espíritu de la gente… El caso es que el poder autonomista tiene sus reglas, protagonistas, beneficiarios, medios de comunicación y personal estabulado, pero el movimiento había creado sus propias reglas haciendo surgir nuevos liderazgos, excluyendo aventureros y aprovechados, llevando el mensaje de libertad y justicia, y convirtiendo a ciudadanos de todos colores y edades en auténticos militantes. Por eso tembló el Estado; y por eso les temblaron las piernas a los partidos autonomistas convertidos en independentistas de la noche a la mañana.
4. Tras la brutal escisión entre partidos-institución y calle, ahora toca al movimiento de recuperar la energía histórica y la convicción en las propias fuerzas. No queda sitio para unidades desde arriba, oportunidades autonomistas, o probaturas de laboratorio. La política exterior catalana forma parte inextricable de la UE: y no hace falta hablar de la OTAN. La economía está dirigida y controlada por la UE a través de Madrid: y no hace falta hablar de fusiones bancarias. El cambio demográfico galopante está descontrolado a nivel global, pero bien distribuido desde el Ministerio del Interior: y no hace falta hablar de estrategia desnacionalizadora. Las leyes del parlamento son carne de cañón para el TC antes de ser convenientemente «adoptadas» por el Congreso: y no hace falta hablar de desnaturalizarlas y corromperlas. La capacidad de regular aeropuertos, trenes e infraestructuras es nula: y no es necesario hablar de inversiones. No hay poder propio catalán en ningún ámbito decisivo para cambiar la vida de la mayoría: se pueden poner pegotes, pero no podemos hacer un traje nuevo.
5. Los partidos nominalmente independentistas, que hagan lo que deben hacer: por decencia histórica y para conservar su valor simbólico, al menos que no dejen las instituciones propias en manos del enemigo. Si pueden hacer govern, que apliquen la ley en materia de lengua (probablemente el último reducto nacional de resistencia); que entren a saco en la enseñanza para revertir su desidia y desmoralización; que olviden proyectos degradantes al servicio del capitalismo especulador; que no permitan desahucios con intervenciones de los Mossos; que desobedezcan a jueces y nieguen validez a la ley española como están haciendo ahora mismo los acusados por el Tsunami.
Entretanto, a cada espacio de lucha, lo que le corresponda, sin romper puentes ni hacer exclusiones. No se puede mezclar el aceite del movimiento con el agua institucional. Ni siquiera un comportamiento modélico como el del president Puigdemont desde el exilio le ha dado suficientes réditos ganadores porque, como he dicho en otro sitio, le ha faltado osadía para desafiar al Estado en su terreno: el uso descarnado de la propaganda en beneficio de la propia idea (imaginen a Puigdemont en la plaza de Sant Jaume el pasado domingo para “independentizar” las elecciones como las había “españolizado” Pedro Sánchez durante sus cinco días de “meditación”). Ya nos reencontraremos en las muchas curvas del camino conjunto mientras vayamos creando al margen de las instituciones, pero no contra ellas, y, cuando sea necesario, codo con codo, la emulsión que una libertad y justicia para todos. La unidad estratégica surgirá de la propia lucha, de un programa y de una organización que sepa hacerse cargo de ellos por encima de particularismos y espacios cerrados. Ahora no tenemos todo esto. Es necesario rehacerlo, pues, e imponer las propias reglas; crear nuevos liderazgos; excluir a aventureros y aprovechados; difundir el mensaje de libertad y justicia; y educar militantes que piensen lo que deben hacer, que decidan cómo deben hacerlo, y que sepan defender lo que han hecho.
(1) https://www.vilaweb.cat/noticies/avantguarda-tres-cents-cinquanta-mil-mail-obert-julia-jodar/
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