Terror lingüístico

El informe Kerlogot-Euzet sobre protección y promoción de las ‘lenguas regionales’ presentado a Jean Castex no alterará la tradición republicana en materia de política lingüística.

Hendaia y Donostia son dos ciudades vascas situadas a 20 kilómetros de distancia pero separadas por dos sistemas educativos europeos. En Iparralde los alumnos de Secundaria saben quién es Jean Racine y probablemente un buen número de ellos son capaces de nombrar dos obras del autor y uno de cada 100 ha leído alguna de sus obras. En Donostia, sus homólogos han estudiado la obra de Gonzalo de Berceo y podrán mencionar alguno de sus escritos.

Más aún, todos saben en Hendaia que no saber quién es Racine es sinónimo de «incultura», porque Cultura es lo que se aprende en las escuelas. Y todos saben en Donostia que quien no sabe quién fue Berceo es un tremendo zote, porque eso es lo que se enseña en las aulas. Pero pocos alumnos de Secundaria en Hendaia han oído hablar de Berceo, y pocos alumnos en Donostia saben quién era Racine. No obstante, los estudiantes de ambas vertientes de esta frontera de Estados tienen algo en común: ninguno de ellos sabe quién fue Joan Batista Elizanburu.

Uno de los primeros teóricos de la forma monolingüe de ver el mundo fue Antoine de Rivarol que en su obra Sur l’universalité de la langue française, de 1783, defendió que el francés era superior a la del resto de las lenguas europeas por su genio o espíritu interior, que la dotaba de mayor claridad, rigor, capacidad expresiva y racionalidad. En opinión del autor era muy difícil ser una persona ilustrada sin hablar la lengua gala.

Algunos autores dieron un paso más y esgrimieron que si conocer francés era la única forma de ser culto, hablar otras lenguas era una forma de incultura y, concluyeron, era un «deber patriótico» erradicar el resto de las lenguas que se hablaban en la República. Estas ideas se vertieron fácilmente a la política durante la Revolución: No hablar francés se consideró una actividad contrarrevolucionaria, un acto de traición.

Charles M. Talleyrand fue uno de los primeros en defender el 10 de septiembre de 1791 estas ideas: «La lengua de la constitución y de las leyes se enseñará a todos, y la multitud de dialectos corruptos, restos últimos del feudalismo, serán obligados a desaparecer: la necesidad así lo dicta». Para lograr ese objetivo, era necesario enseñar la lengua de forma obligatoria a los niños mediante la creación de un instituto universal de enseñanza en el que se impartieran todas las clases en «la primera lengua del Estado».

1794 fue el año del terror lingüístico (la terreur linguistique), un momento histórico inspirado por Bertrand de Barère y Henri Grégoire y bajo la dirección política de Robespierre, Danton, Marat y Louis Antoinede Saint-Just. Todos ellos criminales, ingenieros de la dictadura del miedo. Grégoire declaró ante el Comité de Salud el 30 de julio de 1793 que era preciso crear escuelas que, como «hospitales del espíritu humano», hicieran cicatrizar las heridas mentales de los que no hablaban francés.

Erradicar la diversidad

Su mensaje era inequívoco: «Erradicar esta diversidad de lenguas que prolonga la infancia de la razón y la vejez de los prejuicios es más importante de lo que ustedes creen. Su destrucción será inmediata». Bertrand Barère presentó el 28 de enero de 1794 un informe a la Convención relativo a la imposición de la lengua francesa a través de la enseñanza y sobre la prohibición del resto de idiomas.

El autor también habló meridianamente claro: «El federalismo y la superstición hablan bajo bretón, la emigración y el odio a la República hablan alemán, la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo habla vasco. Destruyamos estos instrumentos de perjuicio y de error».

Las bases de la política lingüística del Estado francés se asentaron entre junio de 1793 y diciembre de 1794, un período despótico y aconstitucional en el que se aprobaron no menos de una veintena de normas que afectaron gravemente a la existencia de las lenguas nacionales habladas en la République.

Tras la aprobación de los denominados Decretos de otoño (de 1794) se adoptó la langue d’oïl como única lengua del Estado y se le concedió el título político (y no lingüístico) de Langue française, un símbolo de la unidad e indivisibilidad de la República. Culturalmente, el partido jacobino impulsó la referencia a la lengua francesa Choix jacobine como «nuestra lengua» en detrimento del resto de las lenguas y de las variedades romances (como el occitano o Langue d’oc) que pasaron a ser considerados «patois», «jargons», o «idiomas feudales».

Bajo el lema, «que en todos los rincones de la República no se impartan las clases sino en francés», el decreto del 21 de octubre de 1793 es una de las primeras normas legales sobre la obligatoriedad de la educación en el idioma único. El decreto del 20 de julio de 1794 impuso el uso prescriptivo del francés y la prohibición de todas las demás lenguas en la administración de Estado: «Ningún acta pública podrá ser escrita (ni registrada) más que en lengua francesa, en cualquier parte del territorio de la República».

Euskera, lengua no útil

Subrayo que el discurso de estos autores y el contenido de estas normas es meridianamente claro y tajante porque hay quienes continúan repitiendo el viejo adagio de que los vascos dejaron de hablar euskara porque entendían que no era útil.

A la vista de las miles de normas legales en materia de política lingüística, es obvio que la ciudadanía vasca aprendió a base de prohibiciones –y a menudo también de palos– que hablar su lengua era peligroso y que si querían algo de la Administración no tenían más remedio que hacerlo en francés. Tal como expresó el prefecto del departamento de los Bajos Pirineos en 1846, el «afrancesamiento» de las escuelas vascas era una necesidad estratégica: «Nuestras escuelas en el País Vasco tienen particularmente por objeto sustituir la lengua vasca por la francesa».

Y este modelo de «política lingüística» fue adoptado por el liberalismo español. El objetivo político fue impulsar el monopolio lingüístico castellano mediante la exclusión del resto de las lenguas de todos los ámbitos de la administración pública y del sistema de enseñanza. La junta de instrucción pública establecida por las cortes de Cádiz y dirigida por Melchor Gaspar de Jovellanos dispuso en 1813 que «debe ser una la doctrina de nuestras escuelas, y unos los métodos de su enseñanza, a que es consiguiente que sea también una la lengua en que se enseñe y que ésta sea la lengua castellana».

Paralelamente a la pérdida de las libertades económicas y políticas entre 1789 y 1839, la dilapidación de los derechos culturales del pueblo vasco colocó al euskara a principios del siglo XX en una situación precaria. Ello se debió a las políticas lingüicidas cuyo objeto era dinamitar los pilares de la identidad nacional vasca ya fuera prohibiendo, restringiendo o simplemente obviando los derechos de las personas físicas que pertenecían a este colectivo nacional. Lamentablemente, el reconocimiento jurídico de las lenguas y culturas nacionales es absolutamente desconocido en el seno de ambos estados hasta prácticamente el siglo XXI. Se le ha llamado «política lingüística» pero todo ello es, por definición, genocidio cultural.

La sentencia del Tribunal Constitucional de la République es un nuevo hito en el contexto de 230 años de terror lingüístico.

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