La población del planeta pasó de 3.000 millones de personas en 1960, a 6.000 millones en 2000 y alcanzó los 7.000 millones en 2011. A este ritmo, podría situarse en 9.000 millones antes de 2040. Este crecimiento acompañado del desplazamiento hacia las grandes ciudades -especialmente en los países en vías de desarrollo- o de olas migratorias hacia países más desarrollados. Actualmente, más de la mitad de la población mundial ya se considera urbana.
En los mismos periodos, Cataluña, ha pasado de 4 millones (1960) a 6,2 millones (2000) y a 7,5 millones en 2011, manteniendo una relación prácticamente estable en torno al uno por mil de la población mundial. Si se mantienen las condiciones sociales, políticas y económicas actuales, en 2040 Cataluña podría tener una población de 9/10 millones de habitantes y la mayor parte de este crecimiento sería fruto de corrientes migratorias. Ahora, con la crisis de Covid-19 cualquier previsión de estas puede parecer menos creíble que otras veces, pero siempre es mejor trabajar en la perspectiva de escenarios más desfavorables. Y visto desde el punto de vista de la ocupación del territorio, que es lo que ahora nos ocupa, tiene toda la lógica asociar el crecimiento demográfico a una situación desfavorable. No tanto porque no sea posible convertirlo en positivo, sino porque nuestra actuación hasta ahora nos enseña que el crecimiento demográfico y el desarrollo económico constante los estamos haciendo con base en una mayor ocupación del territorio por actividades humanas (residenciales, productivas , ocio,…), sin tener en cuenta las consecuencias negativas para la naturaleza y, por extensión, sobre todos y cada uno de nosotros.
Más allá de muchos otros factores que, tarde o temprano, acabaremos sabiendo y que quizás nos harán ver las cosas de forma muy diferente a como nos lo quieran hacer ver los que tienen el patrimonio de manipular la información, también parece evidente la relación entre la destrucción de la naturaleza y las pandemias. El crecimiento demográfico de la especie humana y la creciente incorporación de personas al consumo desaforado que hemos implantado, fundamentalmente desde occidente, pone en riesgo el equilibrio con los sistemas naturales y ya son muchos los expertos que relacionan la pérdida de este equilibrio con la aparición de pandemias.
La Tierra, nuestro planeta, no es más que una gran nave espacial que viaja por el universo, que tiene un espacio limitado y que es imprescindible mantener las condiciones que hacen posible nuestra vida. Es evidente que nuestra salud comienza por las condiciones de vida que nos ofrece nuestra vivienda, pero hasta ahora no hemos empezado a ver, como especie, la necesidad de preservar las condiciones de vida de nuestra casa grande colectiva: El planeta. Quizás ahora, finalmente, tendremos la oportunidad de actuar como verdaderos «homo sapiens».
La prueba para saber si realmente llegamos a este estadio evolutivo, será nuestra capacidad de cambiar rápidamente el modelo de ocupación del territorio, su preservación, el aprovechamiento de los recursos naturales y, consecuentemente, el cambio de paradigma social, cultural, político, económico,… Si es así, podríamos decir «bienvenido sea Covid-19». Quizás sólo así tendrían sentido los miles de muertos que nuestra estupidez como especie ha provocado.
Tengo la sensación de que, por primera vez, habremos entendido de verdad aquella máxima, famosa desde la cumbre de Río (1992), de «pensar globalmente y actuar localmente» y quizás sabremos empezar a aplicarla.
El cambio de paradigma debe comenzar identificando los sujetos políticos sobre los que debe girar nuestro pensamiento global y nuestras actuaciones locales. Si hasta ahora -al menos en teoría- las personas han sido el centro de todas las políticas, a partir de ahora, y al menos al mismo nivel, debe estar la Tierra, el planeta y todos los componentes que hacen posible la vida de todas las especies y de todos los sistemas naturales, empezando por la preservación -y recuperación en muchos casos- de la biodiversidad. La gobernanza mundial se convierte en un objetivo de primer orden .
El segundo gran cambio debe producirse en el ámbito local, definido por el territorio ocupado, históricamente, por una sociedad cohesionada con un proyecto de futuro basado en la libertad, la igualdad, la sostenibilidad ambiental y económica, la equidad y la solidaridad. Las consecuencias políticas y económicas de este cambio son muchas y los cambios que implican merecen un tratamiento que va mucho más allá de las posibilidades de un simple artículo como éste. Hoy, este ámbito local está definido por una gran metrópoli y su hinterland. Hasta la llegada del confinamiento, la ciudad era símbolo indiscutible del progreso humano y el poder de las ciudades parecía el relevo a los decrépitos estados-nación. Sin caer en el oportunismo de encontrar todos los defectos y problemas que parece que hemos descubierto de repente, necesitamos debatir sobre si el mejor camino es potenciar el crecimiento continuo (en el territorio) y permanente (en el tiempo) de las ciudades o, al contrario, este camino nos lleva directos al colapso.
Sólo quiero apuntar algunos elementos para esta reflexión. Las ciudades -y sus áreas metropolitanas- han sido, hasta ahora, los sitios de concentración residencial, de puestos de trabajo y de todo tipo de servicios, que mejor han facilitado la vida de sus habitantes y el desarrollo económico y cultural. En muchos aspectos, la vida en ciudad ha sido más fácil -con más ventajas y comodidades- que en el resto del territorio «periférico» que, además, dependía en muchos aspectos de la misma. Hasta que esta dependencia no se ha ido reduciendo, el beneficio económico que representaba vivir lejos del centro de la gran ciudad, quedaba reducido en buena parte por el coste y tiempo de los desplazamiento. La competencia por el uso y ocupación del centro, ha ido expulsando una parte significativa de sus habitantes tradicionales hacia los extremos de la metrópoli complicando -y encareciendo- la construcción de la ciudad, que cada vez ocupa más territorio. Sólo un dato: en Cataluña, en los últimos setenta años, los humanos hemos ocupado casi el doble de territorio que en toda la historia anterior.
Es evidente que no podemos seguir así. Por suerte, también contamos con una red de ciudades pequeñas y medianas que actúan de nódulos complementarios en muchos aspectos y, al mismo tiempo, de centros de servicios para sus territorios de influencia. Este papel lo pueden hacer aún mejor si optamos por otro modelo territorial, que limite drásticamente la extensión de la gran Barcelona -que algunos todavía sueñan-, un modelo pensado para interconectar -con infraestructuras diversas- todos estos nódulos y, sobre todo, que dé el mismo valor, si no más, a los espacios naturales y las reservas de la biosfera, dejando de tratarlos sólo como reservas de espacio para futuros crecimientos urbanos.
Si crece la población, la ciudad también debe crecer, pero debe hacerlo con un tipo de urbanismo muy diferente, que libere espacio para el uso colectivo a la vez que los edificios ganan altura, son concebidos como organismos autosuficientes energéticamente y equipados tecnológicamente para ofrecer las mejores condiciones para vivir, trabajar, por ocio, por las relaciones de vecindad,… En otra escala, también deberán hacerlo las ciudades de esta red territorial y, aunque en una escala muy diferente, y quizás con tipologías más tradicionales, lo podrán hacer nuestros pueblos y aldeas. Las nuevas formas de comunicación y de trabajo, la aparición de muchos servicios que cubrirán las nuevas necesidades derivadas del mayor tiempo disponible, la libertad de horarios y los cambios en el concepto y distribución temporal de las vacaciones que todo esto representa, facilitarán la vida en medios rurales. ¿Es un sueño? No, es un objetivo de este nuevo paradigma que debemos construir. Pero sobre todo, es una necesidad para asegurar nuestra supervivencia en el planeta Tierra y para progresar como personas y como especie.
Nunca como ahora este dualismo local/global ha sido tan necesario y Cataluña puede convertirse en el marco territorial, social, cultural y económico ideal para ser la vanguardia de la construcción del nuevo paradigma. No sé si será la última gran oportunidad para construir una realidad y un imaginario colectivo que nos preserve como sujeto político, cultural, económico o social diferenciado, pero es evidente que si ahora ya lo vemos así, tenemos la obligación histórica de llevarlo hasta el final. Tenemos que pasar de la reflexión a la acción.
El cambio, sin embargo, comienza en cada uno de nosotros. Debemos ver el suelo como un bien común y tenemos que construir unas instituciones radicalmente democráticas que aseguren la eficiencia en la gestión de los bienes comunes y, sobre todo, preserven el equilibrio entre el medio natural y el uso del suelo para las actividades humanas. Acceder a la propiedad de una parte de este bien común -como lo es el suelo- debe ser posible, pero con normas transparentes y medidas fiscales que aseguren una aportación justa de quien quiere disfrutar del lujo que representa disponer de más espacio privado.
EL MÓN