SÍ, pocos días antes de la concentración independentista contra la cumbre franco-española que debía representar el entierro definitivo del proceso, tuve un sueño. Como estas líneas están escritas justo antes, en ningún caso puedo valorar qué éxito de convocatoria habrá tenido y si al presidente del gobierno de España le habrá quedado claro que los muertos que quiere enterrar están vivos. Pero puedo contar mi sueño.
Y en ese sueño me dirigía a los amigos de las organizaciones independentistas para pedirles que ésta fuera la última convocatoria de respuesta a una provocación del Estado. Les hacía notar que desde el Primero de Octubre de 2017 habíamos perdido la iniciativa en nuestras movilizaciones para volver a ir, como años atrás, a remolque del adversario y acabar jugando siempre en su terreno. Y jugar en el campo del adversario, y cuando a él le conviene, hagas lo que hagas, como es él quien determina las reglas de juego, tienes las de perder.
En mi súplica pedía a los líderes independentistas que, a partir de ahora, volvieran a ser ellos quienes marcaran el terreno de juego de la confrontación. El día, la hora y el sitio. El qué y el porqué. Y que fueran ellos quienes definieran las condiciones de la victoria. Que se actuara con capacidad de sorprender y de incomodar. Que se recuperara la habilidad que teníamos de producir un relato ganador: las palabras, el argumento, la épica. Como había ocurrido con lo del “derecho a decidir”, que, sin tener apoyo jurídico alguno ni estar escrito en ningún tratado de derecho internacional, hacía casi imposible no estar de acuerdo.
En mi sueño aparecían unas propuestas concretas. Quizás algo tontos, como corresponde a un sueño, pero que recuerdo con claridad. Una, que la próxima gran concentración para conmemorar los logros del independentismo se hiciera en una gran explanada de la Cataluña central —¡basta barcelonismo urbano!—, y se pudiera llegar en tren y transporte colectivo, por lo de la movilidad sostenible. Dos, que no hubiera ningún discurso oficial —siempre tan previsibles y sin sentido del humor ni originalidad—, y que en cualquier caso y en una tarima secundaria, se hiciera un concurso de discursos espontáneos y anónimos de cinco minutos. Tres, que, en lugar de los grupos de músicos habituales, se hiciera un gran maratón de glosa independentista, con la participación de los mejores glosarios de los Països Catalans, e invitando a la participación popular. Cuatro, que en el lugar de concentración se convocaran furgonetas de comida —sí, también las alternativas vegetarianas y veganas—, pero sobre todo los campesinos y artesanos que quisieran estar para vender su fruta, quesos o embutidos. Y cinco, que la convocatoria se hiciera bajo el clamor: «Somos una nación, tenemos el derecho a decidir y el deber de votar independencia». ¡Ah! Y recuerdo que en el sueño se hacía un fuego para quemar todos los lacitos amarillos para sustituirlos por un nuevo emblema irónico: el lirio pirenaico, lirio amarillo.
Supongo que ya se ve hacia dónde llevaba mi sueño: hacer de la voluntad de independencia una fiesta revolucionaria, recuperar la iniciativa y el espíritu de lucha, y sí, volver a hacerlo.
23 de enero de 2023
Nº. 2015
EL TEMPS