Un indicador de la salud de un gobierno, de cualquier gobierno del mundo, es siempre la capacidad que tiene de encajar las críticas, reaccionar y corregir los errores. Los errores, en cualquier actividad humana, son inevitables y no hay gobierno que no cometa ninguna. Pero se pueden compensar y, sobre todo, se hacen más disculpables si quien es víctima del error ve que quien lo ha cometido se da cuenta y actúa para que no se repita, o incluso asume sus culpas, con humildad y sin intentar excusarse de modo alguno para no tener que hacerlo.
El episodio de la exigua ayuda ofrecida por la Generalitat de Cataluña a los autónomos, una ayuda mal diseñada desde el principio y con la guinda del colapso de la web, es preocupante por eso mismo. Es uno de esos casos en que la indignación de los gobernados parece no llegar a los gobernantes, lo que abre una brecha emocional que luego será muy difícil de cerrar.
Ayer vimos, en una reacción demasiado previsible, cómo el gobierno rechazaba las críticas de una manera que todavía originaba más decepción. En primer lugar, recurriendo a este numerito de intentar de desviar las responsabilidades del ejecutivo, como un todo, a base de pelearse en público Esquerra y Junts. Como si no fuesen un solo gobierno. O como si lo que había que discutir era quién ponía el servidor y no tuviera ninguna importancia el fondo real del asunto: que tan sólo diez mil autónomos reciban una miserable ayuda de dos mil euros y aún obligándoles a competir para ver quien corre más a la hora de meter los datos. Como si hubieran de comprar una entrada de un concierto de rock.
Desgraciadamente, el govern de Cataluña nos ha acostumbrado a este mecanismo perverso que, además -y ayer me tocó recibir especialmente a mí-, va acompañado normalmente de la conflictivización pública de la crítica. No sólo no se asume error alguno sino que, en lugar de discutir los hechos y las posibles responsabilidades, toda la presión se aplica a esquematizar y tratar de anatematizar el que hace la crítica.
Es un comportamiento triste y demasiado ridículo, indigno. Pero sobre todo es un comportamiento inútil. Y parece mentira que no se den cuenta de ello. Porque si un gobierno no funciona y quiere tapar la incompetencia, siempre llega un punto en que con la propaganda sectaria no es suficiente. Y menos si crece la sensación ciudadana que hay algo que no va a la hora. Supongo que ellos prefieren no verlo, pero a mi alrededor no encuentro sino independentistas tristes, decepcionados, preocupados o indignados con la gestión del govern efectivo. Cada día más. Y eso no hay campaña de Twitter ni censura que lo pueda frenar.
El sistema ha colapsado. La pandemia ha desnudado la ficción de vivir en un sistema justo y avanzado y la crueldad del régimen económico y político en el que vivimos se nos presenta ahora mismo en todo su terrible esplendor. La catástrofe social que empezamos a vivir es única, excepcional. Y no se resuelve con parches, con limosnas, de dos mil euros. Se resuelve, si acaso se quiere resolver, instaurando rápidamente, como mínimo, una renta social garantizada para todos y dejando de cobrar impuestos. Se resuelve abocando dinero a las familias, a los autónomos y a las empresas para que puedan resistir la excepcionalidad del momento. Se resuelve invirtiendo en salud y en investigación, en ambas cosas, para encarar con garantías el presente, pero también para prepararse para un futuro en el que las pandemias podrían volver Y se resuelve renovando los mecanismos de gestión democrática para adaptarlos a la velocidad extrema del momento y a la globalización, con más transparencia, con más capacidad de renovación y revocación rápida de los cargos públicos, dejando más decisión en manos de la gente y menos en las de los partidos o los lobbies.
El sistema ha colapsado en todas partes, sí, porque es incapaz de sostener la vida de buena parte de la población. Pero el colapso no es en abstracto y sólo del sistema, sino también de los gobiernos. Y muy concretamente de este govern llamado ‘efectivo’ que ahora mismo gestiona la Generalitat de Cataluña. Del govern que forman Juntos por Cataluña y ERC.
Cuando, después de la proclamación de la independencia, se vio de qué manera tan insistente el ‘sottogoverno’ de los dos partidos presionaba para formar eso que llamaban ‘el gobierno efectivo’, y para formarlo en las condiciones que fuera, advertí que era un camino muy peligroso. Y lamento mucho tener que recordarlo ahora. Era peligroso porque no había condiciones para gobernar, sometidos como estábamos y estamos a la represión española y a sus caprichos. Era peligroso por la obsesión partidista. Pero era peligroso sobre todo porque significaba un cambio de rumbo para el independentismo, que estaba seguro de que pagaríamos muy caro. Veníamos de una etapa brillante, en la que la prioridad era dibujar y hacer visible a la población un país de libertad y justicia. Y lo hacíamos presentando el proyecto de república, pero también con las leyes que se votaban y aprobaban en el parlamento, por ejemplo, leyes que ya no tenían la faja de la transición y que culminaron con el desmontaje modélico de la trampa posfranquista aquellos famosos 6 y 7 de septiembre de 2017. Y lo hacíamos con una clase política brillante, rebosante de gente independiente que moderaba e impedía el partidismo, de gente con muchos conocimientos profesionales y una gran capacidad. En cambio, aceptando la tesis del ‘gobierno efectivo’ pasábamos a un gobierno que simplemente se conformaba con lo que tenía en el día a día y que poco a poco, con la excepción sobre todo de un presidente Torra que ahora hemos constatado en público hasta qué punto era odiado y vilipendiado por los que figuraba que eran los suyos, iba renunciando a ser nada más que una gestoría dependiente.
Y para explicarlo vuelvo a la polémica de estos días. Un govern independentista capaz no habría organizado este lamentable espectáculo. Pero es que, además, habría aprovechado la situación para demostrar a la gente que el expolio fiscal que España continúa ejerciendo sobre nuestro país mata. Mata literalmente. Y habría denunciado con toda la fuerza al gobierno español, por más progresista y de izquierdas que quiera hacer ver que es. Y habría sido radical, habría ido a la raíz del problema, y no habría dudado en enfrentarse con quien fuera en defensa de los ciudadanos de Cataluña, amenazando tanto como fuera necesario, por ejemplo, con tumbar al gobierno de Madrid en las Cortes, si no se resolvían rápidamente las necesidades que tiene la población.
Pero no tenemos esto, ni mucho menos. Tenemos un govern, por poner ejemplos, que ofrece a RENFE gestionar las ‘cercanías’ durante diez años -de manera que asume que dentro de diez años seguiremos siendo españoles y tan expoliados y dispuestos como ahora para aguantar el mal servicio que nos llega de Madrid. O un govern que propone dar dos mil euros a diez mil autónomos y ni se da cuenta de la tensión humana que llega a suscitar con la manera en que pretende resolver el expediente. Y tenemos, también, unas elecciones que a estas alturas ya podemos decir que no servirán de nada. Porque las cifras son las que son y tan solo pueden pasar dos cosas: o bien que vuelva a gobernar este mismo disparate que tenemos ahora, o bien que uno de los dos pacte con alguien -sea el modelo Montilla, sea el modelo Diputación de Barcelona-, obsesionados por esa cosa ridícula y patética que llaman disputar la hegemonía.
La parte buena de todo, la que me interesa a mí, es que con esto y en vista de esto estoy seguro de que cada vez más independentistas irán entendiendo que el proceso no se rematará desde las instituciones autonómicas españolas. Y que, por tanto, hay que tomar en serio la construcción de las instituciones republicanas. De unas instituciones que, por ahora, con los errores cometidos por el Consejo para la República, no tienen la tracción necesaria, pero es evidente que son, combinadas con la movilización de la calle y el ataque judicial en Europa, el único camino real hacia la libertad, que debería equivaler al buen gobierno.
VILAWEB