El nacimiento de la ciencia moderna fue acompañado, como no podía ser de otra manera, por una violenta convulsión en el terreno de la filosofía. Los espectaculares resultados obtenidos por Galileo y Newton, basados en la experimentación sistemática, la observación rigurosa y la medición precisa, hicieron tambalearse la visión aristotélica del mundo consolidada a lo largo de la Edad Media y en buena medida respaldada por la Iglesia. Frente al racionalismo clásico, surgió, sobre todo en Gran Bretaña, una corriente de pensamiento que veía en la experiencia la única fuente de conocimiento, y que recibió por ello el nombre de empirismo.
Se considera al Novum Organum de Francis Bacon (1561-1626) el texto fundacional del empirismo; en él, Bacon propugna el método inductivo en contraposición a la lógica deductiva aristotélica, aduciendo que la deducción no añade nuevos conocimientos a los ya contenidos en las premisas de las que se parte, mientras que la inducción permite ir de lo particular a lo general. Pero fue John Locke (1630-1704) quien expresó de forma más gráfica la esencia del empirismo; para Locke, la mente es una tabula rasa, una hoja en blanco en la que las percepciones de los sentidos van dejando marcas que se transforman en ideas simples y concretas, que luego la reflexión elabora y convierte en ideas más complejas y abstractas. A otro nivel, la metáfora de la tabula rasa expresa también la propuesta ruptural del empirismo, que pretende dejar atrás la tradición aristotélica y reformular la filosofía sobre la base de la experiencia.
A partir del siglo XVII, los binomios racionalismo-empirismo y deducción-inducción han estado en el centro del debate filosófico, un debate especialmente acalorado entre los estudiosos de la epistemología y de la filosofía de la ciencia.
Y ya en el siglo XX, como veíamos en la columna anterior (Conjeturas y refutaciones, 26-2-11), Karl Popper formuló sus influyentes propuestas epistemológicas a partir de una concienzuda crítica del empirismo y de la noción de tabula rasa: la mente no recibe la información suministrada por los sentidos como una hoja en blanco, sino que la atrapa en una tupida red de expectativas, prejuicios y conjeturas; incluso el bebé que abre por vez primera sus ojos al mundo, lo percibe e interpreta gracias a unas estructuras cerebrales determinadas por los genes. Según Popper y sus seguidores, el empirismo partiría, paradójicamente, de una visión idealista de la conciencia.