El goteo de agresiones a la lengua que día tras día soportamos los catalanes, difícilmente lo soportarían los ciudadanos de otros países de la Unión Europea. Es difícil imaginar un español, un francés, un portugués o un alemán, pongamos por caso, aceptando una operación de destrucción de su lengua, así como una criminalización de sus hablantes, con la misma indolencia que la acepta el pueblo de Cataluña. La falta de Estado propio, los siglos de sometimiento, la imposibilidad de decidir por sí mismo sobre su propia vida, han modelado el carácter catalán hasta hacerlo miedoso, sumiso, inseguro, taciturno y carente de la autoestima necesaria para defender sus derechos y su dignidad. El pueblo catalán de hoy, en las antípodas de los catalanes del siglo XVIII, es un pueblo quejica, quejumbroso, proclive a la autocompasión y tan incapaz de rebelarse como el pájaro sin alas es incapaz de volar.
La queja, el gemido y la autocompasión tienen sentido como reacciones inmediatas contra la fase inicial de una operación hostil, pero resultan estériles cuando se institucionalizan como única respuesta ante una agresión secular. Ninguna queja o lamentación pueden ser permanentes, porque, si lo son, no sólo dejan de ser efectivas, también son percibidas como victimismo, provocan indiferencia y hacen cosquillas al agresor. Ningún maltratador deja de serlo por el hecho de que la víctima gima o se queje. Al contrario, nada le produce más placer que ver su poder reflejado en esos gritos. Ninguna queja dirigida al Estado español o a sus tribunales, pues, cambiará nada. Es elemental: esperar a que el maltratador juzgue, condene y castigue sus propios actos resulta tan infantil como esperar la autocondena de un tribunal inquisitorial. Debemos tener presente que todas las conquistas sociales de la humanidad han tenido un coste, el coste de enfrentarse al poder opresor: el opresor militar, el opresor económico, el opresor jerárquico, el opresor racial, el opresor nacional… Mientras se siente fuerte, el opresor nunca cede. Nunca. Es necesario, pues, debilitarlo, y para debilitarlo es necesaria la confrontación con todas las consecuencias. Sí, por supuesto, con todas las consecuencias. La otra alternativa es el cautiverio. Con todas sus consecuencias.
Cataluña no es un pueblo amante de la violencia, al contrario. Por eso la única violencia que hubo el Uno de Octubre fue la del Estado español. El millar de heridos de ese día (y los muertos que podría haber habido) fueron causados por el Estado. ¿Pero por qué el Estado reaccionó de esa manera? Pues porque por primera vez dejó de sentirse fuerte, por primera vez se sintió débil, y, atemorizado ante la insólita firmeza del pueblo catalán, reaccionó como reacciona a todo maltratador: exacerbando su violencia. La violencia, la intimidación o la inhabilitación son las únicas formas que el Estado español conoce para imponer su dominio. Alérgico a la negociación, alérgico al reconocimiento del otro y de sus derechos, necesita aplastarlo y humillarlo para sentirse poderoso, lo que revela una profunda inseguridad y un grave problema de identidad. El violento, el maltratador, no pega porque sea fuerte, pega porque es débil, muy débil. Y también cobarde. Y su violencia represora, ya sea a porrazos o a golpes de tribunal, es el instrumento para disimular su miedo.
Y, pues, ¿qué debemos hacer?, preguntará alguien. Pues, para empezar, entender que el retroceso espectacular que sufre la lengua catalana y la fuerza que le empuja a la desaparición no puede detenerlos nadie más que el pueblo catalán. ¡Nadie más! Hay que resaltarlo, porque hay mucha gente, empezando por el Govern, que confía en que llegará un día en que un tribunal celestial bajará a la tierra, dará un puñetazo en la mesa y nos lo solucionará todo. El estatus de la lengua es inseparable del estatus del país, y no se puede pretender que un país cautivo tenga una lengua liberada. Si el estatus planetario de una lengua depende del estatus político de los estados que la tienen como propia, preguntémonos a qué estatus puede aspirar la lengua de una nación sin Estado y sin estatus. Cataluña no forma parte de Naciones Unidas porque no tiene estatus de nación. Nosotros podemos decir que somos una nación, pero sin el ánimo necesario para reconquistar este estatus nunca dejaremos de ser una tierra cautiva sin credenciales y sin justicia propia.
No es con la porra como devolveremos la libertad a Cataluña, es con la firmeza. La primera es hija de las tripas, la segunda es hija de la inteligencia. Y la firmeza comienza por la desobediencia cívica, por el no acatamiento de las sentencias de los tribunales franquistas españoles contra todo independentista, sea del partido que sea y sea cual sea la retahíla de cargos que fabriquen contra él. La unión, el bloque granítico catalán contra el Estado español es imbatible. He aquí por qué el Estado, a base de caramelos a puerta cerrada y de pactos inconfesables, mueve tantos hilos para dividir y debilitar las convicciones catalanas, impedir su unidad e imposibilitar la desobediencia cívica como respuesta a sus dictados.
Cuando una parte del independentismo, para eliminar rivales, compra el relato incriminatorio del Estado y lincha a uno de los suyos negando que se le persiga por ser quien es, la fuerza de Cataluña se desvanece tan rápidamente como lo hace el aire de un colchón hinchable al ser destapado. El independentismo que abraza este relato, se convierte así en cómplice de la opresión y afianza el dominio español sobre Cataluña. Esto es, deja de ser parte de la solución para convertirse en parte del problema. El intento de reducir la persecución española a los afectados directos por el Uno de Octubre supone negar desde nuestro propio país la existencia de una Operación Cataluña que abarca todos los campos de la sociedad, desde el ámbito político hasta el FC Barcelona, pasando por el espionaje y el acoso de todo tipo de personas por el mero hecho de ser independentistas; empezando por las figuras públicas y continuando por las instituciones, la lengua y las entidades más representativas. Se trata, por decirlo lisa y llanamente, de un independentismo que niega la existencia de una operación española destinada a decapitar Cataluña. ¿Qué nombre tiene esto?
No es, por tanto, el Estado español quien debilita a Cataluña. Es ella misma. Es decir, no es la fuerza del Estado español lo que nos hace débiles; lo que nos hace débiles es el desconocimiento de nuestra propia fuerza. Somos fuertes, inmensamente fuertes. Pero no lo sabemos o, lo que es peor, no queremos saberlo. Por eso somos débiles. Somos débiles porque no sabemos que somos fuertes.
EL MÓN