Sócrates y los jueces

En su tesis de máster sobre Sócrates, obra de juventud que revela el genio del gran pensador danés, Kierkegaard contrapone el Sócrates de Jenofonte con el de Platón. Hablando del primero, dice que tiene el defecto de enseñar demasiado la intención del autor, que sería demostrar la enorme injusticia cometida por los atenienses a la hora de condenar el filósofo. Jenofonte hace esto tan bien que parece querer convencer a los lectores de que la sentencia era absurda o equivocada. De este modo consigue que Sócrates parezca no sólo inocente sino también inocuo. Lo cual lleva a preguntarse qué provocó a los atenienses para ver en Sócrates algo más que un viejo charlatán que no hacía ni mal ni bien. ¿Y qué complicidad en la locura les habría unido con Platón al condenar e inmortalizar a un perfecto filisteo como aquel?

Jenofonte no sólo borra todo lo que en Sócrates había de peligroso; tampoco tiene en cuenta la situación, y la situación, dice Kierkegaard, es de máxima importancia cuando se trata de la personalidad del filósofo. Conviene tener presente la idea de ironía de Kierkegaard ahora que se acerca la sentencia de los presos catalanes, una sentencia que todo el mundo cree que está escrita hace tiempo y es conocida y compartida por el Ejecutivo, protestas de independencia judicial y separación de poderes aparte. Hay una contradicción palmaria entre negar la existencia de presos políticos y descarrilar el proceso judicial ordinario, trasladándolo de la jurisdicción natural al Tribunal Supremo. Como la hay entre la macrooperación impulsada por los fiscales en sintonía con la acusación ‘popular’, que no es ni más ni menos que la opción política que encarna la involución de todo el sistema, y la pretendida ‘transparencia’ del acto de fe en la que se quema la herejía separatista en la pira mediática. No abuso de metáfora. La referencia a aquellos espectáculos de la monarquía española de los siglos XVI y XVII no reside tanto en la circunstancia de que España trate el separatismo de hereje como en el hecho de que la herejía sea separatista por definición. La secularización del acto de fe (con la ostentosa retirada del crucifijo de la sala del juicio) no debería esconder ni la intención ni el mecanismo. Si apartar el crucifijo antes de comenzar la vista tenía por finalidad evitar la comparación con el Santo Oficio, la consecuencia habrá sido la contraria, pues priorizar el interés del Estado por encima de la verdad sitúa a Marchena en el lugar preciso del Gran Inquisidor en los ‘Hermanos Karamazov’ de Dostoievski.

El inquisidor antepone el interés de Estado a la verdad y envía a Dios a la hoguera en un acto que no es sino el reflejo externo de una disposición interna. Como el Gran Inquisidor, el Supremo sustituye la verdad por el ídolo y la justicia trascendente por el legalismo como herramienta del poder, incluso llevada al límite de la apropiación utilitaria. El ‘garantista’ Marchena pospone la realidad vital a la unidad de la nación, silencia testigos y favorece relatos visiblemente fabricados con el objetivo de fundamentar la condena que ya tiene en el cajón. Creyéndose por encima del bien y del mal, con la arrogancia de quien no cree en la justicia más allá del artefacto que manda, con su toga disfraza de absoluto lo que sólo es relativo, porque es histórico. Marchena y la legión de sus corifeos, vale decir la Bestia social, dan categoría de Ley a una ley particular,

Expulsar el crucifijo de la sala del Supremo fue, más que un símbolo, un atestado de la reducción del juicio a un asunto de poder. Aquí se aplica la definición de justicia de Simone Weil, que la llama ‘ese fugitivo del campo de los conquistadores’. Y es que poder y justicia son incompatibles. El poder no es nunca justo por el solo hecho de ser poder, pues la justicia no es la aplicación literal de la ley, que es y siempre será el código de los vencedores, sino el equilibrio de lo desequilibrado en el funcionamiento de la sociedad, del organismo, en las relaciones personales, en el sistema ecológico o en el cosmos. De ahí que los griegos antiguos insistieran en la necesidad de medida y temieran las consecuencias de la desmesura, de la ‘hubris’.

El paralelismo con el que he empezado el artículo está ahí y no porque alguno de los presos se haya comparado con Sócrates, sino por la distorsión del carácter moral de los acusados ​​que causa el hecho de insistir en su inocencia e inocuidad, como han hecho las defensas y una parte de la opinión catalana, sin duda de buena fe pero con resultados nefastos para la reputación de los presos y los objetivos por los que son juzgados. Basar la defensa en su presunta inocencia equivale a negar los hechos o, ya que no es fácil de borrar eventos notorios, al menos rebajarlos, aligerarlos, deformarlos. En este caso, disimulando la voluntad de ruptura y separación territorial que implicaban el referéndum del Primero de Octubre y la declaración del día 27. La estrategia de la defensa ha sido intentar establecer que se había respetado la legalidad española y presentar el referéndum como una acción democrática dentro esa misma legalidad. Como ejercicio de la libertad de expresión, pues. Democrático lo era, y aún ejemplarmente, pero desde el punto de vista de la legalidad española los jueces y los fiscales tenían razón al denunciar el independentismo de rebelde, al margen de la definición penal y de los condicionantes técnicos de esta imputación. El unionismo tiene razón al percibir un peligro en los hechos de octubre de 2017 y es lógico (en la lógica de la confrontación) que haya intentado conjurarlo descabezando las cabezas visibles del movimiento. Si el proceso se hubiera circunscrito a la expresión simbólica de un deseo, no habría llegado a la represión policial y jurídica que vivimos. Se llegó porque, como resulta que el referéndum se declaró vinculante y se procedió a una proclamación institucional de la república, el Estado se creyó la maniobra tanto o más que el pueblo que empujaba a los políticos. En consecuencia, actuó defensiva… e injustamente.

El problema radica en la legalidad española y en el sofisma de que cambiarla requiere reformar la constitución, cuando el procedimiento prescrito para hacerlo la convierte en irreformable. Y eso la hace terriblemente injusta, o si se quiere, la transforma en un reflejo de la injusticia inherente a la sociedad española. Ésta, que sólo la reformaría para estrangular aún más a Cataluña, ha inscrito en la constitución la garantía de su inviabilidad, pues una constitución no es nada si no tiene legitimidad allí donde se aplica.

El independentismo es un peligro para el Estado español, al igual que Sócrates se convirtió en un peligro aniquilando el prestigio de las figuras públicas en la polis de Atenas. En octubre no hay que esperar clemencia. Los independentistas serán condenados no por una violencia inventada, que habrá sido la excusa para el juicio, sino por no haber creído en los dioses del Estado y por haber introducido otros nuevos, tal como recogía la acusación de Melet contra Sócrates. Y también por haber corrompido a los jóvenes con nuevas doctrinas, es decir, por supuesto adoctrinamiento. En la ‘Apología’ Sócrates reduce al absurdo las diversas acusaciones de Melet, pero la respuesta decisiva, la que lo define para la posteridad, es que una muerte honorable es preferible a vivir con deshonor. Sócrates no se arrepentía de haber vivido de acuerdo con su convicción. Lo que le hacía elegir la muerte antes de que retractarse era la responsabilidad de la misión que, según él, le había encomendado una divinidad. Sócrates fue a la muerte por respeto a una ley superior, no a los jueces que le coaccionaban con unas leyes chapuceadas para amordazarlo. Sócrates rechaza el indulto si es a cambio de cerrarle la actividad acostumbrada y avisa a sus jueces que lo volverá a hacer. Aún más, les avisa de que, quitándolo del medio para ahorrarse las denuncias de su presunción, no conseguirán sino multiplicar el número de sus acusadores, como les pasará también a los que hoy persiguen al independentismo en los tribunales.

Tanto Sócrates como Platón defienden el cumplimiento de la ley como una de las primeras virtudes ciudadanas, pero no confunden nunca la idea moral de justicia con su refracción en un Estado corrupto administrado por jueces venales. En la ‘República’, Platón dice que la justicia es la condición de la vida del individuo y del Estado, y que el Estado ideal es la encarnación de la justicia. Pero advierte que el Estado es la realidad de la que la justicia es la idea. De ello se desprende, en clave platónica, que el Estado para el que la justicia no exista como idea sino sólo como letra, no se podrá mantener y tarde o temprano sucumbirá ante las fuerzas históricas, como sucedió en Atenas. Ya antes del juicio de Sócrates, la democracia ateniense había sido vencida por Esparta y quedó sometida a una especie de artículo 155. Pero veintiocho años después del asesinato de Sócrates (o, para algunos, de su suicidio), Esparta fue vencida por Tebas y esta por Macedonia tres décadas más tarde. Atenas era definitivamente disuelta en formas políticas de dominación foránea. Pero Sócrates se convirtió en el referente universal de la filosofía y en el modelo de la dignidad del pensador.

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