Sócrates y la prisión por responsabilidad

Durante la dictadura, en el programa de estudios secundarios aparecía cada año una asignatura llamada Formación del Espíritu Nacional, la FEN. Era puro adoctrinamiento falangista, expuesto en general por miembros del partido, alféreces de complemento y ganado similar. Los libros de texto no los leía nadie; sin embargo, había que aprobar la asignatura. En escuela corría el rumor de que alguien la había aprobada estampando un ‘¡Viva Franco!’ con letras bien grandes en la hoja del examen, y un año en el que yo iba completamente pez en la materia decidí hacer el experimento. Y, efectivamente, con este sencillo recurso superé el trance. ¡A ver qué examinador osaba suspender a un alumno que había captado el quid de la cuestión con tanta agudeza! Al llegar el nacional-constitucionalismo, la FEN desapareció de los programas, pero el objetivo persistió mediante la operación que los alemanes llaman ‘Strukturwandel’ y que en este caso consistía en variar el esquema ideológico manteniendo su función. El equivalente actual de aquella exhibición mía de dominio de una materia troncal de la educación española son las consignas recitadas por los fichajes de España Global en el vídeo con el que el Estado pretende abonar la opinión internacional en la puerta del juicio a la democracia. Con una diferencia importante: que los que entonces recurríamos al expediente mencionado para superar el examen de patriotismo autoritario no nos habíamos dejado embaucar con la martingala ideológica. La prueba era que íbamos a examen sin haber abierto el libro en todo el año, y lo afrontábamos con un cinismo a la altura de los examinadores. Pero me da mucho la sensación de que cuando Isabel Coixet, ‘inter alia’, presenta como dogma de fe que España es inclusión, progreso y libertades, hace como aquellos contadísimos compañeros de escuela, casi siempre afiliados a la OJE, que estudiaban la FEN y de la cual quedaban impregnados. Hoy deben contarse entre los que votan a Ciudadanos o incluso a Vox, que por cierto ya debe de ir preparando la reedición de aquellos volúmenes de tapa dura y peso considerable.

Cuando alguna vez algún lector de esta columna me ha dejado un comentario preocupado por la prolijidad de mis párrafos, los periodos largos, el abuso de las oraciones subordinadas o el exceso de ‘filosofía’, me ha hecho pensar en la huella profunda del franquismo incluso en personas que creen encontrarse en las antípodas de aquella educación. No quiero decir que los lectores de VilaWeb comulguen con los Principios Fundamentales del Movimiento, que también tuvimos que estudiar en algún momento quienes provenimos del bachillerato, pero sí que la displicencia que aquel sistema de enseñanza encomendaba respecto de la escritura hizo estragos en la habilidad lectora de sus víctimas, reduciéndose de manera alarmante la tolerancia de todo lo que no fueran extractos muy concentrados del proceso de pensamiento. El triunfo de la cultura visual y últimamente también la ‘jibarización’ de la comunicación con la dictadura del twit han terminado de agravar las diferencias entre los lectores y, de paso, entre los escritores, algunos de ellos convertidos en simples productores de texto. Esta contracción del umbral de inteligibilidad y la habituación a dosificar el pensamiento en píldoras expresivas a veces me han tentado a repetir el experimento y, en lugar de un artículo de dos páginas, hacer uno que diga simplemente: «In-inde-independencia-aaa». O bien «me cago en los políticos». O, más breve aún: «Fuera ‘ñols'». Y a ver quién era el lector ‘indepe’ que osaba poner algún pero.

Esto sería ir al grano y no hacer perder el tiempo a la buena gente con dudosas filosofías. Porque el problema radica aquí, que todo el mundo se siente filósofo, porque, como ya decía Descartes, el sentido común es lo más vulgar que pueda haber, y así todo el mundo puede ser un Descartes por lo menos. Incluso los políticos creen ser Sócrates desde el momento en que los meten en la cárcel. Sin embargo, vayamos por partes. Sócrates no fue a la cárcel por responsabilidad; fue a ella porque sus conciudadanos le condenaron a muerte en un juicio en el que, por cierto, le dieron la oportunidad de eludir el castigo. Fue por cabezón, o, dicho de una manera más respetuosa, por defender con su vida la dignidad filosófica. Se dejó matar, pues, para defender sus convicciones de siempre, una actitud que, si hoy merece algún paralelismo entre los presos de Soto del Real, correspondería en todo caso a Jordi Cuixart. La heroicidad socrática a la que alude Junqueras no consistiría en absoluto, creo, en rechazar la conmutación de la pena a cambio de aceptar la culpabilidad y exiliarse, como hizo Sócrates durante el juicio, sino en rechazar la oferta de Critón de ayudarle a evadirse de la cárcel e irse al exilio. Este es el argumento que Junqueras ha esgrimido contra el president Puigdemont la víspera del juicio para poner de relieve una diferencia ética que Junqueras cree políticamente aprovechable. Ahora, una de las razones con las que Sócrates rechaza la oferta de Critón es que no se debe hacer caudal de la opinión pública ni temer por la propia reputación, sino actuar de acuerdo con la justicia. Si huir es justo, Sócrates lo hará, y si no, no, porque el verdadero mal, peor que la muerte, sería cometer una injusticia. Entonces razona que transgredir una sola de las leyes de la ciudad equivaldría a transgredirlas todas. Y como, como ciudadano, está obligado a respetarlas, concluye que, si huyera de la prisión, ningún país civilizado querría acogerlo.

¿A dónde iría Sócrates a sus setenta años para retomar la vida filosófica que hasta entonces ha llevado en Atenas? Dicho de otro modo, Sócrates considera que, a pesar de condenarlo a muerte, la democracia ateniense no deja de ser el mejor sistema de gobierno, y que en el exilio no podría seguir haciendo de tábano molesto de los personajes insignes de Atenas. Yo no sé si Junqueras ha decidido en algún momento que la democracia española vale el aceptar la posibilidad de quedarse en la cárcel un cuarto de siglo. O si considera que someterse a un marco legal que él mismo ha denunciado como injusto y restrictivo dignifica más que ampararse en los tribunales de democracias con más garantías. No se puede saber, porque ni de sus decisiones ni de sus declaraciones desde 2017 puede decirse que hayan sido tan coherentes como las de Sócrates cuando eligió la cicuta para mantener viva su enseñanza. Pero si cree que el pueblo de Cataluña le ha pedido alguna vez poner la herencia del Primero de Octubre en manos de unos jueces poco ejemplares, habrá que pedirle que escuche mejor la voz del pueblo, esa voz que, en el marco de la ‘vida paralela’ que él se inventa, debería ser su ‘daimón’ particular.

Sócrates no rechazó la libertad por responsabilidad para con sus conciudadanos. Lo hizo porque para él, con una espectacular radicalidad desconocida por los pragmáticos, la libertad consistía en obedecer íntegramente las leyes de Atenas. Por eso su decisión se podría considerar un suicidio por fidelidad a unos valores inseparables de su misma condena. ¿Es eso lo que predica Junqueras? Quien sí se fue al exilio después de la ejecución de Sócrates fue Platón, el cual, como miembro de la oligarquía, como lo eran también otros amigos de Sócrates, se exilió a Megara para evitar represalias del populismo triunfante. Platón, quien por origen de clase iba destinado a la política, eligió la filosofía, y fue el primer -o, al menos, el más importante- expositor de la diferencia, recogida veinticinco siglos más tarde por Max Weber, entre el filósofo (o el científico) y el político. El orador que hace política en el ágora, el sofista, es para Platón lo contrario del filósofo. Y en los ‘Diálogos’ el sofista y el político son objeto de escarnio de Sócrates, quien es, no lo olvidemos, en buena medida una construcción intelectual de Platón, el exiliado. Sin el exilio del filósofo que ‘pensó’ políticamente y exportó su pensamiento a Megara y Sicilia, hoy no tendríamos noticia de aquel ‘beau geste’ de Sócrates, que, si bien quedó estéril para la democracia de Atenas, en cambio dio fruto en una de las grandes corrientes filosóficas occidentales. Precisamente en aquella que obliga a juzgar las acciones reales, imperfectas, en relación con unos ideales que no son de este mundo, pero que lo generan.

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