Las cosas –los cuerpos– tienen valor porque las esperamos y las cuidamos. Así que hablar de un mundo sin tiempo de espera y sin atención es hablar de un mundo sin “valor”
El capitalismo neoliberal, altamente tecnologizado y radicalmente especulativo, sin materia y sin fronteras, se mueve entre lo inconsistente y lo incompleto[1].
Por un lado no deja ni rastros ni monumentos; por otro lado sólo produce, de manera directa e inmediata, ruinas. O, si se prefiere, escombros.
Veamos el punto 1: la inconsistencia. Cuando Marx escribía en el Manifiesto Comunista que “lo sólido se disuelve en el aire” hablaba de valores y vínculos desbaratados pero anticipaba también, sin saberlo, la fase inmaterial del capitalismo, que es la nuestra, en la que la velocidad tecnológica y mercantil, con sus consecuencias ecológicas y antropológicas, disuelve las sociedades en un permanente proceso destituyente. Nuestra época se dedica, como ninguna otra anterior, a un febril consumo (es decir, destrucción) de consistencias, lo que incluye también una febril demolición de edificios; nuestra época es la primera de la historia que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar y la primera de la historia, por eso mismo, que no deja ruinas. “Dentro de cien años”, dice el urbanista y sociólogo Richard Sennet, “la gente tendrá una evidencia más tangible de la Roma de Adriano que de la Nueva York de fibra óptica”. En ese sentido, en un comentario a una exposición del artista Txuma Sánchez, reflexionaba yo en 2004 sobre las ruinas, a las que atribuía un doble poder (de revelación y de rebelión) a partir de las cinco “radicalidades” enumeradas a continuación:
– A través de la ruina –decía– “recuperamos los materiales de construcción, reprimidos, ocultos y olvidados en el cuerpo del edificio”. En la línea siempre ascendente del progreso –es decir– se nos cruza de pronto la ingenuidad del comienzo, la reversibilidad espacial del destino, el trabajo a ras de tierra. Se nos revelan, por así decirlo los límites del terreno y su carácter aproximativo, la dificultad y necesidad de medir en un mundo en el que lo más fácil e imperativo es siempre calcular. Me gusta mucho que el arquitecto García Solera insista en esta necesidad de medir con las manos –o con un metro, que es lo mismo– recordando así que la arquitectura es la menos exacta de las disciplinas porque tiene que asentarse en el espacio, siempre irregular, y porque sus construcciones, en consecuencia, están siempre a punto de caerse. Este “estar a punto de caerse” es la conciencia íntima de los materiales y de la orografía; y esta intimidad, olvidada por el que habita la casa o visita el edificio, tiene que aspirar a durar. La ruina, paradójicamente, al exponer a la luz la intimidad de la casa, evoca esta duración. Esta ha sido, digamos, la lógica insuperable durante milenios: un edificio estaba a punto de caerse durante tres, cuatro, diez siglos, y luego, al venirse abajo, dejaba su historia despellejada ante los ojos, a veces como nostalgia pero en todo caso como genealogía y memoria. La diferencia entre “medir” y “calcular” es importante, pues cabalga otra no menos importante: la que existe entre imaginación y fantasía. La imaginación mide, la fantasía calcula. Esa razón calculadora contra la que Heidegger escribió tantas páginas definitivas, en realidad está loca. A esa locura la llamamos capitalismo. Una ciudad “calculada” se vuelve finalmente inhabitable y, por lo tanto, irracional.
– A través de la ruina –decía– “recuperamos el aire, en cuya transparencia liberada –por encima del tejado sin cubiertas– se colorea para nuestra comprensión la sólida irracionalidad del barrio”. La ruina explica la ciudad. Es el último agujero en su altura sin tacha, el fantasma del ágora que viene a interrumpir su continuidad. La ciudad, como utopía destituyente aupada en su inmortalidad sin heridas y en su cenit perpetuo, fracasa en las casas desvencijadas cuyas huellas hay que retirar a toda prisa para levantar un nuevo edificio; y se confiesa en esos solares vacíos, como encías desdentadas, que recuerdan la posibilidad de la plaza frente al orden capitalista del pasillo. Las ruinas, al contrario que los centros comerciales y los aeropuertos, están bajo el cielo.
– A través de la ruina –añadía– “recuperamos la triste objetividad de los objetos, ahora visiblemente detenidos en una quietud de piedras, expulsados de la sociedad en la que se habían escondido: la muñeca, el cuaderno, el zapato entre los desperdicios no son la melancólica metonimia de la fragilidad humana: son el escándalo de la supervivencia”. La supervivencia se llama “cosa” y vivimos ahora en un mundo –el primero de la historia– sin cosas, pues ellas son siempre el fruto de la espera y de la atención, dos actitudes vitales prohibidas por nuestra economía y nuestra tecnología. De este “mundo sin cosas” (o de este ”Hombre sin mundo”, de acuerdo con el título de un libro del filósofo Gunther Anders) me he ocupado largamente en muchas de mis obras y hablaré enseguida. La duración, la memorización y la finitud, las tres características propias del objeto, son incompatibles con la mercancía y la imagen digital. “Sólo los pobres tienen cosas”, titulaba un artículo para recordar que la casa hiperindustrial de clase media (ahora también digitalizada en su trabajosa domesticidad) se ha vuelto tan abstracta como el propio mercado financiero. La casa ya no es “hogar” porque no tiene fuego; pero tampoco es “habitación” porque no tiene ni siquiera ”lugar”. No tiene centro habitado como la ciudad no tiene centro helénico politizado.
– A través de la ruina –decía– “recuperamos la gravedad, la inclinación, la forma de los primeros monumentos: el montón, por ejemplo, que es la primera lucha del hombre contra el cielo”. La ruina no sólo coloca de nuevo la materia en el espacio, con su intimidad rediviva; no sólo la coloca en el pasado como memoria retrospectiva; además nos recuerda la idea misma de “proyecto”, en su sentido etimológico de “lanzarse hacia adelante”, es decir, de adelantarse hacia el futuro. Ahora bien, en una economía neoliberal desmaterializada el futuro no es rentable. Igual que prohíbe la espera, la atención, el regalo y el aburrimiento, el capitalismo tecnologizado prohíbe también el ahorro, ese impulso conservador que sacrifica el presente para proteger el futuro, y promueve en su lugar la deuda, que hace exactamente lo contrario: sacrifica el futuro –el nuestro y el de las próximas generaciones– para adherirse al presente, como una garrapata, y succionarle todas sus riquezas. Una sociedad de consumo es una sociedad de deudores; y una sociedad de deudores es una sociedad sin futuro.
– A través de la ruina “recuperamos, en fin, a los hombres, desterrados de la ciudad post–moderna”. La ruina, decía, es el último, el único lugar todavía habitado donde la pobreza o la rebeldía conservan la cultura más antigua. Frente a la ciudad occidental disuelta en sus anillos de circunvalación, la ruina es lenta y hierve de cuerpos; y apenas distingue la casa deshecha de la casa aún por hacer. El Cairo, por ejemplo, es una vieja civilización abandonada, encontrada en el camino y okupada por veinte millones de personas. La ruina antigua, hoy turistizada, es romántica; la ruina urbana es el último refugio de la antropología. Igual que nunca antes hemos vivido en un mundo sin cosas, nunca antes habíamos vivido en un mundo virtualmente sin cuerpos o empeñado en desanclarse de los cuerpos; y en el que los cuerpos, negados por la tecnología y la publicidad, aparecen sólo como residuos, sobras u obstáculos; en las guerras, en los muros fronterizos o en las “acechanzas” de la población inmigrante racializada. Nadie quiere tener cuerpo en nuestras ciudades destituyentes, pues los cuerpos enferman, envejecen y mueren; y eso es cosa de los extranjeros que amenazan sin cesar nuestras imágenes. El cuerpo o es contagioso o es terrorista. Nosotros, por eso, preferimos “comunicarnos”.
Pero veamos el punto 2: el hecho de que el capitalismo neoliberal, que no deja ruinas, al mismo tiempo sólo produce ruinas. En la guerra los cuerpos son desde el principio residuos de un bombardeo; en la paz los edificios son desde el principio sobras de una operación financiera. Cuando Marx escribía que “lo sólido se disuelve en el aire” no podía anticipar que bajo el capitalismo financiero lo líquido, a su vez y al contrario, se convertiría en sólido: es decir, en cemento. El proceso destituyente de nuestras ciudades, en las que la gentrificación y la reconstrucción bélica van de la mano, ha convertido el cemento en medio de especulación. Es terrible que el neoliberalismo, incapaz de medir, haga sus cálculos abstractos con trigo, con cuerpos y con cemento; es contradictorio, y muy destructivo en términos ecológicos, que la crematística, desbocada en algoritmos, necesite agua y piedras para acelerar exponencialmente sus beneficios. Un dato: en 2007, en vísperas del pinchazo inmobiliario, España utilizó en especulación sesenta millones de toneladas de cemento, el doble que Francia ese mismo año.
Pues bien: esta combinación fatal de especulación y cemento es lo que los italianos llaman “incompiuto”. Aclaremos que el término “incompiuto” recoge dos acepciones que en castellano discurren por separado o sólo se unen desde fuera. Por un lado “incompiuto” es lo que permanece incompleto, inacabado, sin terminar; por otro lado quiere decir “incumplido”, en el sentido en que se incumple una esperanza o una promesa o una misión.
En el año 2004 el colectivo italiano Alterazioni Video comenzó a interesarse por un fenómeno asociado inicialmente a Sicilia y luego generalizado, como modelo de intervención urbanística, a toda la península. Me refiero a las obras públicas (o privadas con participación pública) que se empezaban y quedaban sin acabar: hablamos de escuelas, puentes, autopistas, estadios, centros comerciales o culturales, ¡e incluso iglesias! En 2007 el colectivo hizo un primer inventario de la isla de Sicilia y en 2018 la investigación se extendió a toda Italia. Para esa fecha eran ya tantas, hasta tal punto determinaban el paisaje, que el “incompiuto” se propuso como un “estilo arquitectónico” y desde luego, si hacemos caso a Leoluca Orlando, ex–alcalde de Palermo, “como el estilo de vida de los italianos”. El inventario de 2018 cataloga 763 obras “incompletas” o “incumplidas” en toda Italia, de las cuales 163 están en Sicilia. El estudio va acompañado de un Manifiesto cuyo artículo tercero proclama: “las obras incompletas (e incumplidas) son ruinas contemporáneas generadas por el entusiasmo creativo del neoliberalismo”. En la presentación, Davide Giannella y Filippo Minelli abundan en esta combinación de ironía y de denuncia: “el género humano, que no es perfecto, ha evolucionado; por primera vez en la historia hemos llegado a tocar el fondo produciendo las ruinas que dan testimonio pero sin librar una guerra. Quizás lo Incompleto (lo incumplido) es precisamente esto, el estilo que narra el precio de la paz social, pagada con la colusión y el intercambio de favores”. Y añaden: “en realidad, sin embargo, sabemos que una guerra asimétrica sí ha sido librada, que ha habido disparos, muertos, facciones, terrenos conquistados y terrenos confiscados”. También, añado, tragedias dantescas. Hasta 13 puentes han colapsado en Italia desde 2013, entre ellos el último y más tristemente famoso, el viaducto Morandi de Génova, en agosto de 2018, con un balance de 43 muertos y decenas de heridos.
Que “lo incompleto” o ”lo incumplido” empezaran como “estilo” en Sicilia, y encontraran allí su máxima expresión, puede relacionarse de manera espontánea con la mafia y sus connivencias pringosas con la política. “El crimen hoy tiene estilo”, dice Wu Ming, “crea estilo además de valor”. Pero ese estilo, inseparable de ese crimen, se acomoda muy bien a un rasgo que el citado Leoluca Orlando considera muy “siciliano”: el hecho de que la lengua siciliana no conjugue jamás los verbos en tiempo futuro –nunca dicen “iré”– sumerge a los habitantes de Sicilia en un perpetuo presente. Ahora bien, “quien vive un eterno presente –afirma Orlando– deja las obras incompletas. Los sicilianos, condenados al eterno presente, son condenados a las obras incompletas. ¿Cómo vas a tener un proyecto si no sientes respeto por el tiempo?”
Si tenemos en cuenta lo que decíamos más arriba respecto de la oposición ahorro/deuda y la destitución siempre actual del futuro en favor del presente, podemos decir que bajo el capitalismo neoliberal, que no respeta el tiempo, todos nos hemos vuelto un poco “sicilianos”, también en nuestra aceptación de lo “incompleto” o “incumplido” como regla de vida y en la sumisión más o menos complaciente a la colusión mafia/política de las últimas décadas. Que lo líquido se convierta en cemento y el cemento en especulación tiene mucho que ver con ese “estadio superior del capitalismo” que obviamente no es el comunismo sino la corrupción.
Lo incompleto o incumplido en arquitectura, en Italia y en España, es indisociable del llamado “boom del ladrillo” y del pinchazo en 2008 de la burbuja inmobiliaria. Se podría pensar que la diferencia entre las dos penínsulas es que las mafias italianas ganaban dinero proyectando y las mafias españolas acabando, de manera que los políticos italianos abandonaban a medias las obras públicas al día siguiente de las elecciones mientras que los españoles seguían explotando económicamente todo el proceso hasta su culminación. En los dos casos se puede hablar de “incompiuto”, pues un edificio o una casa sólo pueden decirse “acabados” o “cumplidos” cuando, además de rematadas materialmente sus hechuras, cumplen la función para la que fueron concebidos; cuando –en definitiva– pasan a ser “habitados”.
Por desgracia, hasta donde yo sé, no hay en España un inventario parecido al de Alterazioni Video. De 1989 a 2007, eso sí lo sabemos, la superficie urbanizada de España se multiplicó por dos. Se construyeron más casas que en Alemania, Francia e Italia juntas. También más carreteras y aeropuertos. Sin mencionar los tres millones y medio de viviendas desocupadas, hasta 476.838 casas sin vender se agrupan, como tristes rebaños, en centenares de urbanizaciones abandonadas que salpican, de norte a sur, nuestro paisaje. Sólo en Madrid hay 50 barrios fantasma; y más de 400 edificios públicos vacíos o desaprovechados. El caso de Seseña, con sus 10.500 casas deshabitadas, fue recogido incluso en el The New York Times. Sin duda la Valencia del ladrillazo, con la hybris de los gobiernos del PP, nos ofrece un inventario aún más copioso y deprimente; basta pensar en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, cuyo coste final (1300 millones de euros) cuadruplicó lo presupuestado. Entre 1995 y 2016 España malgastó 90.000 millones de euros en “infraestructuras innecesarias, abandonadas, infrautilizadas o mal planificadas”, según datos del historiador Paul Preston. Los trabajos fotográficos de Markel Redondo (2010 y 2018) permiten un recorrido marciano, desde tierra y desde el aire, por esta epidemia de cemento muerto.
Una casa deshabitada puede estar ocupada por fantasmas; y los fantasmas siempre tienen algo que contar. Una casa sin habitar, incumplida e incompleta, es una ruina muy particular, pues aparece ante nuestros ojos como una abstracción encarnada, como diría el crítico de arte Robert Storr. Lo más parecido en la naturaleza a una abstracción encarnada es una medusa. No sólo los mares de nuestro país; también nuestras tierras están llenas de medusas inmóviles que recuerdan un fracaso estrepitoso y mortal; el esqueleto de un viento destructivo que dejó a sus espaldas la inhumanidad pura, proclamada, de una ruina sin historia, sin memoria y sin duración. Los aeropuertos de Castellón o de Ciudad Real, obras “incumplidas” o “incompletas” donde las haya, son tan grandes que en ellos no cabe nadie. La combinación de cemento y especulación ha dejado España mucho más vacía de lo que nunca lo ha estado: pues mucho más vacío que un pueblo vacío es una urbanización que nunca llegó a estar llena. El capitalismo, que gentrifica las ruinas, genera ruinas que lo son desde el principio; es decir, nacidas como vacíos con caparazón o como caparazones vacíos.
En un momento en el que discutimos sobre los despojos de Franco y el destino del Valle de los Caídos, hay que recordar la suerte de estas obras “incompletas” o “incumplidas” que existen ya concretamente, deshabitadas incluso por la propia abstracción que las creó. En este sentido, reflexionando sobre lo “incompiuto” en Italia, el arqueólogo Salvatore Settis se pregunta: “El problema es: ¿qué hacemos con estos centenares y centenares de testimonios de nuestra insensatez? ¿Los dejamos, justamente, como testimonios de nuestros errores? ¿O los destruimos todos con las bombas y la dinamita? Porque para eliminarlos habría que hacer precisamente eso. ¿O escogemos algunos para conservarlos como restos de una fase cultural, de una fase histórica?”.
Esta es una pregunta a la que también deberíamos tratar de dar respuesta los arquitectos y los filósofos. La dejo aquí, a sabiendas de que deviene un poco retórica si no somos capaces de salvar algunas de estas ruinas insensatas al mismo tiempo que cuestionamos el modelo de crecimiento económico que las construyó insensatamente –y desde el principio– como edificios incompletos y como ruinas completas, un modelo que, en su doble vertiente siamesa (licuefacción y cemento muerto), desmiente la definición del gran crítico de la aquitectura Bruno Zevi: “el carácter que distingue la arquitectura de otras actividades artísticas tiene que ver con el hecho de que opera con un vocabulario tridimensional que incluye al hombre: la arquitectura es como un gran escultura excavada en cuyo interior el hombre penetra y camina”. La arquitectura, en definitiva, es el hueco habitable del humanismo universal.
Pero empecemos, pues, por el principio.
Antes que nada, ¿dónde habitamos?
Y aún antes, ¿qué significa habitar?
Es bueno deshacer las palabras de las que creemos saberlo todo para saber lo que nos están robando. “Habitar”, que en latín quiere decir “ocupar un lugar”, tiene relación directa con –o desprende por necesidad íntima– la idea de “hábito”; es decir, del gesto corporal repetido que en términos individuales y colectivos llamamos ”costumbre”. Es importante llamar la atención sobre el adjetivo “corporal”, pues la posibilidad misma de ocupar un lugar convierte al cuerpo en el eje mismo de la acción. Ahora bien, “habitar” y “hábito” proceden ambos a su vez del verbo “habere”, que significa, como todos sabemos, “tener”. ¿De qué cosas se puede decir que las tenemos? ¿Qué propiamente tenemos? No tenemos un coche ni una televisión ni una casa ni desde luego una mujer o un hombre; tampoco quizás, salvo asociado a esta constelación del “habitar”, un hijo. Lo que tenemos –lo único que tenemos– es un cuerpo y una costumbre. Tenemos cuerpo; tenemos costumbres; y la casa, alquilada o en propiedad, es el lugar donde se reúnen nuestros cuerpos y nuestras costumbres; y solo por eso, aunque no la “tengamos”, podemos llamarla “propia”. Como quiera que esa reunión de cuerpos y costumbres –el “hábito” así lo indica– debe ser por fuerza una repetición, la casa es el lugar de una repetición y ella misma debe repetirse; es decir debe esperarnos siempre en el mismo sitio –en la misma calle, digamos– y albergar objetos reconocibles. Un marinero antiguo –el capitán Achab, por ejemplo– puede habitar un barco, pero nadie puede habitar un avión y aún menos la lanzadera de un parque de atracciones; un hombre religioso puede todavía hoy habitar un templo y un rebelde puede habitar una comuna, pero nadie puede habitar una página web o un chat de Whatsapp. De manera que si desde mi ignorancia me atreviera a definir la arquitectura, diría que es la disciplina que garantiza la existencia de un lugar donde puedan reunirse más de una vez el cuerpo y sus costumbres.
¿Dónde habitamos? Hasta hace pocas décadas habitábamos en nuestro cuerpo y sus alrededores. En los alrededores de nuestros cuerpos había un fuego que rodeábamos corporalmente, de manera que la casa se llamaba “hogar” (del “focare” latino) y en muchos lugares de España –hasta hace poco en los Pirineos– el censo de población se hacía contando los fuegos encendidos cuyo humo salía por las chimeneas. Habitamos cerca del fuego, gran descubrimiento civilizatorio –atribuido a un robo liberador– que exige –o exigía– muchos cuidados repetidos y a veces fatigosos. Cuando éramos aún víctimas de los depredadores –cuenta la bióloga y socióloga Barbara Ehrenreich– el fuego permitió hacer paradas más largas en la eterna fuga de los humanos; y permitió –añado yo– dormir más horas y con menos inquietudes. El sueño, necesidad biológica, se convierte en costumbre y, por lo tanto, en “casa” gracias al fuego, pero sólo a condición de que, mientras todos reposan, alguien permanezca despierto, alimente la hoguera y vele el sueño de los demás. “Habitar” implica, por tanto, un reparto de las tareas que, al mismo tiempo, acaba dividiendo el espacio antropológico mismo: quiero decir que “habitamos” la casa, donde históricamente la mujer ha encendido el fuego y lo ha mantenido encendido, pero “habitamos” también la polis, como condición misma de la existencia del fuego civilizador. Cuando Aristóteles insiste en que la polis es anterior a la casa, está señalando simplemente esta precedencia del fuego y sus cuidados sobre la reunión del cuerpo y sus costumbres. Mientras la casa duerme la polis vela –sus barrenderos, sus enfermeros, sus poetas, que hacen “habitable” la casa humana y que de algún modo refundan cada noche la casa misma. Hoy –veremos después– no son las instituciones debilitadas las que se mantienen despiertas mientras dormimos sino las redes conectadas a internet, que –lo hemos dicho– no son “habitables”.
Un inciso. Si hay un paso de la casa a la polis y viceversa y está relacionado con el fuego y sus cuidados, ha hecho falta una notable violencia –que podemos llamar patriarcado– para olvidar el papel civilizador de la mujer: para no ver, digamos, ninguna relación entre el “desvelo” que reconstruye cotidianamente la casa y el establecimiento de las instituciones que protegen la polis. La polis es anterior a la casa porque es el fuego común el que garantiza el del hogar, pero es el fuego del hogar, que alguien debe mantener con vida, el que explica, como su extensión, el “desvelo” confiado a las instituciones. Esta necesidad de resuturar o recoser la casa y la polis, separadas por el patriarcado, es lo que reivindica el feminismo más sensato en nuestros días.
Hasta hace pocas décadas, decía, habitábamos el cuerpo y sus alrededores, de los que, en todo caso, empezamos a huir hace –quizás– treinta mil años. De esta huida del cuerpo me he ocupado en algunos de mis libros, donde la he inscrito en la consistencia ontológica del cuerpo mismo. Uno de los procedimientos de fuga es la Historia, concebida precisamente como la distancia que existe entre el lugar donde vivimos (o que habitamos) y el lugar donde se deciden nuestras vidas (que es inhabitable). Esa Historia –esa distancia– ha aumentado a velocidad acelerada en los últimos siglos a través también de una movilidad física aupada en formatos tecnológicos cada vez más ”avanzados”. No siempre estoy de acuerdo con Almudena Hernando y su obra La fantasía de la individualidad, pero sí creo con ella que si la Historia –la distancia– es más masculina que femenina se debe a que la mujer se ha alejado menos del hogar y sus cuidados, condición presupuesta y olvidada de la movilidad de los hombres: Ulises puede viajar y correr aventuras y cambiar la historia –digamos– porque Penélope mantiene su casa en pie. Podemos discutir sobre las razones de esta diferente movilidad y reivindicar sin duda el derecho de las mujeres a correr al lado del hombre, pero la pregunta más bien debería ser si la emancipación de la humanidad –que es también lucha contra la Historia y sus distancias en favor del “habitar” y sus alrededores– pasa por que la mujer se vuelva más histórica –más distante– o por que el hombre se vuelva más “hogareño”; es decir, deje de huir –a expensas de la mujer– y pase a habitar una casa y una polis comunes; y a alimentar y proteger un fuego común.
En todo caso, ¿dónde habitamos hoy? Ya no en un “hogar”, porque el fuego ha perdido su centralidad; y porque incluso la televisión, que en los años 70 había ocupado su lugar en el salón familiar, ha sido deslocalizada y dispersada, cuando no reemplazada por un crepitar de pantallas individuales. Ya no habitamos en una casa porque no tenemos cuerpo y no tenemos costumbres. Esta doble pérdida de “habitación” se corresponde con una aceleración que, en términos económicos, llamamos capitalismo neoliberal y, en términos tecnológicos, era digital.
Hablaba más arriba de la diferencia entre medir y calcular y de su correspondencia con la diferencia paralela entre imaginar y fantasear. El capitalismo es una fantasía porque es incapaz de medir, es decir, de reconocer los límites del mundo; ni de contemplar los cuerpos, por tanto, como otra cosa que residuos u obstáculos para sus operaciones de cálculo. La mirada neoliberal no puede ya censar los cuerpos por el número de fuegos encendidos en un hogar y, si necesita localizarlos e identificarlos, como potencial fuente de amenaza que son (de contagio y de terrorismo), ya no lo hace dentro de las casas. Hasta finales del siglo XIX las casas habitaban a su modo la polis, amontondas y libres; tras las sucesivas barricadas del París revolucionario la policía francesa –nos cuenta Foucault– comenzó a numerar las viviendas calle por calle, anclando su deriva en un padrón, práctica hoy familiar que el filósofo francés consideraba, junto a las sanitarios, un procedimiento novedosísimo de disciplinización e individualización de los cuerpos. Pues bien, bajo el capitalismo neoliberal altamente tecnologizado, los cuerpos, ya separados de la Historia, se han escindido también de la individualidad, de manera que el poder político tiene que controlarlos y disciplinarlos al margen de las costumbres y de las casas. Por un lado es ya imposible saber dónde están los cuerpos porque ya no hacen esa cosa antigua y a veces reaccionaria que llamábamos “habitar”. Hasta la generación de mis padres, en tiempos de paz, los europeos solían vivir toda su vida en la misma ciudad y en solo dos casas –que por eso lo eran–: la de sus padres y la de la familia que formaban al casarse. No pido que eso se repute ni bueno ni divertido. Sólo que se tome constancia del hecho. Hoy un europeo de 50 años se ha “mudado” de media al menos cinco veces; más veces aún los que viven en una casa de alquiler. Si a eso añadimos la irrupción de los fondos buitre en el mercado, el aumento de los precios y el creciente número de desahucios –consecuentes al pinchazo de la burbuja inmobiliaria– podemos decir que el concepto “casa” ha sufrido una erosión notable en las últimas décadas.
Pero a esto hay que añadir las dificultades tecnológicas. Sin cuerpos ni costumbres el verbo “habitar” se vuelve irrealizable. Pensemos, por ejemplo, en cómo el teléfono móvil ha consumado del modo más banal esa escisión entre cuerpo e individualidad: no sólo porque ya no sabemos dónde están los cuerpos con los que hablamos (“¿dónde estás?” y no ya “¿cómo estás?” es la primera pregunta dirigida a nuestro interlocutor) sino porque el teléfono móvil, y no el número en el dintel de la vivienda ni el DNI, se ha convertido en el objeto y en el vehículo de todo control (político y económico); y porque subroga además nuestra condición ciudadana frente a la administración, a la que ya sólo podemos acceder –o casi– a través de un dispositivo telefónico, con las consecuencias previsibles, en términos de incuria y abandono, para la población ya vulnerable de mayor edad.
Hoy un europeo de 50 años se ha “mudado” de media al menos cinco veces; más veces aún los que viven en una casa de alquiler.
Esta escisión entre el cuerpo y la individualidad se hace aún mayor en las llamadas redes sociales. Decía más arriba que internet es “inhabitable” y lo es porque, como recordaba la escritora italo–estadounidense Silvia Federici, no permite la reproducción ni los cuidados: “Durante demasiado tiempo se ha pensado lo común en una forma típicamente masculina”, escribe, “por ejemplo la mirada que plantean Negri y Hardt, sobre todo en su primera obra, donde lo común se piensa a través del trabajo digital y de internet como espacio comunitario. Esta concepción del común tiene problemas muy grandes, porque internet no nos permite reproducirnos”. La “casa”, decíamos al principio, es el lugar físico donde se reúnen el cuerpo y sus costumbres; y toda verdadera “habitación” es, en este sentido, repetición. Desde los años 50 del siglo pasado, pero sobre todo con el acelerón tecnológico de las tres últimas décadas, se ha producido un viraje histórico decisivo en las entrañas del capitalismo; me refiero al desplazamiento de la explotación del ámbito de la producción al ámbito del ocio. Digamos que la explotación durísima de los cuerpos en lugares físicos (fábricas y talleres) en el período llamado fordista iba acompañada de una sombra o espectro de “habitación”: el trabajador “habitaba” la fábrica en la medida en que repetía gestos alienantes, sí, pero la “habitaba” sobre todo porque en ella se construía una experiencia y una biografía, así como una comunidad solidaria de cuidados recíprocos (que a veces se denominaba sindicato). Pues bien, la deslocalización de las fábricas y los cuerpos coincide con la financiarización de la economía y estos dos fenómenos a su vez con la explotación masiva, por vía tecnológica, del tiempo libre. Es lo que el filósofo francés Bernard Stiegler ha calificado con acierto de “proletarización del ocio”, que define como una extensión de la proletarización del trabajo: del mismo modo –dice– que el trabajador proletarizado no es dueño de sus medios de producción, el consumidor proletarizado no es dueño de sus medios de re–creación. No es dueño, en definitiva, de su tiempo libre, que se traslada del espacio y sus objetos a esos flujos tecnológicos sincrónicos que atraviesan y parasitan el tiempo mismo de nuestra conciencia. De manera mucho menos filosófica podemos decir que el capitalismo neoliberal altamente tecnologizado ha prohibido el aburrimiento, foco de resistencia corporal no rentable y no controlable. La sedicente “industria del entretenimiento” mueve más beneficios que las drogas y casi tantos como las armas; y es a través de ella que se obtiene además información sobre los cuerpos y sus deseos.
Esta “proletarización del ocio”, volcada en las redes sociales, es de algún modo incompatible con el concepto de “casa”. Antes hablábamos de la descentralización del fuego en pantallas individuales periféricas como de una dispersión y volatilización de los cuerpos reunidos; y asociada a su vez a la erosión de la frontera entre una polis virtual inhabitable y un “hogar” ahora deshabitado. Pero es que el formato tecnológico mismo –que, por cierto, rechazan para sus hijos y para sí mismos los artífices de la revolución digital de Sillicon Valley– impide de una manera aún más radical la construcción de una “casa”.
Últimamente me he ocupado a menudo –en escritos y conferencias– de la facultad de la “atención” a partir de un concepto teológico, la hypomoné, que la filósofa, mística y militante francesa Simone Weil (1909–1943) traduce como una combinación de atención y de espera; es decir, como una situación existencial de “espera atenta”. Hay cosas a las que no se puede prestar atención: las que van demasiado deprisa, las que van demasiado despacio, las que están demasiado lejos, las que están detrás de nosotros, las que son demasiado grandes, las que son demasiado pequeñas. Los humanos podemos prestar atención tan solo a las cosas que comparecen a escala antropométrica o, lo que es lo mismo, a la medida de nuestros cuerpos. La escala antropométrica –la escala de la atención– ha sido socialmente abolida por un capitalismo altamente tecnologizado que deshace los cuerpos y sus vínculos por dos vías simultáneas: convirtiéndo los cuerpos en “imágenes” y convirtiéndolos en “sistemas” (como diría Ivan Illich). Las redes y la publicidad, por ejemplo, convierten nuestros cuerpos en imágenes; el deporte profesional y la medicina especializada, por su parte, en sistemas. Lo que estamos perdiendo, en definitiva, es la “hypomoné” weiliana: esa idea de que mientras esperamos (el metro, a nuestro novio o la salvación) podemos prestar atención al mundo y sus objetos. El capitalismo hiperindustrial ha prohibido materialmente la hipomoné, no permite las esperas y nos coloca siempre, por tanto, fuera del umbral de la atención. Ha prohibido –como decía antes– el aburrimiento, que es (parafraseando a un gran autor barbudo) “la verdadera fuente de toda riqueza”.
Qué esté prohibida la hypomoné quiere decir que ahora está prohibido esperar. Y quiere decir que ahora está prohibida la distancia.
Detengámonos aquí un instante para acabar. La atención es la decisión de poner el objeto allí donde no puedo comérmelo: lejos en el tiempo y en el espacio. La decisión –es decir– de esperar el objeto si aún no ha llegado y de renunciar a comérmelo si ha llegado ya. La hipomoné tiene que ver, por tanto, con una ontología del “aún” o del “todavía”. En la espera decimos: aún no ha llegado. En la mirada decimos: aún dura. Lo contrario de esta ontología del “aún” es una necrología del “ya”. Siempre comemos en un ya. Siempre nos comemos un ya. Lo que –reparemos en ello– nos devuelve a esa diferencia enunciada más arriba entre la deuda y el ahorro o entre el presente de la destrucción y el futuro de la conservación.
“Aún no ha llegado” es la espera. ¿Y Marta? ¿Y el amor? ¿Y la revolución? ¿Y las jacarandás en flor? Aún no han llegado. Este “aún” de la espera atenta tiene que ver también, por eso, con la “sorpresa”. No es sólo ya que de ciertas cosas no podemos saber cuándo o si llegarán sino que de otras, muy decisivas, sólo podemos decir que las estábamos esperando una vez han llegado y comparecen ante nuestra vista. No sabíamos que esperábamos esa mujer o ese hombre o ese crepúsculo o ese bosque de hayas (y de ahí la cursi y convencional declaración de amor: “llevaba esperándote toda la vida”). Su llegada nombra y cierra una espera. La contingencia, en efecto, es la ley de la espera, entendida –si fuésemos teólogos– al modo de Simone Weil o Ivan Illich: como el reconocimiento de un mundo que no está en nuestras manos, que no podemos repetir a voluntad, que está –por así decirlo– en manos de un dios.
“Aún no ha llegado” es la espera. “Aún dura” es la atención. ¿Y Marta? ¿Y el amor? ¿Y la montaña? ¿Y la casa? Aún duran. Duran porque hemos renunciado a comérnoslas, porque las miramos, porque las cuidamos. La relación entre el amor y la belleza es este cuidado en la duración, imposible allí donde la regla de vida es lo “incompiuto”: ”basta mirar un objeto largamente para que se vuelva interesante”, decía Flaubert. De esta duración de la mirada (en sentido lato), de este cuidado en el espacio procede el “valor” de cada criatura en particular y del mundo en su conjunto. ¿Cuánto vale una vida humana?, me preguntaba en uno de mis libros. Y respondía siguiendo y rebasando al autor barbudo recién mencionado: si una mercancía vale tanto como tiempo es necesario para su producción, un cuerpo humano vale tanto como tiempo se invierte en mirarlo (con los ojos y con las manos). Por eso, en esticto paralelismo, todo proceso de mercantilización es un proceso de desvalorización. En cuanto al trabajo de “valorización”, lo apuntábamos más arriba, lo han hecho siempre las mujeres –mientras los hombres huían Historia arriba o Historia abajo– y ahora que todos podríamos ser un poco mujeres, al menos en este sentido, todo proceso de valorización está amenazado por la falta de “casa” asociada a la pérdida de atención, consecuencia a su vez de la “mercantilización” tecnológica de la existencia misma. En cierta forma, todos hemos sido víctimas de un desahucio: algunos material, otros mental. Pero todos nos hemos quedado sin “habitación” donde reunir los cuerpos y sus costumbres.
En definitiva, las cosas –los cuerpos– tienen valor porque las esperamos y las cuidamos. Así que hablar de un mundo sin tiempo de espera y sin atención (sin hypomoné weiliana) es hablar de un mundo sin “aún”, un mundo sin “valor”, un mundo enteramente comestible. Un mundo de incuria, descuidado, desatento, que pasa por encima de los cuerpos, descompuestos en imágenes o en sistemas, para parasitar la abstracción del presente y sus ruinas desahabitadas. Un mundo “inhabitable” en el que es imposible construir una verdadera “casa”. Un mundo, en suma, del que hemos desalojado a los humanos, clave y condición de toda arquitectura, y con ellos el mundo mismo.
[1] Este texto es la elaboración de dos intervenciones del autor en el IX seminario Arquitectura y Pensamiento que, con el título “(re)construir, (re)habitar, (re)pensar” y organizado por el Grupo de Investigación en Arquitectura y Pensamiento de la UPV, se celebró en Valencia el pasado 12 de diciembre de 2019.