Sobre la UPF, López Bofill, la violencia y el colonialismo asumido
Vicent Partal
VILAWEB
Estoy estupefacto por el anuncio que ha hecho la Universidad Pompeu Fabra, diciendo que investigaría un tuit de Héctor López Bofill que no fue hecho en ningún ámbito académico ni hace referencia alguna a esta universidad, de la que él es profesor. El tuit en cuestión, hablando de las contradicciones del independentismo, decía: “Se admite resignadamente que mueran casi 25.000 personas de cóvid-19 y nos produce terror absoluto que muera alguien a consecuencia de un conflicto de emancipación nacional”. Pura descripción.
Antes de continuar, creo que hay que poner de relieve que el año pasado el profesor López Bofill, precisamente, publicó un libro en la prestigiosa editorial inglesa Routledge titulado ‘Law, Violence and Constituent Power’ (1), y que este libro ha sido considerado uno de los mejores libros del año sobre teoría constitucional en lengua inglesa.
Digamos, pues, que sobre la violencia y los usos constitucionales vinculados a ella, López Bofill tiene un conocimiento acreditado y reconocido. La dirección de la Pompeu Fabra, sin embargo, ha reaccionado a este tuit pidiendo “al órgano competente de la universidad que explore si, en virtud de los principios y mecanismos que recoge el Código Ético [de la institución] corresponde emprender algún tipo de acción”.
Naturalmente, mucha gente ha respondido criticando a la UPF. Por ejemplo, en las páginas de este diario, hoy mismo, encontrarán este artículo del profesor Joan Ramon Resina (2), que tiene unas credenciales indiscutibles, y muy superiores a las mías, para hablar de ello. No creo que haya que insistir en ello, pues.
Pero a mí sí que me gustaría, en todo caso, ir un poco más allá de este aspecto del debate, para tratar de entender cómo puede que nos encontremos una reacción como ésta y qué hace que un Rector como Oriol Amat haya podido actuar así. Y quiero ir más allá porque la anécdota, en definitiva, saca a la luz la existencia de un tabú de catalanes extremadamente útil para el nacionalismo español y del que nadie quiere ni hablar, de tanto miedo que da: la violencia. Es evidente que la reacción de la UPF sólo puede explicarse como una reacción increíblemente exagerada, temiendo que el tuit “manche” la institución, a partir de la suposición de que la frase del profesor Bofill sea un llamamiento a ejercer la violencia contra España para conseguir la libertad. Que no lo es.
Ahora, la pregunta interesante para mí es ¿qué caramba pasaría si lo fuera? ¿Dónde estaría el problema si un profesor universitario dijera o explicara que el conflicto nacional entre España y Cataluña puede implicar que haya muertes? Y digámoslo todo: como si no los hubiera habido, ya…
Antes he hablado de tabú. El tema de la violencia es más que eso y es importante contextualizarlo y entender cómo se utiliza. La violencia de ETA ha sido para el régimen del 78 el equivalente de la plaza de Oriente franquista –un espacio de grandes adhesiones acríticas que suscita consenso en torno a la autoridad. Y las consecuencias de esta victoria ideológica del españolismo son evidentes. A base de imponer su versión particular de la paz armada, han conseguido entronizar un discurso según el cual ellos tienen el derecho de matar a quienes quieran y en las condiciones que quieran y pueden ejercer la violencia de forma cotidiana contra nosotros –en los tribunales, con las armas, en los restaurantes o consultas médicas, con los insultos, con las leyes o como sea. Pero pobre de ti si ni siquiera te atreves a pensar, simplemente a pensar, si es lógico y natural el desequilibrio político entre los dos contendientes que esto origina.
Y al respecto, no se engañen: no se trata de imponer una cultura de la paz, sino de someter el pensamiento y forzar a los catalanes a respetar la violencia que se ejerce contra ellos. A respetar al ‘amo’ que se ha otorgado el derecho divino de ejercer la violencia y la ejerce, sabiendo que esto le hace más poderoso. En definitiva, estamos ante un ejercicio elemental de humillación y control social del contendiente que quiere resaltar y hacernos asumir quién es el que manda de verdad y hasta qué punto está clara la disimetría del poder. Y aquí tenéis, como un magnífico ejemplo de su gran resultado, el Primero de Octubre y la reacción, de derrotados y temerosos, de buena parte de la clase política catalana.
Contra esto, y para liberarnos de este tabú, alguna vez he recomendado leer los teóricos anticolonialistas. Para aprender. Creo que es muy importante que los leamos porque pueden ayudarnos a cambiar de actitud. El “ deber de la descortesía” de Malcolm X, por ejemplo, debería ser, con urgencia, una actitud generalizada en nuestro país. Y nos hace falta releer ‘Los condenados de la tierra’ para entender bien qué es la libertad de saberse no subordinado, que Frantz Fanon nos explica precisamente diciendo que “la violencia desintoxica al individuo” –lo que se vio claramente, y lo experimentamos, en la batalla de Urquinaona. Repasar, en fin, el ‘Discurso sobre el colonialismo’ de Aimé Césaire o entender y asumir aquella demostración empírica de Edward Saïd de que las imágenes discursivas que crea el poder sobre el pueblo colonizado son un arma de primera magnitud, nos iría muy bien a todos. Nos ayudaría a reconstruirnos. Incluso deberíamos leer a la adorada Hannah Arendt cuando explica, de forma tan aguda como magistral, que “la violencia aparece allí donde el poder peligra”. ¿Y recuerdan las urnas de 2017, cuando la violencia apareció, o no las recuerdan ya?
Por tanto, no es una cuestión de violencia o no violencia, sino de sometimiento: esto nos lo deberíamos meter todos en la cabeza. Porque para ganar primero tienes que querer ganar; y si quieres ganar la primera necesidad es no sentirte nunca inferior a tu enemigo. Que es lo que hace Héctor López Bofill y es eso que la dirección de su universidad pretende que deje de hacer.
(1) https://www.routledge.com/Law-Violence-and-Constituent-Power-The-Law-Politics-And-History-Of-Constitution/Bofill/p/book/9780367516710
(2) VILAWEB
La disposición hamletiana de la UPF
Joan Ramon Resina
Con el anuncio de que estudiará emprender alguna acción punitiva por un tuit del profesor Héctor López Bofill, la Universidad Pompeu Fabra ha atravesado una línea que nunca ninguna universidad que se respete debería atravesar: la de la libertad de expresión, que con esta decisión la UPF honra más en su incumplimiento que en su observancia. La libertad es o no es, y si se defiende sobre todo cuando la expresión “no refleja ni la visión ni los valores de esta universidad”, como dice el comunicado. Un comunicado que es una toma de posición política, lo que una institución académica nunca puede hacer sin dañar su autonomía. No sé si los rankings internacionales de universidades valoran este factor, como sí ponderan los rankings de democracias, pero si la libertad de expresión es un índice de integridad académica, la Pompeu Fabra de debería perder posiciones.
La libertad académica se protege con estricta neutralidad institucional. Desde la fundación, la Pompeu Fabra ha tenido en nómina a destacados unionistas, algunos de los cuales han tomado posiciones éticamente discutibles sin que la autoridad académica se haya pronunciado, algo que en principio encuentro correcto. Pero la universidad también tiene independentistas en nómina y eso, en las actuales circunstancias de acoso ideológico, parece que justifique sacrificar la autonomía y abandonar la neutralidad. Sólo de este punto de vista se entiende que el comunicado de la Pompeu Fabra afirme que tiene una visión y unos valores que son de rigor para toda la comunidad académica y los pretenda imponer con sanciones a los díscolos. El comunicado no explica la visión ni enumera los valores, pero de la repulsa al profesor se desprende que en los mismo no entra defender la diversidad de visiones ni la libertad de pensamiento, que son o deberían ser el privilegio de la universidad. En latín la palabra ‘universitas’ quería decir la totalidad del mundo, es decir, el conjunto de todo lo que existe bajo el sol del intelecto. A pesar de referirse a una pequeña cofradía de estudiosos, como eran las universidades medievales, el término siempre expresó la idea de inclusión. Así se lee en una carta de Leonor de Aquitania, donde la expresión “noverit universitas vestra” significa “toda su comunidad”.
Parece mentira que deba recordarse en una universidad que la libertad, como decía George Santayana, es un método y no un objetivo, una práctica y no un estatuto. La libertad de expresión no es un icono para exhibir en una vitrina de buenas intenciones, sino un hábito que, mientras la actual dirección no lo desmienta, consiste en el funesto vicio de pensar y el compromiso de comunicar el pensamiento. La libertad académica existe para proteger el derecho de buscar la verdad y promulgarla sin restricciones administrativas dentro de la institución, así como los derechos de asociación y expresión en la esfera pública que al profesor le corresponden en tanto que ciudadano.
El anuncio de que la universidad estudiará la forma de sancionar a López Bofill por una opinión que le incomoda no sólo coarta el derecho del profesor de expresarse, también excede la jurisdicción académica y atenta contra sus derechos de ciudadano. Pues el tuit no llevaba el logotipo de la universidad ni el profesor lo hizo en nombre o en representación de la institución.
Siempre ha habido ataques a la libertad de expresión, pero la gloria de una universidad radica en resistirlos. Durante el maccarthismo, la Universidad Harvard fue un objetivo destacado del ‘National Council for American Education’, plataforma creada para expurgar a los profesores sospechosos de actividades “antiamericanas”. En 1949 el consejo hizo pública una lista de profesores de esa universidad, supuestos miembros de un frente comunista. Entre otros, Crane Brinton, Arthur M. Schlesinger senior y el economista John Kenneth Galbraith. Aunque la universidad acabó suscribiendo la tesis de que ser miembro del Partido Comunista incapacitaba para ejercer la libertad académica, Harvard resistió las presiones para expulsar a nadie a causa de su relación presente o pasada con el comunismo. En el caso de Wendell H. Furry, una comisión universitaria censuró la decisión del profesor de invocar la quinta enmienda de la constitución para evitar responder a la inquisición congresual. Pero en términos generales Harvard defendió la libertad política del investigado, por lo que envió una señal a la comunidad educativa. Este comportamiento fue un auspicio de dignidad en un ambiente de terror que anulaba la protección de la cátedra y hacía que los profesores lo pensaran mucho antes de aventurar cualquier opinión y que los estudiantes se encerraran en un silencio conformista. Harvard disponía de un importante precedente. Durante la Primera Guerra Mundial, las actividades pro-alemanas de algunos profesores obligaron al rector A. Lawrence Lowell a distinguir entre los asuntos que competían el área de estudio y los que quedaban fuera del mismo. Lowell declaró que la libertad de expresión en el aula era intocable. La dificultad radicaba en la acción política exterior y el rector decidió que extramuros el profesor gozaba del mismo derecho que cualquier ciudadano. En virtud de ese derecho, tenía plena libertad de expresión y de asociación.
En Estados Unidos el ataque a la libertad académica durante los años cincuenta y sesenta tuvo éxito gracias a una estrategia de dos fases. En la primera fase, el maccarthismo señaló a los sospechosos y extendió el miedo a la comunidad educativa. Cuando Joseph McCarthy fue desacreditado, los moderados pudieron rematar la labor represiva sin sentirse cómplices de los desatinos de aquel oscuro personaje. Fueron personas mesuradas, incluso liberales, las que, en el clima de histeria creado por aquel político y otros aún más decisivos, como J. Edgar Hoover, terminaron el programa represivo expulsando a profesores de casi todas las universidades del país. De nada sirvió la libertad de expresión para protegerlos; los políticos conservadores y sus patrocinadores en la industria y los negocios consiguieron silenciar las voces críticas. A mediados de los años cincuenta la situación llegó a ser tan absurda que, cuando unos estudiantes de la Universidad de Chicago hicieron correr una petición para instalar una máquina dispensadora de Coca-Cola en el laboratorio, nadie quiso suscribirla. Desde el maccarthismo en Estados Unidos y del franquismo en España, las cosas han cambiado. En la Pompeu Fabra seguramente hay máquinas dispensadoras de bebidas, pero en el clima actual los estudiantes se abstienen de reclamar el derecho a la lengua del país por miedo a represalias y los profesores ya tardan bastante en firmar una declaración en apoyo de la libertad de expresión del profesor López Bofill. nadie quiso suscribirla.
El contenido del tuit es discutible, como toda interpretación política de la realidad, pero intelectualmente defendible a poco que se conozca la historia de la descolonización en general y de las luchas de independencia del imperio español en particular. Pero, más allá del debate “académico” de si el sacrificio en aras de la libertad es legítimo o rechazable, la cuestión resulta irrelevante en relación con la castración del derecho a expresarla que la Universidad Pompeu Fabra practica en un profesor por el solo hecho tenerlo en nómina. La pretensión de la administración, claramente selectiva en las opiniones a reprimir, se adapta como un guante a la atmósfera creada por los juzgados, los medios afines al sistema, las operaciones policíacas y, desgraciadamente, el colaboracionismo de las instituciones del país. En este ambiente persecutorio, la defensa legalista que el profesor López Bofill ha tenido que emprender de libertades que parecían definitivamente aseguradas, devuelve la lucha a un estadio anterior y más limitado que el que correspondía a las expectativas democráticas de su generación. Pues estas batallas se suponían ganadas con el fin de la dictadura. Pero la regresión es el objetivo de la reacción que hoy invade las instituciones catalanas, sumisas y sometidas por la flaqueza de espíritu frente a presiones inconfesas.
Héctor López Bofill: «No digo que tenga que haber muertos para ser una república, pero sí que pensemos por qué es un tabú»
Josep Rexach Fumanya
VILAWEB
Entrevista a Héctor López Bofill, profesor y concejal de Junts en Altafulla
La UPF le ha abierto un procedimiento por unos twits polémicos
En un gesto sin precedentes, la semana pasada la Universidad Pompeu Fabra (UPF) emitió un comunicado en el que decía que estudiaba emprender algún tipo de acción contra el profesor Héctor López Bofill, concejal de Junts en Altafulla, por un twit polémico. Había escrito en las redes que veía contradictorio que se admitiera resignadamente que murieran casi 25.000 personas de cóvid y, en cambio, produjero un terror absoluto que nadie muriera a consecuencia de un conflicto de emancipación nacional.
Hablamos con López Bofill por videoconferencia para que valore la decisión de la dirección de la UPF. Cree que es fruto de las presiones externas y de un “clima de espanto” que se cierne sobre muchas instituciones catalanas. Ve claro que es un ataque contra su libertad de expresión y académica y desarrolla el razonamiento de su twit.
— ¿Siente que la Universidad Pompeu Fabra le ha vulnerado la libertad de expresión?
— El mero hecho de que publicaran el comunicado provoca lo que los profesores de derecho fundamental llamamos ‘chillling effect’. Es decir, el efecto de desánimo. Si tú sabes que puedes ser sancionado por una expresión, entonces no emites esa expresión; o al menos te lo piensas dos veces. Y esto ya limita mi libertad de expresión. De hecho, los tuits que hice se enmarcan en un trabajo más amplio que estoy escribiendo. Es un ensayo que lo quería titular ‘La lucha definitiva’. Y ahora tengo que pensar qué haré de todo esto, precisamente por este efecto desalentador, que me hará pensar dos veces si publico este ensayo o no. Pero ya pensaré, porque todavía no lo tengo hilvanado del todo.
— Y la libertad académica, ¿cree que también ha sido afectada?
— Ellos dicen que el twit no forma parte de mi actividad investigadora ni docente y que no se produjo en las instalaciones de la universidad. Pero resulta que yo he escrito un libro sobre esta temática: ‘Law, Violence and Constituent Power’. Que justamente se haya reprimido esto, el hecho de hablar de la violencia en el origen de los procesos constituyentes, sí afecta a mi libertad académica. Porque esto entra en un marco de mi investigación, que he estudiado bastante a fondo. Por todo ello, todavía es más perverso que haya una limitación en mi libertad de expresión sobre esta cuestión.
— ¿Por qué cree que un mensaje como el que hizo ha molestado tanto?
— Ahí creo que es necesario entrar en aspectos más políticos que deben circunscribirse en un clima de terror generalizado en el movimiento independentista y la sociedad catalana, a consecuencia de la represión. Siempre que existen estas reacciones viscerales significa que tocas una parte del inconsciente colectivo que hace que las reacciones puedan ser desproporcionadas.
— ¿Y cuál es el motivo?
— La razón más profunda, en el bando independentista, es la gran contradicción de parecer que queremos un Estado pero no queremos los mecanismos coactivos que implica este Estado. Y uno de los mecanismos que implica un Estado es el ejercicio del monopolio de la violencia, como decía Max Weber hace más de un siglo. Entonces, éste es un gran tabú que tenemos en el proceso independentista desde los orígenes y que en algún momento debe cambiar. Porque, si no, podremos hacer muchas cosas, pero un Estado no. Básicamente la cuestión es que en una república catalana los ciudadanos que no sean independentistas paguen los impuestos como los independentistas. Y para eso necesitas elementos coactivos como los que tiene España. Esta componente, hasta ahora, siempre se había quedado fuera de la reflexión del proceso de independencia. Y en el momento que sacas esto a la luz parece que incomodas a todo el mundo. No sólo aquellos que puedan ser sujetos pasivos de la coacción del nuevo Estado catalán, sino también aquellos que deberían ser sujetos activos.
— Describe un cambio de actitud que va en la dirección opuesta de “Ni un papel en el suelo” y “La revolución de las sonrisas”.
— Sí. Y en el proceso independentista hemos llegado a una fase en la que ya sólo nos quedan estos elementos coactivos para completar la estructura de Estado. Porque la democracia ya ha dado todo lo que debía dar de sí. Ya la hemos ejercido para convertirnos en un Estado. La ejercimos el 1-O, en cada una de las elecciones al parlamento, ahora con el 52% de los votos… ¿Qué falta para que seamos independientes? Pues ocurre que no tenemos elementos coactivos como un sistema de defensa, un sistema de orden público, un poder judicial o una estructura universitaria, que impongan el nuevo orden nacional. Y pasar de la creencia de que lo haremos con la democracia a construir las estructuras de Estado que ejerzan el monopolio de la violencia legítima es un paso que nadie está dispuesto a dar. Y si dices que es necesario hacerlo te sancionan. No puede ni decirse.
— Porque es una reflexión que no sería homologable a ojos de Europa.
– No sé qué Estado de Europa no ejerce el monopolio de la violencia para establecer su orden nacional. Debemos tener muy presente que Europa, tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial, tiene una trayectoria algo más acreditada que otras regiones del mundo en la defensa de los derechos fundamentales, la democracia y el estado de derecho. Pero a la hora de la verdad, algo que no se cuestiona es la integridad territorial y la identidad nacional de los Estados miembros de la UE. Cuando vas contra el corazón de la estructura de poder de uno de estos estados miembros es cuando puede producirse una conmoción como en el caso de Cataluña. Estoy convencido de que la instauración de una república catalana sería la mayor conmoción que tendría la UE de estos últimos años. Y por eso todavía no se ha logrado. Y creo que, de hecho, cuando nos pusimos a ello, a principio de la pasada década, tampoco éramos conscientes de estas repercusiones.
— En el libro ‘Law, Violence and Constituent Power’, ¿qué conclusión extrae?
— Analizo los orígenes de las democracias liberales y en todas ellas hay violencia. Me dice que no es una visión homologable en Europa, pero veamos cómo se funda la República Federal Alemana, con una ocupación militar después de la Segunda Guerra Mundial; miremos cómo la quinta república francesa se funda durante la colonización de Argelia; cómo el Reino Unido entra en la UE con un conflicto brutal abierto en el Ulster. En los orígenes de estos contextos que tendemos a considerar impecablemente democráticos existe un charco de sangre. O el proceso constituyente de Chile, que ahora nos tiene a todos maravillados: pues fue posible gracias a que en 2019 hubo un estallido social. Y murieron 24 personas.
— El miedo siempre es de quien será el primer muerto.
— Es evidente. Y esto ocurre en todas las experiencias históricas. Con el twit yo decía que a nadie le causa el mismo terror que mueran casi 25.000 personas de cóvid-19, que un muerto o una docena por un motivo político. Creemos que como sociedad no podemos asumirlo. Pero sí podemos asumir 25.000 muertes de cóvid. Esto no es por el miedo a la muerte, sino que es consecuencia de un clima de espanto generalizado que tenemos en la sociedad catalana y, particularmente, en el movimiento independentista; consecuencia de la violencia que el Estado ejerce sobre nosotros. Que por el momento ha sido de baja intensidad. ¿Pero qué hubiera pasado si en octubre de 2017 se hubiera resistido? Algunos políticos lo han sugerido. ¿Y qué debate tendríamos ahora, fuéramos independientes o no? ¿Habría ahora una mesa de diálogo si en 2017 hubiera habido una violencia de alta intensidad como parecía que podía haber? Yo no digo que tenga que haber muertos para que seamos una república, pero sí que debemos pensarlo. Debemos pensar por qué nos da miedo y por qué es un tabú. Porque ese tabú posiblemente podría ser la razón del fracaso del proceso. Debemos tener en cuenta el pasado, y nunca ha habido secesión alguna sin violencia. Nunca.
— Quebec y Escocia pudieron alcanzar un referéndum sin medidas coactivas y habrían podido llegar a la independencia pacíficamente.
— Pero no la hubo y son procesos de independencia que, de momento, han fracasado. Y otra reflexión. En el momento en que existe una democracia, estable, es más difícil que exista una independencia. Lo decía un unionista de Quebec. Y el caso catalán es aún más diabólico porque pasamos por democracia, pero no lo somos exactamente. Y en el momento en que propones la independencia están dispuestos a ir contra ti, pero tú no estás dispuesto a ir hasta el final para crear las estructuras que permitan calzar la secesión. Estamos aterrorizados de ir más allá y continuar el proceso que se interrumpió en 2017. Es consecuencia de las represalias personales, y es comprensible. ¿Cómo debes sentirte si te piden cuatro millones de euros por una acción exterior que ni siquiera proponía la creación de una república catalana? Yo creo que todos tenemos que hacer una reflexión, una terapia de grupo, para ver cómo se supera esta represión. Esta sensación de retroceso y espanto no sólo la encontramos en las instituciones políticas, sino en las supuestas asociaciones independentistas. ¿Qué hacen y qué han hecho? Básicamente, en 2017, todos vimos que no se podía ir más allá con la independencia a través del proceso democrático y pacífico que se había llevado a cabo hasta entonces. Lo que yo digo todo el mundo lo sabe, pero nadie se atreve a verbalizarlo.
— Sobre el comunicado de la UPF, ¿por qué cree que la dirección actuó así?
— Hablé con el rector Oriol Amat y le comenté que me parecía un error. Me insinuó, al igual que otro vicerrector, que no podían no hacer nada. Y entendí que era consecuencia de alguna presión que habían recibido. Parece que una parte de la gente que se quejó de mi twit y se pusieron en contacto con el rector no eran del equipo de gobierno ni de la comunidad universitaria. El drama es que también se han producido presiones internas de la UPF y que forman parte de la cúpula que tiene capacidad de decisión. Esto describe la situación de la universidad catalana.
— ¿A qué se refiere?
— En la universidad catalana quien tiene mucho poder son funcionarios españoles. Es una estructura de poder que sobre todo se percibe en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades, más que en el ámbito científico, porque justamente son las disciplinas en las que es más difícil tener una neutralidad científica. Una parte de la cúpula universitaria nunca ha estado a favor del proceso y ha actuado, a menudo, de forma hostil al mismo. Es un resorte de poder que siguen teniendo aunque el independentismo sea mayoritario en la sociedad; esta mayoría no se traslada a la cúpula universitaria. El miedo a perder la hegemonía en este ámbito les hace reaccionar de una más visceralmente, como ha ocurrido ahora.
— La universidad le ha amenazado con emprender acciones de acuerdo con el código ético. ¿A qué se enfrenta?
— Se lo comunicarán al secretario general y éste decidirá. En cualquier caso, no llegará a los cinco años de inhabilitación y dos de prisión que me pedía el fiscal por una acusación del delito de odio. Porque, tal y como dijo en el juicio el fiscal, yo dinamitaba los principios de derecho constitucional español que debería enseñar a mis alumnos. Al final me absolvieron.
— ¿Ha sopesado emprender acciones contra la universidad?
— No, porque espero que en nombre de la libertad de expresión esto acabe en nada. Creo que al final tendré que agradecer lo ocurrido, por dos motivos: por acabar de hurgar en los elementos hostiles al independentismo que hay dentro del mundo universitario y por abrir la reflexión y hacer públicas mis propuestas académicas y políticas.
La luz de gas del Ara y la caducidad del autonomismo
Ot Bou Costa
En cierto modo tiene razón la directora del diario Ara, Esther Vera, cuando dice esa tontería de que la censura no existe en un mundo con redes sociales. Las opiniones de Xavier Roig tendrán fácil para encontrar un altavoz. Y el Ara no teme el efecto Streisand del artículo que no quiso publicar. El objetivo nunca ha sido silenciar a Roig. No querían esconder nada, al contrario. Querían exponer las opiniones y el lenguaje que a su juicio no deben tener cabida en este país. Por eso han empleado el argumento de que un diario que quiere ser generalista no puede publicar artículos irrespetuosos y agresivos. No se niegan a publicar el artículo por miedo, porque probablemente habría pasado desapercibido, sino por una ilusión de influencia política. En el origen de la polémica existe tan sólo el delirio de los periodistas fatuos que confunden el poder de influir en la sociedad con servir al poder por medio de la influencia.
Pasa tres cuartos del mismo con el caso de la Universidad Pompeu Fabra y el profesor Héctor López Bofill. Al rector Oriol Amat no lo turbó en absoluto que un profesor dijera que hemos llegado a admitir la mortalidad pandémica mientras “nos produce terror absoluto que muera alguien a consecuencia de un conflicto de emancipación nacional”. Nadie le pidió explicaciones: fue Amat quien por iniciativa propia dijo que aquello podía ser incompatible con los valores éticos de la universidad. No había ninguna crisis. Amat quería, simplemente, dictar qué se puede decir y qué no, y por eso montó el follón. No son casos de censura: tanto para el Ara como para la UPF, es mucho mejor que las opiniones de Roig y de López Bofill tengan mucho eco que no lo tengan. Cuanto más resonancia tienen, más resonancia tiene su decisión de considerarlas intolerables.
Ni Amat ni Vera trazan líneas rojas para evitar debate alguno. Lo que hacen, en realidad, es contaminarlo desde la base, de tal modo que no se analice la entraña de los conflictos, sino que se limite a preguntarse si la forma de plantearlos es normal o bien es extrema y peligrosa. Así, no sólo imponen ellos sus normas sobre los términos en los que es aceptable plantear los debates. También estigmatizan las cuestiones de fondo. Las convierten en un avispero. Es una forma de quemar etapas: ya han formulado su posición sobre el fondo cuando han marcado los límites sobre la forma. La tuya, en cambio, no la podrás argumentar sin que te marque la etiqueta de extremista. Así se construyen los tabúes. Y así se definen los márgenes y radicalismos.
En un país que sale de un trauma fuerte, está en juego la idea de neutralidad, y el poder siempre se apresura por apropiarse del mismo. Quienes quieren subsistir de la oficialidad deben elaborar un nuevo marco de normalidad. Tienen que hacer coincidir el respeto con lo que ellos respetan; la tolerancia con lo que ellos toleran; la libertad con lo que ellos quieren hacer; el radicalismo con lo que ellos combaten. Es esto lo que ha pasado en los últimos años: no una autocrítica, no un cambio de estrategia, sino una batalla lingüística para construir una nueva moralidad. Por eso Esquerra recuperó enseguida los conceptos de independentismo mágico y de hiperventilación. Por eso hablan de amor y de compartir. Por eso TV3 se llena de castellano y españoles. Por eso prefieren los valentones en lugar de los inteligentes. Para deshacer todas las conclusiones que condujeron a 2017, nos deben arrastrar por el barro, en lugar de debatir como adultos. Y cogen un twit y un artículo superficiales para envenenar el debate sin tener que entrar en el mismo, tal y como utilizan la flaqueza de la CUP para asimilar el rupturismo con la puerilidad.
La cuestión no es la libertad de expresión, sino por qué un diario que nació independentista ya no puede permitirse que un columnista diga lo mismo que decía hace diez años. Reescribir es borrar la verdad. Borrar la verdad implica trabajar para que quienes no quieren reescribir, sino conservar, creen que han perdido el oremus. Y ese trabajo, esa erosión mental, a ellos les ha ido convenciendo poco a poco de que, efectivamente, lo hemos perdido. Que nos hemos radicalizado, presos de las emociones que hemos adolecido, que hemos quedado atrapados en la nostalgia. Es algo propio del maltrato psicológico: para consolidar tu nueva verdad, hay que conseguir que los demás se pregunten, por un segundo, si quizás no están como una cabra por pensar que el catalán tiene un enemigo.
La manera de aguantar sin perder el oremus es no tener miedo a prescindir del viejo poder decadente, y darse cuenta de que su influencia no sólo se debilita, sino que la tenemos en nuestras manos. Sin embargo, Ara y La Vanguardia son diarios cada vez más en caída libre, con muy poca incidencia, mientras los proyectos en plataformas alternativas, los mecenazgos, los medios digitales y las redes sociales afianzan un paradigma nuevo, más libre. Lo bueno, al final, es que la nueva neutralidad que se inventan ahora se edifica sobre tantas mentiras que cuando el conflicto nacional emerja de nuevo, se resquebrajará entera.
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