Parece evidente, que la recuperación de la soberanía de un pueblo, como ha dejado claro el escritor Victor Aleixandre, está intrínsecamente ligada, a su autoestima como tal pueblo. Tal autoestima evidencia un conjunto de referentes: patrimonio cultural, patrimonio institucional, patrimonio humano…etc.
Los pueblos invasores y colonizadores, en primera instancia y sin pausa, se afanan en liquidar la historia y tradiciones de los aborígenes, diluirlas en el olvido y desacreditarlas. Es manifiesto que el poder mediático y represivo de estos invasores habitualmente logra los fines propuestos. Y llegan a conseguir que los pueblos, libres y soberanos antes de ser invadidos, no sólo abracen la cultura, la lengua y las instituciones del invasor, sino que en palabras del citado Aleixandre, terminen por odiar las suyas propias: el «auto-odio». Baste recordar, entre mucho otros, los efectos de la colonización americana en Latinoamérica o la del imperio anglosajón en la Commonwealth.
Decir esto a estas alturas no es aventurar ninguna novedad, pero necesito reflejarlo para exponer algunas consideraciones.
Mucho se ha hablado, sobre el ambiente de crispación que las actuaciones del gobierno de Nabarra genera entre los que nos sentimos patriotas del Estado vasco de Nabarra. A algunos ya nos resulta insoportable la humillación que nos supone esta concienzuda y rabiosa destrucción del patrimonio cultural. Y mientras tanto, parece que gran parte del pueblo nabarro calla y tolera. Se tiene la impresión de que para muchos compatriotas el concepto de soberanía es una entelequia… Hoy el «Gu gaurko euskaldunok…» no pasa de ser una nostálgica evocación, un bello lema, para una bella cristalera. ¡Oi Nafarroa, ez betikoa!
La situación de alienación política y cultural que vive Nabarra no es, pues, algo meramente circunstancial o coyuntural, sino algo metódicamente trabajado e impuesto. Aprendíamos muy pronto las aventuras de Viriato, las gestas de un caballero, dechado de todas las virtudes, que al margen de la leyenda tan solo fue el más competente y osado de los muchos aventureros oportunistas de su época, como el Cid. Fomentaban nuestra singularidad ante el mundo -bien ignorantes, como nabarros, del cinismo y sarcasmo que ello comportaba- con los arrogantes césares del imperio donde no se ponía el sol. ¡Vaya personajes! Fernando el católico, el gran felón. Carlos V, egregio depredador, entre sus grandes dones; no olvidemos el saqueo de Roma; Felipe II, no se sabe si prudente o tenebroso…
Luego venía toda esa chusma, genocidas y honorables ganzúas, transportados de pícaros a héroes, de patanes al gremio del linaje azul, los conquistadores…
Evidentemente los hijos de la «grandeur» no se quedaron atrás. Una simple vuelta por las tarimas escolares de Iparralde sería suficiente para impregnarse con el rancio aroma chovinista de la anoréxica Juana de Arco, del rey Sol… de la toma de la Bastilla… o de sus «venerables y veneradas» instituciones…
Los grandes estados sí se han esmerado en mantener e imponer apasionadamente sus referentes. Y su autoestima, porque en palabras de Aleixandre, un pueblo que mantiene la autoestima elevada no permite que nadie decida por él.
¿Dónde y cómo se diluyeron los referentes de los nabarros? ¿Cuántos conciudadanos nuestros conocen y valoran aquel sistema foral, surgido del alma del pueblo, nunca de la imposición o arbitrio de otras instancias feudales o imperiales? Nuestros más ilustres personajes son tergiversados, olvidados o censurados…No hay muchos nabarros que conozcan a un Francisco de Xavier, jurando a sus diez y seis años luchar contra el invasor castellano, hasta restaurar la honra y el patrimonio de su familia. O a un Pedro de Nabarra, renunciando ante el emperador Carlos a su patrimonio, a su honra y a su propia vida por la soberanía de Nabarra.