Sin relatos compartidos

 

En uno de los ensayos más relevantes de los últimos años, ‘Homo Deus’, el profesor Yuval Noah Harari señala que la principal propiedad desarrollada por la especie humana en los últimos milenios ha consistido en la capacidad de contar historias para favorecer la colaboración a gran escala entre gente que no se conoce de nada. Un relato puede ser el de los dioses de los templos alrededor de los cuales se construyeron las ciudades sumerias, el otro se puede referir al de las multinacionales como Apple y Google y, otro, uno de los más eficaces, el de las realidades nacionales que han llevado a la consolidación de los estados modernos. Bajo esta perspectiva se puede interpretar un conflicto nacional, como el que se ha agravado en los últimos años entre Cataluña y el Estado español, como una competencia entre relatos o quizás, para ser más precisos, como una bifurcación entre historias que en algún momento tuvieron puntos en común que justificaban el mantenimiento de la unidad política.
No sabemos si la secesión catalana llegará a ser consumada, pero sí hay muchos indicios de que el proyecto español en Cataluña se encuentra al borde del naufragio y la clave que permite plantear esta afirmación es que el relato compartido que podía haber unido las diversas sensibilidades nacionales se está evaporando aceleradamente. La sentencia del Tribunal Constitucional de junio de 2010 sobre la reforma del estatuto catalán fulminó el relato dibujado por el régimen de la Constitución de 1978, ciertamente triunfante durante los años ochenta y, sobre todo, durante los años noventa, según el cual la unión con España era fruto del consentimiento de la población catalana que había renunciado a la soberanía a cambio de protagonizar la modernización y la democratización de España. Desde el 2010, sin embargo, el relato que comenzó a caminar con paso firme y que llega a la hegemonía en nuestros días, es que Cataluña no forma parte de España por libre voluntad sino por la fuerza y que la llamada transición española a la democracia no fue nada más que un espejismo para encubrir la relación de dominación establecida por la monarquía hispánica y sus élites desde 1714. En 1978, pues, no hubo ningún pacto sino mantenimiento de la sumisión en la continuidad de los poderes fácticos del franquismo incrustados en las instituciones del Estado y de un proyecto que, lejos de expresar alguna sensibilidad hacia el pluralismo nacional, más bien tendía a insistir en la asimilación. Sin embargo, dada la debilidad española y el descrédito internacional que supuso la agonía del franquismo el catalanismo al menos disfrutó de un ámbito de fomento de un imaginario nacional centrado a través de la Generalitat, de la enseñanza, del sistema de comunicación propio y de la libertad de creación cultural en catalán. Un espacio con poco margen pero que permitió el ascenso de una generación de catalanes, la que ahora está liderando el proceso hacia la independencia y que integra los sectores más dinámicos de la sociedad, que tiene pocos relatos compartidos, por no decir ninguno, con el resto de España. La cuestión es que esta generación ha llegado a la madurez topando con un relato sobre España limitado al desprecio por la cultura, la lengua y la identidad catalanas, a la expoliación económica y, en las últimas fases, a la represión política. Huelga decir que esta realidad también se extiende a las generaciones más jóvenes, las que están construyendo el relato del futuro.
Ante el proyecto positivo de emancipación nacional con el pleno reconocimiento cultural, con la plena capacidad de decisión política y con la plena disposición de los recursos generados en el país, el relato español va camino de reducirse a las sentencias judiciales, al ahogo económico y a la inhabilitación de políticos electos. Pero si las instituciones españolas toman definitivamente este camino del castigo hasta el punto de conducir a sectores representativos de la sociedad catalana al sacrificio deben tener en cuenta que, como dice Harari, más fuerte y triunfante será el relato de aquellos que se sacrifican. Aunque haya parte de razón en las versiones nacionalistas españolas según las cuales esto del catalanismo y del independentismo es «una invención» (como España, dicho sea de paso, tal y como reconoce el historiador Álvarez Junco), es fascinante que no vean cómo no hay nada más poderoso que el sacrificio para que la invención sea realidad.

 

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