La agenda informativa actual está ocupada por dos grandes cuestiones: la violencia machista y la emergencia climática. Es resultado de los hechos objetivos que obligan a hablar. Pero también lo es de una decisión ideológica o, si se quiere, del compromiso explícito de las redacciones de los principales medios de comunicación del país. Ciertamente, la actualidad política, las desgracias personales y las malas noticias colectivas acaban de llenar los tiempos informativos. Pero la presencia sistemática y el énfasis que se pone hacen omnipresentes los dos primeros temas mencionados.
La evidencia de lo que digo se puede constatar en cual ha sido el giro estratégico comunicativo de las grandes corporaciones que tienen más responsabilidad. Las campañas publicitarias de las eléctricas, del sector del automóvil, de las bebidas refrescantes que utilizan más plástico, y una serie de otras marcas de sectores sensibles a los roles tradicionalmente femeninos, se desgañitan a desmentir su pasado cómplice y a ponerse junto a las actuales aspiraciones de futuro.
Que estas prioridades informativas hayan traspasado el mundo de la publicidad se puede leer en términos pesimistas y denunciar su hipocresía. Pero yo más bien hago una lectura positiva. La publicidad no es tanto un mecanismo de coacción como un espejo preciso de nuestra realidad. La buena publicidad estudia las preferencias, el lenguaje y los comportamientos del público al que se dirige, y es por eso por lo que suele hacer un retrato tan cuidadoso. Y si los anuncios de determinadas empresas van llenos de hombres que cocinan para la familia y lavan platos, o se jactan de tener una profunda conciencia ecológica, significa que conocen sus puntos débiles y contra qué imagen tienen que luchar y, de pasada, contribuyen a fijar rutinas y estereotipos de acuerdo con los nuevos modelos de relación personal y forzar cambios en los modelos de producción y consumo.
Desde el punto de vista de las retóricas informativas, sin embargo, tengo serias dudas de que el tono abiertamente apocalíptico que se da sea el más oportuno para conseguir los efectos que se proponen. Desde esta lógica emocionalmente conmovedora, no me parece casual que se haya recurrido a dos niñas -a Malala Yousafzai, la paquistaní que lucha por el derecho a la educación de las mujeres, y a Greta Thunberg, la activista medioambiental sueca- para construir dos emblemas de estas luchas que a la vez simbolizan la vulnerabilidad generacional y la reivindicación casi desesperada de futuro.
Dicho de otro modo: a veces -y siento decirlo- me parece más útil para el cambio social la publicidad que la información. Desde mi punto de vista, la gran cuestión es si hay o no esperanzas de revertir las catástrofes anunciadas. Si las campañas contra la violencia machista están dando o no resultados. Si ya hemos pasado o no el punto de no retorno de las calamidades climáticas. De si todavía hay remedio, o si lo que hay es ir preparando el camino para los últimos que tengan que cerrar la puerta de este mundo y apagar su luz. Porque si hay esperanzas, si estamos revirtiendo estos dramas, entonces, digámoslo. Si nos podemos fiar -aunque sea relativamente- del compromiso de los gobiernos y de las grandes corporaciones, digámoslo. Si incluso podemos confiar en el progreso del conocimiento científico para plantar cara, digámoslo. Si, como explica Andrew McAfee en ‘More from less’, las últimas décadas hemos aprendido a producir mucho más con mucha menos energía y estamos en el camino de «desmaterializar» el consumo, digámoslo.
La desesperanza no traerá los cambios que necesitamos sino que desvelará la insolidaridad egoísta. O añadimos -sin autoengaños- esperanza de futuro, o ninguna gran corporación, ni ningún gobierno, ni científico, ni ninguna Malala ni Greta alguna nos salvarán de una autodestrucción moral que llegará incluso antes de que paremos la masacre de mujeres o nos caiga encima la devastación climática.
ARA