Éste es un artículo difícil, porque en este país andamos todos enredados y atrapados en marañas de sufrimiento, castigos, persecuciones, fidelidades, ilegalidades, intereses, comodidades, escepticismos, lógicas de partido, injerencias oficiales, hastíos…
Quizás por ello se me ha ocurrido recurrir al principio de la navaja de Ockham, como método de no complicar más el asunto y, teniendo en cuenta su complejidad, orientarnos a lo más obvio y sencillo.
Ockham fue un franciscano inglés del siglo XIII que, al ser excomulgado por el Papa, se defendió apelando a la obviedad de sus argumentaciones. Ante dos explicaciones para un mismo fenómeno, vino a decir, probablemente la más sencilla es la verdadera. «Las suposiciones no deben multiplicarse innecesariamente». La navaja de Ockham (el principio de economía) viene a decir que no hagas más suposiciones de las necesarias.
Creo que se está sembrando demasiado alegremente la idea de una cercana resolución al conflicto vasco. No soy quién para decir que a la ligera, u, ¡ojalá! (oh, Alá), con fundamento. Después de tantos años de enfrentamiento y acumulación de castigo, esta perspectiva actúa como factor de ilusión, reclamo para el optimismo, incluso como señuelo para atraer desencantados. Pero, con ser necesaria esta sensación de que algo es posible, la navaja de Ockham diría que no hay más cera que la que arde; y lo que se está viendo y moviendo por la parte española es el proceso de ilegalización, dispersión, endurecimiento de penas, intimidación, y una serie de elementos que, con matices, abundan en este rumbo poco halagüeño.
De hecho, el conflicto abarca y va más lejos que los lugares comunes de la violencia de ETA, la pacificación, normalización y similares. Una solución real ha de partir de coordenadas y correlaciones de fuerzas muy distintas a las que manejamos. Y, probablemente, debería basarse más en la sociedad civil que en las organizaciones políticas, demasiado integradas en el sistema oficial, en sus trampas, marcos, procedimientos y triquiñuelas. Pero, por no alejarnos demasiado del filo de la navaja sobre el que coloquialmente divagamos, quedémonos en los parámetros de lo inmediato.
En estos términos, un elemento chirriante, más allá de la posición cerril del Estado, es la actitud del ejecutivo de Gasteiz, de la Ertzaintza, de la consejería de Interior, que a veces alcanza a la portavoz del gobierno. No hay que remontarse demasiado en el tiempo para constatar la agresividad con que se manifiestan. No se vislumbra tampoco en este terreno, en teoría menos bélico, ninguna señal de apaciguamiento. Dureza en las intervenciones policiales, cumplimiento estricto de la legalidad -española-, etc. Ni gestos, ni propuestas, ni acercamientos. Más de uno hallará en ello razones de hondo calado (traiciones, intereses, servilismos…). Pero de nuevo, recurriendo a la navaja de lo obvio, me gustaría apuntar dos observaciones muy sencillas, de primer plano.
En primer lugar, que antes de suscitar esperanzas de negociar (pactar, pacificar…) con el Estado, abierto enemigo, es necesario tender puentes (atemperar, aplacar, acordar…) con el vecino: con el PNV y su gobierno. Y, si me apuran, todavía más urgente atraerse a otros sectores (Aralar, AB, independientes, críticos, descolgados…), mucho más próximos y comprensivos. El sectarismo (cortoplacista, ockhaniano, evidente), al no abrirse a una acumulación de fuerzas en el momento en que todos son necesarios, es también elemento problemático; inquietante; de mal agüero.
En un segundo lugar, desde las instituciones de Gasteiz se insiste en que las actuaciones policiales (y de todo tipo: ilegalizaciones; falta de acceso a los ayuntamientos, a los medios de comunicación…) se justifican en que la Ertzaintza y demás instancias autonómicas han de cumplir (y hacer cumplir) la ley. Española, por cierto. Cuidado con este principio, porque a él ya se acogieron los nazis al ser juzgados por los crímenes de la 2ª Gran Guerra. Es el principio de «yo cumplo órdenes»; «soy un mandado»; o la excusa de «no hay más remedio que cumplir con el reglamento».
Al hablar de los nazis, el escritor Claudio Magris explica: «Eichmann no mata, se ocupa del convoy y del traslado de los que tienen que ser matados; la responsabilidad parece no implicar a nadie -porque cada individuo sólo es un eslabón de una cadena de transmisión de órdenes-«. En efecto, en esa lógica de jerarquías y acatamientos se pretende diluir la responsabilidad, pero a estas alturas el engranaje del truco está al descubierto. Ya no engaña; no se sostiene. El deber, el cumplimiento de la legalidad, tiene su límite en el umbral del crimen; del delito; en la evidencia de que se está burlando el orden básico de la convivencia; el terreno de los derechos humanos, de la represión abierta, de los principios democráticos…
Porque ese cumplir las órdenes de Madrid también es el conflicto.