A estas elecciones –quizás a todas– les sobra la última semana de campaña. Lo mejor y lo peor ya han aparecido. Hemos visto hasta donde llega la escasa imaginación de unos, la obscenidad moral de otros –dedicados a cazar inmigrantes e independentistas–, el lamentable sentido del humor de los terceros y las pobres ocurrencias del resto. Ahorraríamos en recursos públicos y mejoraríamos en salud de los candidatos. Pero, especialmente, se podría parar la caída libre de la confianza en la política, que es en lo que se afana la mayoría de los candidatos, acusando a sus oponentes de las peores, más ocultas y más perversas de las intenciones.
Para ser justos, sólo Artur Mas y Joan Carretero –aunque a este segundo no se le puede seguir por los medios convencionales– parecen capaces de sustraerse relativamente a esta lógica negativa que suma más descrédito al desafecto acumulado anteriormente. En el resto de los casos, el mejor argumento disponible está en presentarse como garantía para evitar el avance maléfico de todos los demás. Y no es que no existan buenos desafíos para intentar formular soluciones en positivo, sin tener que ir por ahí asustando con el retorno de la derecha, de los independentistas o, aun peor, del tripartito, susto al que incluso de suma el PSC.
Lo de Sánchez-Camacho asegurando que CiU pondría gendarmes en las escuelas para que allí no se hable español es de juzgado de guardia. Pero la última ocurrencia –dejando aparte las de mal gusto– ha sido la llamada de José Montilla a la «mayoría silenciosa» para evitar que «un país de izquierdas sea gobernado por la derecha». El concepto de «mayoría silenciosa», si la memoria no me falla, fue típico del franquismo como recurso falaz para atribuirse el apoyo de los que no podían decir nada, electoralmente hablando. Estamos traspasando gravemente los límites del juego limpio y del rigor democrático. Es urgente que se acabe esta campaña.