A quienes son contrarios a la independencia de Cataluña se les acaban los argumentos civilizados y empiezan a recurrir a descalificaciones tan genéricas como absurdas. Desde el punto de vista del combate dialéctico, esto es una buena noticia. Hasta ahora, parecía que quien siempre se tenía que justificar a la hora de defender la independencia eran quienes la querían. Ahora no. Ahora son quienes no la quieren los que se ven obligados a dar explicaciones. Y es muy lógico. ¿Alguien se imagina a un periodista español de El Mundo o El País pidiendo explicaciones a Rodríguez Zapatero o Aznar sobre por qué están en favor de la independencia de España o por que defienden sus intereses particulares en los organismos europeos? No: en España, en Francia o en cualquiera otro lugar del mundo, quién tendría que dar explicaciones son quienes quisieran proponer una cosa tan rara como la renuncia a la independencia, a dejar de ser un pueblo soberano. Y ahora estamos en este punto, también en Cataluña. En las próximas elecciones habrá ofertas independentistas que tendrán que explicar qué país proponen, pero la gran novedad será que las que no lo sean deberán explicar al electorado por qué renuncian, por qué nos quieren mantener en la discapacidad nacional.
No querer la independencia de Cataluña, es decir, quererla subordinada a España, es perfectamente legítimo. ¡Sólo faltaría! Hay quien no tiene el coraje -o la posibilidad, o la voluntad- de defender que seamos una nación política con todos los atributos y por eso declara abiertamente, a veces obsesivamente, que no es nacionalista. Se agradece la franqueza. Sólo son catalanistas, dicen, calificativo que en la práctica denomina a quienes defienden el derecho a un impreciso y siempre amenazado «hecho diferencial» o «nación cultural». Proclamar la nación abominando del nacionalismo es una pirueta dialéctica que sirve para disimular la impotencia política para hacerla. Porque el nacionalismo es esto: el movimiento político que construye la nación cuando no se tiene. Y ya hace muchos años que los independentistas sabemos que justo cuando nos emancipemos es cuando podremos dejar de ser nacionalistas. Pero ni un segundo antes. No es extraño, pues, que sea la impotencia política postestatutaria de los últimos años para hacer la nación, para presentarnos una vía creíble para llegar al horizonte de la plenitud nacional, la que haya llevado a algunos de sus dirigentes a ocultar un nacionalismo.
Aun así, como decía al principio, quienes ahora tienen la pelota en el tejado, son quienes se ven obligados a encontrar argumentos convincentes para renunciar a la independencia, a la emancipación nacional, a la mayoría de edad, a poder ejercer una responsabilidad política plena. Y, a falta de buenos argumentos en positivo, recurren a los miedos ancestrales que tan buenos rendimientos electorales les habían dado en el pasado: los de una hipotética gran división entre los catalanes y de los peligros que implicaría para la convivencia. O, cuando se sitúan en un plano más programático -cómo hace el PSC en un documento sobre el nuevo ciclo electoral- recurren a la idea -cuya falsedad adornan con tópicas imágenes poéticas- que «ya no estamos en el amanecer sino en el ocaso del principio clásico de las nacionalidades». ¡Mañana nos afeitaréis! Estas dos últimas décadas, desde el derribo del Muro de Berlín y de los procesos nacionales que lo han seguido -empezando por la reunificación nacional de Alemania- son muchos los expertos que se han tenido que tragarse la cantinela internacionalista de los años sesenta y setenta del fin de los nacionalismos. Más que de ocaso, y a la vista de la mala salud de hierro de los Estados para seguir existiendo, se diría que estamos en el cénit de las nacionalidades. Y, en cualquier caso, el desafío que tiene nuestro proyecto nacional es el de ser capaces de proponer un nuevo modelo de nación a la altura de las circunstancias y, precisamente, no copiar las carísimas obsolescencias que ahora tenemos que soportar del Estado que nos tutela.
Y en cuanto a la amenaza de la convivencia, también conviene hablar con claridad. En primer lugar, hay un tufo xenofóbico en ese unionismo españolista que propone la claudicación nacional ante la amenaza de una hipotética división casi étnica de los catalanes. ¿No es esto un chantaje político indecente? ¿Pueden hacer el favor de identificar, con precisión, quién es el que estaría dispuesto a romper la convivencia? ¿Cómo es que nunca consideran el hecho probado de que lo que más ha contribuido a la exasperación de esta supuesta división falsamente étnica es, precisamente, la dependencia de un Estado que ha impedido e impide la tranquila disolución de los unos con los otros? Los únicos conflictos de convivencia que de vez en cuando salen en los diarios son fabricados desde fuera. ¿A quien se le podría ocurrir una estupidez paralela a la que escuchamos por aquí de que los españoles tendrían que renunciar a su independencia para garantizar la convivencia con la población magrebí que con ellos vive?
Y es que, en segundo lugar y siguiendo la tradición del país, el independentismo maduro -no el infantil, que es residual por mucho que, como hacen los niños cuando lloriquean, grita para avergonzar a los padres- es el gran proyecto que tenemos quienes somos favorables a la destrucción y disolución de las segregaciones por razones de origen. Ya hace tiempo que, para nosotros, la defensa de la lengua catalana no tiene tanto que ver con la conservación nostálgica de una especie simpática en vías de desaparición, como con la utilización del principal instrumento de vertebración de una ciudadanía catalana compartida. Y, finalmente, seamos claros: si alguien teme problemas de convivencia, y sobre todo si se considera capaz de ser escuchado por quienes recelen de la emancipación del país, ahora tiene por delante la gran oportunidad de deshacer malentendidos y aclarar quién los ha alimentado y de liderar, si hace falta, la paz nacional en lugar de esconderse cobardemente bajo las faldas de una convivencia pagada a precio de renuncia a la dignidad nacional.
Sí: hoy se hacen las consultas populares en 170 poblaciones para hacer cuanto más visible mejor la voluntad de emancipación nacional. Es un gesto prepolítico, pero muy significativo. Un proceso de independencia no empieza con un referéndum formal, sino que acaba con él. Pero esta consulta tiene que hacer más transparente la voluntad de emancipación del país, nos ha de ayudar -a pocos o a muchos- a salir del armario, a desacomplejarnos y a obligarnos a pedir explicaciones a quienes parece que han echado el ancla en este charco estatutario de aguas corrompidas y que tienen miedo a seguir navegando en mar abierta. Sí: queremos la independencia porque la convivencia digna sólo es posible cuando se tiene un proyecto ambicioso de futuro.