Serotonina turística

Cada vez se habla más y más agriamente de los problemas derivados de abocar nuestra economía a la industria del turismo. Quien vive en Barcelona, ​​por ejemplo, ya tiene claro que hay zonas a las que debe renunciar, que de algún modo ya no forman parte de su horizonte como ciudadano de una metrópoli que cada año atrae a más de veinticinco millones de personas (el total en la región de nuestra capital). Ni que decir tiene: entra y sale más gente en plan turista que habitantes tenemos en la misma región. Y es un impacto económico muy goloso, por supuesto, con más de 10.000 millones de euros anuales de gasto directo. Las cifras evidentemente marean, y eso que no contamos el conjunto del país. Pero esta exuberancia contable tiene su lado turbio, que cada vez se va haciendo más angustioso. Ciudades donde ya no se puede vivir, alquileres que ya no pueden pagarse por culpa de la gentrificación –ya ni hablamos de acceder a la propiedad–, cambios en el paisaje comercial de los barrios –todo son franquicias y heladerías sofisticadas–, reestructuración del mundo laboral hacia el sector servicios, con personal poco cualificado y nunca muy bien pagado. Sin contar la dependencia económica de un sector que está muy vinculado a las fluctuaciones globales, a los desastres naturales y a las crisis sanitarias, como vimos –quizás más duramente que en ninguna parte– en las Islas durante la crisis de la covid.

A esto sumamos la pérdida de la identidad cultural; a menudo ya no es que no haya carteles o publicidad en catalán, sino que ni siquiera encontramos ya en castellano en muchos restaurantes y cafeterías. Todo se aboca, lingüísticamente, a la lengua del visitante. Sin contar la presión sobre los servicios y las infraestructuras; parece que pagamos impuestos para que otros vengan a utilizar, para pasear, los metros y los buses. La rendición social, política, económica, hacia el sector turístico ha sido demasiado exagerada; cada vez tendrá un mayor impacto en los procesos y programas políticos.

Michel Houellebecq se atreve a afirmarlo en una de sus novelas (‘Serotonina’): el turismo de masas, entendido como pilar económico sobre el que fundamentar un cambio económico, es un invento franquista. Es decir, es la aportación del franquismo al repertorio de innovaciones económicas planetarias, con las que se ha tratado de propiciar reestructuraciones sociales y cambios de modelo. Franco descubrió que de un día para otro podía hacer que un conjunto de pueblos costeros de pescadores y campesinos se convirtieran en prósperos núcleos de población dedicada a la hostelería, la restauración y el ocio de masas, empujados por unas determinadas políticas de infraestructuras que posibilitaran la entrada y salida fácil del personal (aeropuertos y autopistas). El plan es, hasta cierto punto, magistral: no necesitas invertir ni en educación, ni en innovación tecnológica, ni siquiera creer en una verdadera cultura del trabajo: el turismo te puede dar lo máximo haciendo lo mínimo, incluso poniendo a la gente seis meses en el paro. Todas las economías europeas se han hecho, en buena parte, franquistas cuando han apostado por el turismo para resurgir de la seca desolación del paisaje postindustrial.

Pero ahora la cosa tiene otra dimensión: nuestros conciudadanos salen a la calle para protestar. Hemos pasado de verlo como algo enojoso a sentir que es un peligro de dimensiones apocalípticas. Del que, curiosamente, notamos que debemos escapar… haciendo turismo a otro lado. Ni que decir tiene que el turismo genera la necesidad de hacer turismo, también: huir del fuego para convertirnos nosotros mismos en las brasas que calientan los lugares donde iremos a parar también durante nuestro tiempo libre. Un respiro que no es tal, pues, sino un espacio de tiempo que hemos dejado ocupar por una necesidad frenética y estéril de hacer cosas, de ir a lugares a contemplar, un instante, lo que ya nos hemos cansado de ver en las redes sociales o en los libros de historia del arte. Antes te empujaba a hacer turismo un grabado en una enciclopedia, ahora te lleva Instagram y la manía de tomar una foto también para mostrarla a los seguidores y a la familia.

No sabemos estar quietos sin hacer nada, más cuando nos llegan al teléfono ofertas de vuelos a bajo coste, y hotelitos con encanto, y de promesas de disfrute y maravilla. Al final se recordará más los aviones con retraso, los hoteles escabrosos, las callejuelas sofocantes, las colas y las molestias, que los gozos y los descubrimientos, y no tendrá otra ambición que querer volver a casa a no hacer más que descansar. Por fin.

EL PUNT-AVUI