Parto de una evidencia: todo el mundo desea una identidad, todo el mundo quiere ser contado en alguna congregación, gremio, agrupamiento o corporación. Y como el ser humano no sólo vive de significantes sino también de contenidos que den sentido a la vida de cada uno, todo el mundo busca la identidad, que no es ninguna esencia sino una finalidad. De otro modo no sería un objeto de deseo. Pero por fuerza lo debe ser, porque el ser humano es intrínsecamente social y el instinto de pertenencia es la base de la persona. Aún más, los humanos lo somos por imitación, es decir, por identificación, como ya resaltó el primer psicólogo, Aristóteles. Durante siglos y milenios la identidad se heredaba de la familia y la comunidad y solía conservarse relativamente inalterable toda la vida. La mayoría de la gente vivía anclada al territorio, en una clase o estamento, en una religión y unas costumbres que se repetían de generación en generación y, por supuesto, en un idioma a menudo marcado por rasgos locales. Antes de la revolución industrial, nadie se hacía cuestión de la identidad, porque nadie lo hace de las cosas evidentes.
La búsqueda de identidad comenzó cuando por primera vez en la historia se rompió el sentido espontáneo de pertenencia; cuando, por decirlo en los términos clásicos de Ferdinand Tönnies, la comunidad se transformó en sociedad y apareció el individuo desarraigado, relacionado con los demás de una manera cada vez más anónima y abstracta. De las obligaciones inviolables que imponía la costumbre se pasó a las obligaciones contractuales, útiles para escabullirse con la ayuda de los abogados, profesión que adquirió protagonismo en la época moderna. No fue por casualidad el que la identidad se convirtiera en un problema filosófico en esta época.
El ataque posmoderno a la identidad como expresión de esencialismo filosófico, es decir, en nombre de un nominalismo que la tacha de ilusoria, es una manifestación residual, un epígono, de la demolición moderna del sentido de pertenencia. Del sentido de que había sido y en algunos lugares sigue siendo el cemento de la sociedad. No importa que, obedientes a la doctrina del construccionismo social -la creencia de que toda diferencia es una creación artificial sometida a parámetros colectivos-, algunos designen la identidad como «procesos de identificación», pensando decir algo diferente. Con la metáfora industrial de «proceso», de producción metódicamente calculada, piensan que nadan y guardan la ropa. Ahora, ¿cuál es el producto de un «proceso de identificación» sino la identidad? No importa, porque con esta terminología todavía se pone más en evidencia el sentido teleológico de la identidad: la condición de objeto de deseo.
Pero si la identidad sirve en todas partes para cimentar los grupos humanos, en el contexto político catalán es en cambio el objeto a demoler o, dicho en términos posmodernos, a deconstruir. Desde el siglo XVIII, en el que en Europa comienza el «proceso» de desidentificación con la abolición de las estabilidades de larga duración, el Estado castellano trata de «racionalizar» el territorio y no encuentra más fórmula que destruir la identidad catalana. Para crear la identidad española se necesitan los decretos de Nueva Planta, prohibir la lengua en las escuelas, en los sermones religiosos, los periódicos y las comunicaciones; es decir, en todos los ámbitos de reproducción social de la identidad. Y cuando no ha sido suficiente con ello, el Estado se ha inventado el lerrouxismo, ha captado a la alta burguesía mediante la corrupción, ha alentado la inmigración masiva, ha destripado al PSC, ha inventado Ciudadanos y ha promovido a los comunes cuando era necesario. Y no retrocede ni siquiera ante el extremo de Vox, resumen y compendio de la identidad española en estado puro.
El Estado nunca ha variado su hoja de ruta. Los catalanes, en cambio, se han dejado embaucar por un pretendido pragmatismo que les lleva a existir como simples inquilinos de un territorio que sin embargo recibe el nombre de un gentilicio. Si Cataluña (la’ Catalania’ mencionada por primera vez en 1114 en el ‘Liber Maiolichinus’) designaba el territorio de los catalanes, ya hace tiempo que la designación se ha invertido y ahora es el territorio el que otorga la condición de catalán. De ser el idioma que conformaba la comunidad y la sostenía hasta en el exilio, se ha pasado a aceptar que sea el perímetro de una jurisdicción, sujeto a imposiciones administrativas, el que defina la sociedad. Así es como la catalanidad se ha convertido en la confluencia aleatoria de individuos movidos por el interés personal y enlazados por relaciones instrumentales de los unos con los otros.
De ahí procede la apatía ante este valor último de las sociedades: saber qué son, de dónde vienen y hacia dónde van. Dicho de otro modo: sentir el compromiso con los que ya no están y con los que aún no han llegado. Una comunidad se desintegra cuando las generaciones que la encarnan ya no son el eslabón temporal entre el pasado y el futuro. Cuando se esfuma el compromiso, sólo queda la dimensión espacial en la pura sincronía. Entonces llega que se considera catalán a todo aquel que se encuentre en el territorio administrativo, sin tener en cuenta ningún otro factor de pertenencia ni de solidaridad en el tiempo. Algunos dicen combatir el esencialismo, pero no es más que desahuciar la identidad.
La aparente negación de la identidad entre miembros de las minorías oprimidas se explica por la debilidad. La identidad, como la energía, no desaparece, pero se degrada. O se transforma. La desidentificación es el polo negativo de una identificación diferente; el abandono de una identidad en beneficio de otra. Mediante dichas maniobras, en Cataluña la identidad española (castellana) terminó arraigando y crece a costa de la catalana. La estrategia de este «esencialismo» consiste en naturalizar el «bilingüismo» que barre el catalán de la vida social y reventar la catalanidad, vaciándola de contenido y privándola de cualquier criterio de integración social, cultural o política. El resultado es que el país se encuentra en un estadio muy avanzado de la «Nueva Planta». Y el efecto más visible de la suplantación quizás es el resurgimiento del famoso pragmatismo catalán, que no es sino la adaptabilidad del débil a las condiciones que le impone el fuerte.
En este reflejo de supervivencia radica el peligro más grave para la identidad. Cuando la adaptación se convierte en prioritaria en la vida cultural y política, y la energía social se concentra en amoldarse a las condiciones externas, la creatividad decae y la sociedad se convierte en un reflejo inferior de lo que generan otras sociedades. Cataluña, que tuvo un momento muy creativo durante las primeras décadas del siglo XX, se ha convertido en una sociedad imitativa. La lengua de uso, «el catalán de ahora», ya no es la matriz de la palabra viva de Maragall sino una pálida transcripción de la dicción castellana y a veces de la inglesa. La decadencia no está en el purismo, supuestamente hostil a la evolución, sino en la evolución ex-céntrica de la matriz del idioma, la cual, como sabía Maragall, radica en el lenguaje popular antes de recibir formalización académica. Hoy, el lenguaje popular es en casi todos los registros, incluso en los medios de comunicación, el resultado de adoptar y adaptar el argot castellano en la expresión cotidiana. La lengua puede parecer que aún vive mientras es vampirizada, pero mientras le chupan el elemento vital, se va convirtiendo en un espectro blando de ella misma y una réplica de aquella otra que la extenúa.
Incluso quienes maldicen de la identidad la necesitan. Cuando alguien es capaz de afirmar que es «el independentista más independentista que nunca haya habido», la afirmación no sólo invita al escarnio por el uso extravagante del superlativo, sino sobre todo por el recurso al esencialismo en el caso de un político que teóricamente lo rechaza hasta el punto de renunciar a la identidad lingüística en nombre de la comunidad de hablantes. Porque ser independentista no es ningún atributo. No es ni siquiera un estado civil, titulación o profesión. Entendido como rasgo o condición de una persona, resulta absurdo. El independentismo sólo tiene sentido como descripción de una ‘práctica’ política. Práctica, pues, y no «pragmatismo». El problema para los que hacen bandera del mismo radica en el hecho de que el pragmatismo no es ninguna esencia sino una disposición. No es patrimonio de ningún partido ni distingue un programa de otro, sino que es un método para evaluar la veracidad de cualquier programa o teoría en términos de su eficacia. El pragmatismo se mide no por la adaptabilidad a las condiciones externas, sino por la capacidad de llegar a los objetivos propuestos sin empantanarse en doctrinas o ideologías. Pragmáticamente hablando, no se puede ser el más independentista de la historia si no ha llevado al país a la independencia o como mínimo ha muerto en el intento, pues el camino está abonado con la sangre de muchos que ya lo habían transitado antes que nosotros.
VILAWEB