¿Se puede tener sentido de estado sin estado?

Uno de los argumentos más recurrentes para contar la supuesta debilidad política de los catalanes es el que dice que nos falta sentido de estado. Es decir, que falta la ambición, pero también la capacidad para autogobernarnos de verdad, con todas sus consecuencias. Simplificando, que si no tenemos un Estado propio es porque no nos lo merecemos.

Ni que decir tiene que quienes más insisten son quienes menos desean que tengamos uno. Pero, como es propio de los pueblos sometidos, la cantinela también es asumida como marco mental por los esclavos que tragan el relato del dueño. Es aquello tan típico de atribuir a la víctima la culpa de su maltrato, y que recoge la brillante frase de John Milton (1608-1674), tan aplicable a la situación de los pueblos oprimidos y en particular de los catalanes: “Quienes han sacado los ojos al pueblo le reprochan su ceguera”.

Uno de los autores más relevantes que en Catalunya teorizó sobre esa incapacidad de los catalanes para ejercer el poder político fue Jaume Vicens i Vives. Muchos todavía recurren al mismo, como si fuera posible creer en una suerte de psicología colectiva de los pueblos –en un ADN como se dice ahora–, que fatalmente nos tendría eternamente atrapados entre la cordura y el arrebato, el atontamiento y el reventón o el todo o nada, los puntos cardinales de una supuesta e incapacitante mentalidad catalana que Vicens retomaba de Pérez i Ballestar.

Sin embargo, la experiencia política reciente de los catalanes debería deshacer este reproche sobre el hecho de no tener sentido de estado. Situémonos en el 1-O de hace cuatro años: ¿faltó sentido de estado en aquella confrontación que por radicalidad democrática y apoyo popular podría haber sido ganada? La respuesta es fácil si miramos desde el otro lado: ¿por qué España ganó la partida? No porque tuviera sentido de estado, sino porque tenía estado. España ganó la partida porque tenía una policía que defendió al Estado sin escrúpulos y sabiendo que si era necesario le auxiliaría el ejército. Ganó porque tenía un sistema judicial dispuesto a todo para salvaguardar la unidad de la patria. Tenía unos medios de comunicación para los que la unidad de España era un bien superior al de la verdad. Tenía a unos empresarios atrapados por el BOE. Obviamente contaba con un funcionariado cuyos privilegios dependían de la defensa de la integridad del Estado. Y, sobre todo, en España existía –y hay– una cultura de estado, es decir, unos marcos mentales que, interiorizados, permiten hacer naturales sus mecanismos de coacción sin que se den cuenta. He aquí lo que realmente crea sentido de estado: tenerlo.

En la parte catalana, pues, no es que careciese de sentido de estado. Lo que carecía son los instrumentos de estado. Porque de ideas de estado, un montón. Tantas como quieran. Y es un insulto a la inteligencia y a la dignidad de muchos responsables políticos ahora investigados, condenados y arruinados o en riesgo de serlo, reprocharles que todavía no hubiera estructuras de estado. Esto no es como el huevo y la gallina, que no se sabe quién va primero. Aquí, primero va el poder y la fuerza, y después, sí, los proyectos sobre el papel se pueden convertir en estructuras materiales de estado.

En definitiva: desde mi punto de vista asumir que como pueblo no tenemos sentido de estado, es un ejemplo más de la interiorización del marco mental del enemigo. Lo que llamamos sentido de estado es el resultado de una estructura de poder estatal. Tener sentido de estado sin tener Estado incluso podría ser considerado un delirio. El sentido de estado no es resultado de un golpe de voluntad, de un estado mental, sino de la confianza en la fuerza de coacción que puede ejercerse legítimamente. Pedir sentido de estado cuando no se tiene Estado es otra forma de boicotear la posibilidad de tenerlo.

Y que todos los difamadores de nuestras capacidades políticas para tener un Estado no sufran: el día que tengamos Estado, ya tendremos, de sentido de estado. Y así, de paso, se acabará de repente esta hegemonía actual de los discursos propios de vencidos que siempre encuentran excusas para detener las grandes y graves decisiones que toman los estados. Es decir, las decisiones que evitarían la decadencia que nos impone el Estado del que ahora dependemos.

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