Lo más desolador de las continuadas “incidencias” ferroviarias de Cercanías, del incumplimiento de la inversión pública, del abandono de los intereses de nuestros ‘pagesos’ (campesinos) y, en general, del constante expolio fiscal, ya no es simplemente las consecuencias que tienen sobre nuestras vidas. No: lo más desolador es cómo desnuda a nuestro Govern y Parlament hasta mostrar, impúdicamente, sus vergüenzas. Quiero decir, cómo exhibe que el autonómico es un poder… impotente. Un no poder: fallido, incapaz, frágil, triste.
Que conste que no es una crítica al Govern de ahora ni al Parlament actual. Hubiera quien hubiera en el Gobierno, fuera cual fuese la composición del Parlament, el resultado sería el mismo. No depende principalmente, como equivocadamente suele pensarse, de las capacidades de quienes nos representan. A lo sumo, a quienes asumen las condiciones de la impotencia autonómica se les puede reprochar que con su docilidad se hagan corresponsables de la vergüenza. Pero nada sería diferente con un cambio de govern.
De hecho, desde finales de los años setenta del pasado siglo, los políticos catalanes ya se habían convertido en expertos de la simulación. Lo aprendimos con el president Josep Tarradellas, que utilizaba magistralmente el arte de la representación del poder para tenerlo. Lo mismo puede decirse del president Jordi Pujol, que supo recurrir a lo del “como si” para conseguir el reconocimiento de unas instituciones catalanas recuperadas, cuando todavía no pasaban de ser papel escrito.
Pero el crédito de la simulación y del “como si” se agotó por completo en 2006, con el nuevo Estatut. El Estado pensó que ya no era necesario tener que aguantar más simulaciones ni “como si”, y que nos tragaríamos la cruda realidad política tal y como era. Y después del episodio de autoconfianza —quizás desmedida— en la década posterior, volvimos al autonomismo constitucional.
Pero la diferencia es que ahora ya no hay manera de enmascararlo. Que no puede disimularse que no pasa de gestionar una administración cargada de vicios estructurales. Ahora, descubierta la impotencia, todo intento de simulación y de “como si”, produce angustia. Que si «exigiremos», que si «no toleraremos», que si «llevaremos a los tribunales»… Y lo repito para evitar malentendidos: no lo digo por los actuales inquilinos ni por cualquiera que estuviera allí. Solo cambiará la retórica si llega el PSC, porque entonces el inquilino será el hijo del propietario y, tiene razón Salvador Illa, ya ni siquiera se quejarán y se ahorrarán eso que él llama victimismo.
La aceptación de una retórica autonomista, que nos devuelve a la época de la queja, añade a la impotencia objetiva del carecer de poder, el error de querer simular que se pueden resolver problemas. Y el caso es que, en lugar de resolverlo, la impotencia crea problemas. También lo vemos ahora y antes. Una retórica autoautonomista no cambiaría los hechos, no daría más fuerza, cierto, pero quizás no favorecería una conciencia tan resignada y quién sabe si encendería, de nuevo, aquella bella idea de Muriel Casals de saber que “nosotros somos el sueño”.
Ahora, el gobierno de Sánchez ha entendido que el regreso a la simulación y al «como si» no es una mala fórmula de «conllevancia». Ha entendido que dejando que nuestra queja forme parte de la normalidad, como una solución para la paz social, no sólo tragamos el engaño, sino que pagamos su precio. ¡Mira lo listo que es el dueño!
Publicado el 15 de mayo de 2023
Nº. 2031
EL TEMPS