La desaparición de una persona de renombre público, como de un artista de fama o de un escritor insigne, suele ser motivo de todo tipo de elogios y alabanzas al difunto, tanto si ya en vida había recibido con abundancia como si no. El tráfico en la condición de «desaparecido» puede ser también un tránsito en el panteón de los ilustres, y motivo de ofrenda de coronas verbales funerarias, como las que suelen acompañar al vehículo del último viaje. Hasta los escritores pequeños suelen recibir, efímeramente, un poco de reconocimiento por parte de la misma prensa que en vida los ignoraba. Un consuelo póstumo, que para recibirlo, en realidad, no vale la pena morirse. Pasadas pocas semanas, no se acuerda nadie: el retraso es fatal. Cuando el escritor se había convertido en un nombre universal, una presencia pública habitual, y más si se trataba de un premio Nobel, las glosas post mortem son más hinchadas y visibles todavía. Y si es patrimonio nacional, como en el caso de Portugal y Saramago, aumenta aún su eco. El que se extiende más aún si el escritor se había convertido en lo que suele decirse un referente cívico y moral. Saramago, pues, se murió, y se alza el coro de las alabanzas. Merecidas, no hace falta decirlo, cuando iban dirigidas a su condición de autor, la obra literaria memorable, a su lenguaje personal impecable, a las historias y los personajes que fue capaz de crear. Yo, que como crítico soy del todo incompetente, sigo prefiriendo, y ampliamente, las obras de la primera etapa, desde «El año de la muerte de Ricardo Reis», al «Memorial del convento» o «El sitio de Lisboa». Las posteriores, a menudo demasiado voluminosas, alegóricas y doctrinales, no me han llegado a convencer, quizás con la excepción de «El evangelio según Jesucristo». Ideología, doctrina moral y buena literatura no siempre coinciden en santa paz y armonía. Como en «El Ensayo sobre la ceguera», tan pesado como perfectamente olvidable. La ceguera, por otra parte, fue toda la vida una condición incurable del gran escritor. Ceguera sobre las monstruosidades cometidas en nombre de la ideología política que defendió rigurosamente hasta el final. Nunca condenó unos crímenes inmensos, incomparablemente peores que los abusos que continuamente criticaba. Y un hombre que visita la ciudad palestina de Ramala y afirma que es exactamente como Auschwitz (no era un lapsus: se insistió), no merecía el epíteto de » lúcido » que tan generosamente recibía. Su historial político es estrictamente sectario, ya la Lisboa de los años setenta (sobre todo en el mundo de prensa) conocían muy bien su actuación intolerante y censora : lo sé de fuentes muy directas. Dejémoslo, pues, y olvidemos esto. Y no participemos tampoco de las chorradas que publicó el diario del Vaticano.
Gran escritor sí. Ciudadano ejemplar, no tanto. Y sobre todo un gran portugués, a pesar de todo. Un patriota tierno, incondicional, profundo. Consciente de la grandeza de un país que puede parecer pequeño. La primera vez que visité Portugal, todavía mandaba el lúgubre Oliveira Salazar, las paredes estaban llenas de unos carteles donde figuraba un montaje de mapas con el territorio «metropolitano», Angola, Mozambique, Goa, Timor, Guinea y Cabo Verde, con la leyenda «Portugal não é um país pequeno». El imposible mapa se terminó en pocos años y, afortunadamente, Portugal sí es um país pequeno. Quizá por eso me gusta tanto, a mí que los países demasiado grandes me resultan incómodos. Por alguna empatía comprensible, creo que he llegado a entender la angustia sutil de un país que ha navegado entre la exigüidad del territorio nacional y las anchuras del imperio, entre el poderoso vecino amenazador y la afirmación de la potencia propia, entre creerse el centro del universo y verse en un rincón marginal de Europa. Escribía Torga en «La creación del mundo»: «Ninguno de nosotros aceptaba su patria de manera natural o sencilla. En las voces que la exaltaban o denigraban vibraba el mismo despecho, la misma humillación, el mismo sentimiento de inferioridad». Esta patria es la misma que ha producido un patriota como Saramago que, en el prólogo de un libro delicioso, «Viagem a Portugal», escribe: «O viajante viajou no su país. Isto significa que viajou por dentro de si mesmo», que es la máxima forma de identidad posible. Y que, acusado de «demasiado español» por algunos imbéciles, afirmaba en público : «No tolero que nadie se diga más portugués que yo». Si esto lo dijera un escritor catalán, quién sabe qué acusaciones de «nacionalismo» perverso le dedicarían los mismos que exaltan con entusiasmo a Saramago.
Publicado por El Temps-k argitaratua