Sarajevo, 1

El visitante, antes de entrar en el centro histórico de la ciudad, se detiene un momento en la avenida que llamaron «de los francotiradores». Es una avenida ancha, un poco desolada y sin ninguna gracia especial, y por el centro pasa un tranvía que tiene fama -eso dicen los vecinos- de ser el primer tranvía eléctrico de Europa. No sé si es cierto, pero es un orgullo local. De este tranvía urbano, había hace pocos años los esqueletos quemados en medio de la avenida. Aquí mismo, quien quería cruzar la calle corría el riesgo certísimo de recibir un tiro disparado desde alguna de las colinas cercanas, desde alguna de aquellas casetas pacíficas que se ven allá arriba, entre el verdor de los árboles y los prados. Cuesta creer, contemplando este paisaje una mañana cálida de finales de primavera. Cuesta creer, pero fue así, así durante más de tres años, y el mundo entero miraba. Bombardear una ciudad indefensa, desde el aire o desde la distancia de los cañones, parece un horror al que ya estamos acostumbrados. Matar a sus habitantes inocentes uno a uno, apuntando con un rifle de precisión, tal vez es otro tipo de maldad humana, no tan destructiva como un bombardeo pero aún más perversa. Si las víctimas son de tu propio país y ciudad, quizá nacidas en tu propio barrio, en tu calle, en la casa de al lado, personas con las que fuiste a la escuela y jugaste de pequeño, la maldad sólo se explica por la perversión horrible de las ideas: los matamos porque son de otro sector, o de otro partido, o de otra religión, o porque tienen un proyecto diferente de país, o porque nos han dicho que ahora son enemigos que hay que destruir, y nosotros hemos creído esta doctrina infame. El visitante, por otra parte, viene de un país donde en tiempo de sus padres, hace setenta y pocos años, también hubo miles de asesinos que mataron decenas de miles de inocentes, uno a uno, de un disparo en la cabeza o fusilados, y muchos eran también vecinos y conocidos, pero de otra idea, clase social o partido. El visitante no es nadie para declarar que este es un país de bárbaros criminales y el suyo es un país civilizado donde cosas como ésta no pueden pasar nunca. Han pasado, y no hace tanto tiempo. Ya dentro de la ciudad, a orillas del río Bosna, la célebre biblioteca está cubierta de andamios donde trabajan en la reconstrucción: el edificio volverá a ser como era, pero los miles de libros valiosos, los cientos de manuscritos únicos, no volverán nunca a la vida desde las cenizas. Los atacantes sabían muy bien qué había en esta biblioteca: lo sabían, y por eso la quemaron. Al lado mismo, en las vitrinas exteriores del museo de la ciudad, hay grandes fotografías antiguas que muestran el asesinato del Kronprinz, el archiduque Francisco Fernando, que el verano de 1914 hizo estallar la Gran Guerra: aquí, en este mismo lugar, y por obra de un joven estudiante tísico, Gavrilo Prinzip, partidario fanático de la Gran Serbia. En 1918 le pusieron su nombre al puente cercano, como héroe de la patria. La historia es la que es, y no cambia: las interpretaciones, sí.

Pocos minutos después, el visitante se encuentra en un barrio de casas pequeñas de piedra y de madera, de aire perfectamente oriental, y no falsas sino antiguas y auténticas. Lo que queda de la vieja ciudad turca, capital regional y gran centro de mercadeo, ahora son sobre todo tiendas abiertas al comercio clásico de este tipo de barrios-bazar en cualquier ciudad del mundo árabe o islámico, con artesanía barata que pretende ser oriental, y con las baratijas universales venidas de China. En el centro del barrio está la mezquita más grande de Sarajevo, con el gran patio, y al lado la madrasa, donde a lo largo de cuatro o cinco siglos los niños han aprendido (y aprenden aún, en la nueva escuela adjunta) la santa doctrina coránica. Muy cerca de allí, el patio bellísimo de un antiguo hostal de mercaderes es ahora un lugar de descanso, una especie de bar con sillones muy cómodos, donde mujeres jóvenes, hermosas, modernas, se sientan separadas de los hombres, bebiendo zumos y cocacola, y cubiertas desde la cabeza hasta los tobillos. La noche anterior, por el contrario, en una fiesta de fin de bachillerato que se celebraba en nuestro hotel, las adolescentes de la ciudad mostraban alegremente pechuga y muslo. Probablemente eran también musulmanas, vista la actual composición religiosa de la ciudad, y eso me reconforta un poco. Quién sabe si es una muestra de lo que un día podría ser Europa. En todo caso, al lado del barrio turco, de la gran mezquita y de las señoritas tapadas, tocando al bazar de aire oriental, hay una pequeña ciudad de la Europa más clásica, una ciudad de provincias de la Austria de siglo XIX.

 

Continuará.

Publicado por El Temps-ek argitaratua