Santiago Alba Rico: “Lo único que le sobra al capitalismo para ser perfecto son los seres humanos”

Santiago Alba Rico / Filósofo y escritor

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Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) es un ensayista de primer orden, con un potente discurso acerca de la crisis de nuestra cultura y el agotamiento de los referentes simbólicos. A partir de la lectura de alguna de sus últimas entregas, el diálogo versa sobre el derecho y la perspectiva de cierta izquierda, los universalismos frente a los localismos y reivindicaciones identitarias; el feminismo y la libertad sexual, Europa y el rechazo a los refugiados, la centralidad de las víctimas y lo que el autor denomina el derecho a ser frágiles.

Nos gustaría profundizar contigo en algunas cuestiones que abordas en Penúltimos Días, tu ensayo sobre “Mercancías, Máquinas y Hombres”, publicado en Los libros de la Catarata en febrero del 2016.  Creo que en este libro haces algo inusual: devolvernos el verdadero significado de los términos. 

Gracias. No sé si las palabras tienen un verdadero significado pero sí tienen una verdadera imagen que hemos ido recubriendo de barro social, a menudo interesado, para que no nos hagan daño o nos dejen aturdidos e inactivos. Lo único serio que podemos decir de la palabra “mariposa” es que tiene alas –más alas que el bicho “mariposa”–. Creo que es importante quitarles ese barro a nuestros verbos.

Me parece crucial la referencia que haces a Calicles y Sócrates en la dialéctica sobre la “ley de naturaleza” versus las razones de los “débiles y la multitud” para construir un legado de derechos que nos protegen.  

Sí, creo que a veces la izquierda, sobre todo la marxista, no ha comprendido lo que está en juego en el Derecho, que es sistemáticamente utilizado en su favor por los más poderosos pero que en su origen es más bien una concesión arrancada a los más fuertes por parte de los más débiles. Esto lo explica muy bien Carlos Fernández Liria: para el marxismo el Derecho no es más que una “función” de dominio de la burguesía, de tal manera que la liberación exigiría liberarse también de las instituciones “burguesas”, lo que implicaría liberarse de la división de poderes, el Estado de Derecho y hasta el habeas corpus. Pero podríamos decir que lo que es “burgués” no es el Derecho sino su no aplicación. Es como si pretendiéramos que las ruedas son burguesas e intentáramos hacer correr más deprisa nuestros coches sin ellas. Las ruedas son irrenunciables. El problema es que están pinchadas. Ahora bien, los jueces que defendéis una verdadera democracia sabéis muy bien que Calicles, furioso con Sócrates, tiene razón: el Derecho es el freno que los corderos tratan de imponer a los leones. Suprimir ese freno no es liberar a los corderos sino liberar a los leones. Y nada deben temer más los corderos -que somos todos- que la libertad de los leones. Simone Weil, la filósofa y mística anarquista francesa, formulaba en 1935 la paradoja según la cual “la única revolución verdadera sería la victoria de los débiles sobre los fuertes”. Esa victoria no podría ser militar sin invertir los papeles y suprimirse a sí misma. Pero esa victoria, siempre precaria, siempre escamoteada, siempre amenazada, existe: se llama Derecho. El juez italiano Scarpinato, discípulo de Falcone y Borsellino, él mismo amenazado por la mafia, dice una cosa muy bonita: que él no se hizo juez para “repartir justicia” sino para garantizar “el derecho a la fragilidad”. Tenemos derecho a ser frágiles sin que nos hieran o nos maten.

Acostumbrados a los tópicos, es fascinante que afirmes que “el lujo es igual a humanidad”. 

El tópico que más fácilmente se ha impuesto bajo el capitalismo –porque el capitalismo, decía Kafka, “es un estado del mundo y un estado del alma”– es el de que la calidad de vida es directamente proporcional a la cantidad de mercancías que atraviesan, a toda velocidad, nuestras almas. El capitalismo es una civilización abstracta y bulímica que se sostiene sobre la insatisfacción, pero cuyos excesos son estrictamente necesarios y, por lo tanto, incompatibles con los “lujos”; es decir, con los placeres económicamente irrelevantes o no funcionales. En un libro de 2006 lo planteaba yo con esta fórmula: “poco es bastante, mucho es ya insuficiente”. Vivimos en el reino de lo siempre insuficiente. El verdadero lujo es el de lo “poco”, que siempre incluye un plus inesperado: el gesto de una madre que cubre con una manta superflua –pues no hace demasiado frío– el sueño de su niño o el sol “innecesario” que intensifica la alegría de un enamorado. O la comida compartida. O el dolor compartido. Lujosa es una vida que no se reduce a la necesidad económica.

¿Y qué ocurre con ese vocablo terrible, “el mercado laboral”? ¿Somos capaces de recordar que ello implica la reestructuración de “la naturaleza humana”, como afirmas?

“Mercado” era el lugar físico donde los cuerpos individuales se intercambiaban valores de uso concretos. Bajo el capitalismo ya no es un “lugar” sino una “lógica”: la de la transformación de todos los cuerpos y todos los objetos en “mercancías”, y eso incluye la tierra, el agua, el fuego, el aire… y los seres humanos. El llamado “mercado laboral”, que agota en su seno toda la antropología capitalista, exige la adaptación de los cuerpos y mentes humanas a las necesidades cambiantes del Mercado; es decir, a la producción ampliada de riqueza abstracta. No está claro que una criatura con dos brazos y dos piernas, un cerebro finito, con ganas de amar y ser madre (o padre), mortal y soñadora, sea el instrumento más eficaz para ese propósito. Por lo tanto hay que transformarla. El único “hombre nuevo” que ha producido la Historia lo ha producido el capitalismo.

¿Quién decide sobre la vida y la muerte de los seres humanos? Es decir, ¿Cuál es la relación entre los ajustes dictados por la Troika y el concepto de “eutanasia social”? 

Decide el poder soberano, que es tanto más soberano en la medida en que afecta a más gente y desde más lejos. En este mundo, los humanos individuales vivimos más o menos tiempo según el lugar donde nacemos; y ese lugar no es la convergencia de los esfuerzos existenciales que allí se aplican sino el resultado de una decisión tomada en una habitación cerrada a miles de kilómetros de distancia. La diferencia entre la media de vida de Ruanda y la de Alemania es una decisión económica; lo mismo entre la de Vallecas y la de La Moraleja. Al mismo tiempo, la globalización, el cambio climático, la industria alimenticia determinan que cada vez sea más difícil distinguir entre muerte natural y muerte inducida. En eso consiste el capitalismo, en erosionar o suprimir las diferencias: entre cosas de comer, de usar y de mirar, entre guerras y olimpiadas y entre crímenes y epidemias. Por eso es tan importante pensar –y restablecer– las diferencias que se nos escamotean sin parar. Y por eso es tan importante el Derecho, cuya misión es justamente la de mantener separadas las cosas que no deben mezclarse.

Otra cuestión ligada a la anterior sería la de los “consumidores fallidos”, en palabras de Bauman. Para los juristas que hemos trabajado en el tema de las hipotecas abusivas, los intereses moratorios, la opacidad en la información… es un tema esencial.

Podemos decir que una democracia sin ciudadanos, rehén del mercado, es una sociedad que se divide entre consumidores y consumidores fallidos. A través de los consumidores fallidos, que conservan el imaginario desiderativo del consumidor mientras pierden “culpablemente” salario, casa, derechos laborales, descubrimos que el consumidor triunfante es a su vez un ciudadano fallido: su existencia revela el fracaso del concepto de “ciudadanía”. Se nos mide –y nos medimos a nosotros mismos– por nuestro acceso a mercancías y por nuestra capacidad de adquirir nuevas deudas y no como sujetos de derechos concretos y universales. La crisis, aumentando el número de “consumidores fallidos”, ha dejado al desnudo la crisis más profunda del sistema institucional y los límites de las “democracias de mercado”.

Hay otro punto que me parece de especial interés, como asociación judicial. Afirmas que “todas las grandes crisis históricas han producido siempre una contracción de lo colectivo a lo individual, un retorno asustado al interior de uno mismo”. Parece que a la sociedad postmoderna le atraviesa un miedo atávico al compartir con los otros, la noción de lo común, la construcción de la polis.  

En los años setenta el malogrado Pasolini denunciaba la disolución de todas las culturas populares de resistencia como efecto de lo que él llamaba el “hedonismo de masas”: decía que lo que nunca había logrado el fascismo lo había conseguido sin violencia el coche y la televisión. La proletarización del ocio –por usar una elocuente expresión de Bernard Stiegler– ha acelerado este proceso de disolución de lazos para imponer lo que en mi libro Leer con niños denomino el dominio de los “solteros”. Los solteros lo son con independencia de su “estado civil”; lo son porque están sueltos, sin compromiso, y pueden estar efectivamente casados, como lo estaba Goebbels o como lo estaba Bush cuando invadió Irak. El soltero es la unidad económica más funcional en un capitalismo financiarizado y de consumo. En un mundo de solteros que se relacionan por separado, uno a uno, con mercancías sueltas –mercancías a las que a veces llaman “coches” y a veces “hijos”– la posibilidad de construir alternativas democráticas colectivas queda impedida de raíz, sin ningún ejercicio de represión o con muy poca represión. Lo más paradójico es que, cuando estalló la crisis, descubrimos que lo que queda de polis se ha refugiado en la familia. Por razones históricas y materiales, ha habido siempre muchos más solteros que solteras. Las mujeres “se casan” mucho más que los hombres; y por eso, en situaciones de guerra o de descomposición civilizacional, son ellas las que han sostenido, al menos a pequeña escala, la realidad de los vínculos colectivos. Las madres son hoy de distintos sexos y están además mucho mejor preparadas que sus madres y sus abuelas. La reconstrucción de la polis en el marco de la descomposición del mundo soltero sólo puede venir de la mano de un movimiento de madres cultas y democráticas. Si no lo hacen ellas, lo harán los movimientos neofascistas, ya muy potentes, que propondrán, frente a la “soltería” global, vínculos identitarios, locales y autoritarios.

También nos interesa ahondar en el acto fundacional del derecho internacional moderno en Nuremberg, en cuanto a la prohibición de la guerra, y la paradójica impunidad de los actuales bombardeos aéreos, que refieres como un ejemplo de “la consistencia moral y los efectos materiales del consumismo capitalista”. 

En los procesos de Nuremberg, en efecto, se condenan para siempre los lager y se naturalizan como “derecho consuetudinario” los bombardeos aéreos de civiles, que los aliados habían utilizado profusamente (pensemos en Dresde y Tokio, pero sobre todo en Nagasaki e Hiroshima). Desde 1945 todos –grandes y pequeños– han usado el bombardeo aéreo en operaciones policiales, sin declaración de guerra, que conculcan de hecho, de forma rutinaria y sin escándalo, todo el derecho terrestre: se impone la pena de muerte a civiles inocentes sin acusación ni proceso, sin abogado ni apelación, mediante ejecuciones sumarísimas contrarias a los progresos jurídicos realizados en los dos últimos siglos. Lo que está prohibido en tierra –la ejecución extrajudicial– está permitido desde el aire; y desde el aire, por cierto, va bajando a la tierra. En lugar de haber trasladado al cielo la doctrina terrestre, es el cielo el que ha impuesto en tierra, como norma jurídica, el bombardeo aéreo: basta ver cómo se generalizan frente al terrorismo las leyes anticonstitucionales y los estados de excepción o emergencia que acaban por asentarse como permanentes. Veo muy poca preocupación al respecto, tanto entre juristas como entre no juristas.

Otro tema que me parece definitorio del presente que vivimos es el de la intimidad. Nos dices: “El mercado ha subvertido el sueño democrático liberal. Ha vuelto completamente opaco el Estado y completamente transparentes los cuerpos y las almas. Para luchar contra el capitalismo, para defender la democracia, es necesario volver al armario, reivindicar la fuerza resistente del secreto, soportar sin sucumbir la tentación de auto delatarse”. 

Así es. Los Estados totalitarios persiguen a los ciudadanos hasta la alcoba. En las democracias de mercado altamente tecnologizadas son las alcobas, en cambio, las que abren sus puertas, de manera voluntaria y entusiástica, a las empresas y de paso a los Estados. Nos hemos vuelto tan antipuritanos que es casi un desprestigio estar vestido y, desde luego, una vergüenza no tener un secreto más o menos escandaloso que contar. Entregamos todos nuestros secretos en las redes mientras del otro lado las instituciones se mafiosizan rapidísimamente a través, sí, de la corrupción creciente pero también de la financiarización, que deja los intercambios económicos en manos de algoritmos automatizados fuera de todo control ciudadano. Es la generalización social del famoso panóptico de Bentham: sospechosos siempre visibles que se exhiben muy contentos en sus alcobas transparentes mientras las élites del Estado hacen negocios –o firman acuerdos– en la opacidad de un despacho secreto. El neoliberalismo es el colofón perverso y la destrucción del liberalismo democrático.

Hablemos de la exclusión, y de la “desproporción que existe entre lo poco que puede hacer un cuerpo y lo mucho que puede representarse: entre la impotencia de la vida desnuda y la potencia inaudita de las tecnologías de la representación”.  

En el libro utilizo esta desproporción para explicar las “revoluciones árabes”: jóvenes que tienen que cargar con un cuerpo excedentario –molesto para todos–, social y políticamente superfluo, que están, sin embargo, perfectamente integrados en el imaginario global que circula en las redes. Pero esta desproporción es un hecho global. Las posibilidades de una intervención real se han ido reduciendo en todas partes a medida que aumentan las de intervención virtual. Hay una sed de participación, de cambio, de empoderamiento que sólo se satisface en las redes, donde en el mejor de los casos, como la homeopatía, apenas produce efectos. En el peor adopta la forma de odio plebiscitario y pueblerinismo fanático. Es tan poco lo que podemos hacer y tanto lo que podemos “representarnos” que la acción misma ha quedado desprestigiada como marginal o irreal: hemos acabado por aceptar que todo lo que hacemos –desde cocinar hasta subir una montaña– tiene tan poca realidad como votar en las elecciones. Mientras que en las redes nos sentimos soberanos –y hasta menos solteros.

Democracia en construcción, perdonen las molestias”. Has sido un espectador privilegiado de las primaveras árabes y del 15 M. Dentro del contexto del Estado español, ¿qué reflexión te merece la actual impugnación al denominado régimen del 78?

La de otra oportunidad fallida. España es el país de las oportunidades fallidas desde al menos 1812. Esta vez, sin embargo, las condiciones eran inmejorables. Paradójicamente Franco, queriendo borrar la historia de la II República, borró la memoria en general, obra que consumó el régimen del 78, con su consenso elitista, en condiciones de capitalismo de consumo. El 15M reveló un pueblo español enteramente despojado de sus trágicos rasgos históricos, libre de su pasado imperial-católico y de su complejo “africano”, un pueblo desmemoriado, para bien y para mal, que aprobaba el matrimonio homosexual, que aceptaba mejor que otros países a inmigrantes y refugiados, menos violento y más preparado, un pueblo que, frente a la crisis económica e institucional, no “recordaba” los innegables pecados originales de la Transición ni enarbolaba la bandera republicana (ni se hacía “fascista”) sino que se limitaba a levantar acta notarial de los límites del régimen y reclamar más democracia frente al secuestro económico y sectario de las instituciones. Por una vez España es diferente de manera esperanzadora y puede dar lecciones a Europa. Pero estamos ya perdiendo la oportunidad –la de la refundación democrática de España– y mucho me temo que muy pronto acabaremos siendo tan europeos como los franceses… o los húngaros.

“Hay tres cosas que seguirán siendo impuntuales: las flores, los enamorados y la muerte”. Es brutal la reflexión que haces entre el suicidio y la impuntualidad de los trenes. 

Eso tiene que ver con la reflexión sobre los “lujos” de hace un momento. El capitalismo no puede permitirse ningún lujo: ni las flores ni el amor ni… el suicidio. El cadáver que interrumpe el flujo normal de las comunicaciones, que retrasa los trenes y que, por eso mismo, no es concebido como una tragedia sino como un obstáculo y como una molestia ilumina de la forma más acusatoria la antropología de nuestras sociedades de mercado, automatizadas y “calculadoras”, a las que estorba precisamente aquello que más nos define como humanos. El capitalismo funcionaría mucho mejor si pudiese funcionar sin nosotros; lo único que le sobra para ser perfecto son los hombres.

Me interesa mucho el tema de las torturas, como sabes. ¿Qué conclusión sacar acerca del experimento de Milgram?  “La tecnología ha naturalizado en la conciencia de seres humanos la violación del derecho como un efecto rutinario del uso de máquinas”.

Esta es una inquietud que tiene más que ver con Mumford que con Marx. Tendemos a pensar que son los regímenes económicos y, en todo caso, las voluntades humanas las que entorpecen los progresos éticos y políticos de la humanidad. Pero, ¿y si la tecnología misma –ciertas tecnologías– fueran incompatibles con la democracia? Eso es lo que planteaba en relación con los bombardeos aéreos: suspenden de hecho, sin declaración de guerra y con independencia de quién los use, el Estado de Derecho. Pero lo mismo está ocurriendo ya con “la gobernabilidad algorítmica”, por usar el título de la más que interesante obra de Rouvroy y Berns. La automatización del trabajo y las finanzas, que parecen eliminar los “errores”, eliminan más bien las “decisiones”. Digamos que, allí donde hay una máquina, hay una “objetividad” que nos impone un espectro muy limitado de opciones y reduce al mismo tiempo, de manera liberadora, nuestra libertad. No nos gusta ser esclavos de otro ser humano; pero sí de una máquina. Por eso es mucho más fácil torturar con picana eléctrica que con las propias manos: la picana da a la crueldad una dimensión objetiva, impersonal, irresponsable, que la hace tanto más eficaz por cuanto que al torturador le parece menos obra “suya”. Las dictaduras se precipitan a proporcionar a sus esbirros medios tecnológicos de tortura: no porque inflija más dolor a la víctima sino porque liberan de toda responsabilidad moral al verdugo. Mis manos son mías; con las manos se golpea. La picana es del Estado; con picana sencillamente “se trabaja”.

Hay algo así como una fuga organizada, colectiva, del silencio, en cuyos abismos tratamos de no caer por todos los medios. ¿De qué está lleno el silencio?

El silencio está lleno de… palabras. De toda la chatarrería común, de todos los tópicos y toda la hojarasca que nos ha metido el mundo. Pero está lleno también de todas las palabras que no queremos escuchar; de esas palabras socráticas contra las que se levanta, por ejemplo, la así llamada “industria del entretenimiento”, pensada para evitar el silencio y el aburrimiento, para “proletarizar el ocio” e impedir todos los procesos de individuación que tienen que ver con la memoria personal, pero también con la diferencia creativa. La música comienza en el silencio; la polis en el aburrimiento. Una sociedad en la que está prohibido el aburrimiento, matriz de todos los inventos, madre de todos los “vicios”, es una sociedad en peligro de muerte. Más aún si se repara en el hecho de que esos procedimientos materiales de fuga organizada –del turismo a las nuevas tecnologías– erosionan al mismo tiempo la conciencia y el planeta.

Estoy totalmente de acuerdo cuando afirmas: “Lo que me parece mal –está mal– es que nuestras leyes no nos defiendan, nuestras instituciones no nos protejan, y nuestros parlamentarios no nos representen, y que, por este motivo, hayamos desconfiado no de nuestros secuestradores, sino de la política misma”.  

En efecto, el problema no son las leyes, a condición de que las hayamos decidido nosotros y sean justas; ni las instituciones, a condición de que sirvan para proteger a los ciudadanos; ni los parlamentos, a condición de que realmente nos representen. El problema, en definitiva, no es la democracia sino su ausencia o deficiencia. Tenemos que tener mucho cuidado a la hora de distinguir las palabras y las cosas; y no confundir a las élites que minan nuestras democracias con la democracia misma. Ese es el camino por el que ha transitado siempre el fascismo, el caudillismo, el autoritarismo. Tenemos que defender la democracia tanto de los “demócratas” como de los antidemócratas.

¿Y la juventud? El pensamiento hegemónico refiere que “ninguna generación ha vivido mejor”. Creo que con toda la razón, contraargumentas que “tampoco ninguna ha tenido menos perspectivas de futuro. Pero no solo eso: quieren ser tratados como mayores de edad, y solo pueden serlo chocando objetivamente contra el mercado. Hay revueltas del pan y revueltas contra las golosinas, y las dos revelan el límite del capitalismo”.

La idea misma de ciudadanía se asocia, desde la Ilustración, al acceso por parte de la humanidad, según la expresión de Kant, a la “mayoría de edad”. Las dictaduras siempre han tratado políticamente a los ciudadanos –y por eso no son ciudadanos– como a “niños”. Pero también los trata como a niños, desde un punto de vista antropológico, el capitalismo consumista. Nos soborna con mercancías baratas, con gadgets tecnológicos y televisión basura. Los jóvenes de las “revoluciones árabes” se rebelaron contra las dictaduras que los infantilizaban; los del 15M contra la minoría de edad de los mercados: “no somos mercancías”. El año 2011 fue un momento de reivindicación global de ciudadanía por parte de juventudes de diferentes países que vivían situaciones políticas distintas, pero bajo un imaginario común; un momento de reivindicación democrática de ciudadanía revertido trágica y rápidamente. La advertencia, en todo caso, es clara: o se deja a los jóvenes acceder a “la mayoría de edad”, dándoles medios económicos y políticos de participación en la vida pública, o sus revueltas adquirirán formas cada vez más identitarias y violentas.

Si no fuese colonialismo, el turismo sería en todo caso mala educación”.   No puedo dejar de pensar en que el “Forum de las Culturas de Barcelona” se hizo de espaldas a la Mina, para que los clientes de los hoteles no vieran la miseria y el abandono histórico de este barrio.

En otro de mis libros hablaba del turismo como de una “mirada caníbal”, la expresión más banal, más placentera, más inocente de esa prolongación del aparato digestivo en que hemos convertido la reproducción de la vida en Occidente. Hay motivos ecológicos para comer menos carne; y hay motivos ecológicos, culturales y políticos para viajar menos. Desde un punto de vista material, el planeta no puede permitirse 90 millones de vuelos al año; y no hay que olvidar que, mientras son unos pocos millones de personas las que se desplazan del sur al norte para buscar trabajo o huir de la guerra –y tropiezan con todo tipo de obstáculos– son 1000 millones las que lo hacen del norte al sur, sin que nadie las detenga, para hacerse una fotografía. Este segundo tipo de desplazamiento, destructivo ecológicamente hablando, es difícilmente justificable en términos culturales: la industria del turismo convierte el desplazamiento en lo contrario de un “viaje”; lo contrario –es decir– de una experiencia individual transformadora. Los inmigrantes y refugiados son individuos y viajan; los turistas forman colectivos abstractos protegidos por pasaportes privilegiados y se limitan a consumir experiencias manufacturadas. Estas experiencias manufacturadas, por lo demás, exigen la adaptación de países enteros –con sus economías y gobiernos– a las necesidades de esos colectivos abstractos, con lo que eso implica de recolonización permanente de los recursos y de marginación de las poblaciones. Digamos que la relación con el otro se ha turistizado de tal manera que los occidentales tratamos siempre a los extranjeros más pobres como si fueran inmigrantes o refugiados, y ello tanto en nuestras metrópolis, donde aumentan el racismo y la islamofobia, como en sus países de origen, en los que contemplamos su pobreza como exótica o merecida y su disposición a servirnos como jerárquicamente natural. Nos lo comemos todo: también las imágenes del mundo y los seres humanos que lo pueblan. Vivir antes era un viaje; y lo sigue siendo para los más desgraciados. Para nosotros es una visita guiada; y entre nuestros derechos se encuentra el de ver a alguien muriendo desde la ventanilla.

“El capitalismo ha hecho realidad todas las utopías de la izquierda, pero volteándolas en pesadillas…” Me recuerda las reflexiones de Bifo, devorar lo antagónico para devolverlo en forma de mercancía…

Esa es la primera utopía que el capitalismo hace realidad como distopía: el viejo mito de la cornucopia, el cuerno de la abundancia de los cuentos de hadas, soñado desde hace miles de años por todos los pueblos de la tierra, verificado por fin pero trasladado a una forma –la mercancía– en que esa riqueza que inunda el planeta resulta al mismo tiempo inasible y mal repartida. El capitalismo –insitía Marx– ha producido más y mejor que ningún otro orden económico anterior. El resultado es una pesadilla muy parecida a la de Tántalo en el Hades griego: muerto de sed y sumergido en el agua hasta el cuello sin poder beber. Las mercancías no son “cosas” –pues ni se usan ni mueren– y además están desigualmente distribuidas. Nunca hubo tanta desigualdad entre un señor feudal y su vasallo, ni económica ni cultural, como la que existe hoy entre Bill Gates y un vecino de Móstoles.

“Sustraerse al abrazo de la muerte es imposible; pero luchar a favor de la vida solo es posible en compañía. Eso se llama política”.

Recuerdo de nuevo al juez Scarpinato y el derecho de los hombres a la fragilidad. Hay dos formas de entender la política: como el sistema de cuidados, horizontales e institucionales, que garantizan para todos algunos pequeños éxitos en la lucha contra la muerte; o al modo neoliberal –y según la expresión de Hayek– como un “cálculo de vidas” que hay que confiar al mercado y que decide, al margen de derechos y asambleas, quién vive y quién muere. Lo primero es “política” porque implica a toda la comunidad en la defensa del derecho a la fragilidad; a lo segundo no podemos llamarlo así, pues sustituye a la comunidad por un dispositivo económico soberano en el que ninguna decisión colectiva puede intervenir y que, lejos de asegurar nuestro derecho a ser frágiles, fragiliza aún más nuestras vidas.

Recuerdas al joven militante Peppino Impastato, torturado y asesinado por la mafia en 1978, cuando reivindicaba: “En vez de la lucha política y la conciencia de clase, debemos recordarle a la gente qué es la belleza, ayudarla a reconocerla, a defenderla. La belleza es importante, de ella deriva todo lo demás”.  

Impastato es uno de mis héroes. No era juez sino hijo de mafioso. No era funcionario del Estado sino un joven comunista opuesto al mismo tiempo a las políticas del PCI y al “alternativismo” hippy que predicaba el abandono de las luchas políticas. Impastato tenía una visión muy realista de la antropología humana; y sabía que, para combatir a la mafia, había que contar con algo más que con una policía honesta. Había que entender la naturaleza humana, que odia de tal manera el vacío que es capaz de construir vida social lo mismo alrededor de un tendedero que alrededor de una catedral. Uno tiene a veces la impresión un poco misántropa de que los hombres no “necesitan” el bien, la verdad y la belleza para vivir; que sus manifestaciones visibles (las del bien, la verdad y la belleza) son sólo rastros, caídos en ésta, de una humanidad paralela malograda. Son rastros que “caen” a veces entre nosotros (poemas, cuadros, templos), pero que la mayor parte de los hombres ignoran, y ello hasta tal punto de que si desaparecieran –como han desaparecido tantas veces, pues en la historia son más raros los progresos que los retrocesos– nadie percibiría ningún cambio. Si desapareciese, por ejemplo, el duomo de Firenze, tan difícil de pasar por alto, pocos notarían algo y los pocos que reparasen en su ausencia dirían: “Ahí estaba el duomo, ahora hay un centro comercial”. Lo importante es que ahí haya algo. No es que la belleza no introduzca ningún efecto civilizador; es que no somos conscientes de sus efectos; y no lamentamos su pérdida. Uno no siente la degradación asociada a la desaparición de la belleza; y por eso mismo tampoco advertimos sus virtudes pedagógicas, “mejorativas”, humanizadoras. La belleza nos educa pero no lo sabemos y, si se extinguen sus fuentes, vivimos peor sin sentirnos peores. Por eso son tan fáciles de imponer los retrocesos; y por eso, además de introducir rastros de bien, verdad y belleza desde esa humanidad paralela, tenemos que tratar de conservarlos. Y eso implica “recordar” platónicamente a la gente lo que significa su pérdida.

Tremenda también la vivencia de Jack London en la Inglaterra de 1902. La relación entre la pobreza y los suicidios sigue vigente en nuestros días. 

Lo terrible de los suicidios económicos bajo el neoliberalismo es que se interpretan –permítaseme esta burrada– como autoejecuciones justas. El culpable busca una soga y se ahorca a sí mismo. No ha sabido ser rico, ha adquirido deudas que no podía pagar, ha demostrado menos astucia o menos crueldad en la escalera del darwinismo laboral. Sólo él es responsable de la situación; y si se suicida, eso sólo confirma su ineptitud para la lucha por la vida. El neoliberalismo ha impuesto en todo el mundo la visión más calvinista del capitalismo. Sálvese quien pueda, y quien no pueda es que no merece la salvación.

“Lo sobrenatural no es la revelación ni tampoco la inteligencia para interpretarla-ninguna revelación lo es de verdad si no es indubitable-; lo sobrenatural es la fuerza para responder a su llamada”.

Todos, digo, hemos sido derribados alguna vez –o muchas– camino de Damasco. Pero hemos preferido sacudirnos el polvo, montarnos de nuevo en el caballo y seguir la marcha como si nada hubiera ocurrido o se tratase tan solo de un accidente. Todos hemos entendido ya el mensaje. Pero no tenemos fuerzas para defenderlo. De nada sirve saber lo que hay que hacer si no tenemos los medios. Esos medios son necesariamente colectivos. Un ejemplo banal y simple. Es imposible ver –por ejemplo– El jardinero fiel sin sentir que el mundo va mal y que hay que cambiarlo. Mientras estamos en la sala, a oscuras, estamos todos juntos, pero sólo nos une el objeto de la mirada; al salir del cine, todos indignados, todos “revolucionarios”, todos caídos del caballo, nos dispersamos en el laberinto de la ciudad y la indignación se disuelve en el primer bar con la primera caña. Tendría que haber una instancia colectiva esperándonos a las puertas de los cines y las bibliotecas. Eso fue en España Podemos: un lugar común a donde poder llevar nuestra rabia individual. El fracaso de la política no se traduce en “alienación” sino en resignación al dolor incurable de la caída.

Se ha producido una subversión de la vieja y clasista memoria estereotípica de la humanidad: “No solo los gitanos, los extranjeros, los pobres, son peligrosos. Cualquiera –tú mismo– puede ser un monstruo. La normalidad misma es monstruosa…”. 

Antes, en efecto, “los otros” estaban lejos: bárbaros, extraterrestres, extranjeros. Hoy somos nosotros mismos; o viven en nuestro propio edificio. La cultura de la desconfianza cultivada por la soltería mercantil obliga a estar alerta en las cercanías: puedo estar casado con un monstruo que entierra a sus víctimas en mi jardín. La normalidad se ha vuelto sospechosa mientras la lejanía –la de las élites que firman acuerdos secretos en despachos cerrados– nos resulta tranquilizadora. Cualquiera puede ser un monstruo, salvo los que nos gobiernan o nos roban nuestros ahorros.

“El selfie, estadio superior del consumismo capitalista, recupera, reactiva, radicaliza las pasiones más antiguas, incluso las nacionalistas y religiosas, en virtud de una lógica desmoralizadora puramente mercantil. Todo está permitido si se trata de vender: un producto, un cuerpo, una causa”.

Sí, en efecto, hemos pasado a consumirnos a nosotros mismos, como cierre o colofón del ciclo del consumo que, de esta manera, ciñe ya todo el universo. Es también el colapso definitivo de la objetividad y el establecimiento sin vuelta atrás del mundo de la postverdad: todo lo que importa del mundo es que yo estoy en él tomándome una fotografía. Parte del nihilismo del Estado Islámico está ya contenido en esta práctica “tecnológica” claramente “turística”: me fotografío degollando a un prisionero o violando a una chica o colgando a un bebé del balcón o borracho el día de mi boda o después de mi operación de nariz. La respuesta es siempre la misma: “me gusta”.

¿Cómo podemos explicar la barbarie en el Mediterráneo? ¿Cómo detener la acumulación de cadáveres en la fosa común? ¿Hay esperanza en un espacio potencial a un lado y otro de “miserias y resistencias compartidas”?

Ocurre que los europeos, sujetos morales normales, están al mismo tiempo interesadosen cerrar los ojos. En cada uno de ellos se libra una batalla ininterrumpida entre la moral y el interés. Y entonces llegan los gobiernos y los partidos políticos e inclinan la balanza. ¿Qué hacen? Nos autorizan a anteponer el interés a la moral: es justo, es legítimo, es más “francés” o más “húngaro”. Este proceso de “autorización de la indiferencia” lo hemos vivido en otros periodos de nuestra historia. Por eso yo hablo de un Weimar global en el que la pérdida de credibilidad de la democracia, unida a una severa crisis económica, convierte a los europeos en “refugiados”. Porque son ellos –nosotros– los verdaderos refugiados. Si refugiarse quiere decir –según su etimología– “huir hacia atrás”, no son los sirios o los afganos los que buscan “refugio” sino los gobiernos y los ciudadanos europeos, de vuelta a los años 30 del siglo pasado para construir un enemigo que, mitad dentro mitad al otro lado del mar, fija los límites de los derechos humanos “universales”: “los españoles primero”. En 2011, como decía antes, hubo una posibilidad de democratización común del mediterráneo. Su derrota ha llenado el mediterráneo de cadáveres y Europa de protofascistas.

Para terminar, es elocuente y paradigmático el paralelismo que planteas entre los actuales refugiados y migrantes con la llegada de los “bárbaros”, como paradoja de la decadencia de la civilización occidental.  

Sólo un pacto entre los “refugiados” del interior y los “bárbaros” que presionan en nuestras fronteras; sólo un pacto basado en los Derechos Humanos podrá evitar que –como ya está ocurriendo– unos y otros se radicalicen: neofascistas y yihadistas, mezclados ya en los territorios, un poco indiscernibles entre sí, acelerando el proceso de desdemocratización global. Si el capitalismo es, además de un orden económico, una civilización y está en decadencia, el postcapitalismo puede ser aún peor: una generalización de la barbarie –tribal, identitaria, religiosa– en un mundo de “armas nucleares sin fronteras”. Nunca ha sido más necesaria la política como defensa común de la fragilidad compartida.

Sobre la libertad sexual

La expresión “libertad sexual” está cargada de equivocidad. La “libertad sexual” no garantiza la satisfacción sexual. La libertad sexual no es el deseo. Conviene recordar que las pulsiones biológicas esenciales están regidas por estructuras de necesidad y “mediadas” por patrones normativos de carácter social, cultural y jurídico. En tu texto Protocolos dices que desprenderse de los protocolos ha formado parte de las culturas de “liberación individual”. Sin embargo, la mecanización y racionalización funcional de las formas sociales han incrementado los protocolos “estructurales”, ¿Por qué y cómo coexisten un “sujeto deseante”, individualizado en la hiperconectividad, y un afán creciente de protocolizar la sexualidad?   

Lo que hay es una tentativa, comprensible en su impulso pero errada en sus consecuencias, de equiparar la “libertad sexual” a otras libertades: políticas, económicas o civiles.  “Libertad sexual” quiere decir liberar en nosotros deseos que no hemos elegido, oscuridades que pueden incluso incomodarnos o desasosegarnos y frente a las cuales podemos tomar –y esta es la libertad– distintas opciones: reprimirlas, confinarlas en la fantasía, compartirlas con reciprocidad, satisfacerlas (allí donde hay prostitución) con un puro consentimiento contractual. Pero “libertad sexual” es casi un oxímoron; y desde luego “claridad sexual” un imposible y un no-deseable. Eso hay que aceptarlo sin renunciar –sino todo lo contrario– a la sexualidad. En condiciones de patriarcado la libertad sexual ha significado, en distintas variables, esclavitud sexual de las mujeres y es lógico que la reivindicación de libertad sexual por parte del feminismo conlleve la necesidad de cuestionar la libertad sexual masculina. El problema es que algunas feministas se acaban imaginando una libertad sexual transparente, sin conflicto, sin desigualdad de poder; una libertad sexual sin sexo y, al final, sin libertad: una libertad sexual completamente protocolizada en la que, más allá del consentimiento de la voluntad, se pretende “rectificar” el deseo, imponer un deseo “recto” o “correcto” y ajustar a él el propio intercambio sexual. El “más allá del consentimiento” es, a mi juicio, un retorno al puritanismo. No hay “garantismo” posible en el ejercicio de la sexualidad; hay “civilización” y ella exige asumir dos hechos de manera simultánea: la sexualidad como fuente de insatisfacción y desigualdad permanentes y la deconstrucción del patriarcado (no del “hombre”) como relación de poder que equipara de manera ignominiosa la libertad del macho y la esclavitud de la mujer. Después del patriarcado –me temo y lo deseo– “libertad sexual” y “claridad sexual” seguirán siendo dos oxímoron muy placenteros y muy dolorosos.

Entiendo que no se deben agravar los tipos penales. Es un error/horror frecuente en la cultura paternal/patriarcal y persigue la satisfacción de una pulsión social tanática, violentísima, exenta de entendimiento y de saber penal. Es la venganza del “ius puni primitivi”. En definitiva, es una denegación de acceso al conocimiento fundamentado de la “violencia sexual” que legitima las políticas parciales sectarias de la cohesión social autoritaria. ¿Es factible, desde políticas abiertas y democráticas, alentar formas de comprensión y conocimiento reñidas con el peligroso “populismo punitivo?

Me fiaría mucho más de tu opinión en este campo. Como ciudadano comprometido veo que históricamente hay menos democracia y menos Estado de Derecho cuanto más “populismo penal” se permite o alimenta. Y por lo tanto que la defensa de la democracia y el Derecho implica en sí misma la necesidad de frenar la idea de que la Justicia, como institución, ha nacido para dar seguridad absoluta a los humanos. Ha nacido para dar seguridad jurídica a los detenidos.  Lo que pasa es que esa seguridad jurídica es la única garantía que tenemos los ciudadanos –felizmente chapucera y limitada– de que no se nos va a tratar de manera arbitraria desde el Estado: es decir, de que el Estado no es un vengador individual de los delitos que no puede impedir cometer. Por las razones arriba indicadas (la oscuridad de la sexualidad y la existencia del patriarcado, instalado también en nuestra judicatura) la violencia sexual plantea desafíos penales muy complejos. Durante siglos se ha considerado muy grave blasfemar y muy normal violar a una mujer. Hemos hecho como civilización algunos progresos y en general hoy aceptamos que blasfemar no es delito –o no debería serlo– y que la violencia sexual contra las mujeres sí lo es. Ahora bien, si por un exceso de sensibilidad o de alarma social nos obstináramos en reclamar a la Justicia que juzgase el patriarcado mismo e impusiese penas máximas y homogéneas a cualquier expresión de machismo estaríamos haciendo algo muy parecido a lo que se hacía, en períodos pre-jurídicos, cuando se quemaba a una “bruja” por blasfemar o por desnudarse en el bosque. La tentación de simplificar un asunto muy complejo es siempre grande. Pero simplificar en términos de Derecho es siempre un retroceso que pagamos los más débiles; y que acabarán pagando, como siempre, las mujeres.

Feminizar, como “desmasculinizar”¿significa desplegar formas de contención de la violencia social y sexual? ¿Significa normativizar los antagonismos? ¿Significa “civilizar” las formas sociales que estimulan la agresividad e idealizan la “lucha”? ¿Significa desarrollar “principios” éticos en un campo social anómico? ¿Significa, en definitiva, desarrollar justicia donde no la hay?

Yo diría que sí: que significa ampliar el campo del Derecho, con sus limitaciones y sus chapuzas. Y significa, claro, hacer leyes igualitarias, presupuestos igualitarios y, sobre todo, escuelas y familias igualitarias. De la misma manera que no se puede judicializar la política –pienso en el conflicto en Catalunya– no se puede judicializar la desigualdad de género. Son las escuelas, las familias y los medios de comunicación los que deben limitar la intervención de los jueces.  Ética, civilización, justicia: son los “universales” que debe defender el feminismo y que son sinónimos, a mi juicio, de “feminización” y de “desmasculinización”.

¿Qué significa desenmantizar el concepto de violencia? Hay muchas formas de violencia. Algunas, cotidianas, terribles y sutiles. ¿Es la violencia un concepto o una dimensión fuerte y difusa de la especie?

La violencia forma parte de la “naturaleza humana”, pero no necesariamente de la “condición humana”. Quiero decir que la condición humana ha estado siempre en pugna con la naturaleza humana. Forma parte de la naturaleza humana morirse, pero ya no morirse de neumonía o de viruela. La muerte forma parte de la condición humana, pero también la medicina que combate su “naturaleza”. Lo mismo ocurre con la violencia. No podemos imaginar –o yo no quiero imaginar– una condición humana sin cuerpo y el cuerpo se reproduce a través de la violencia: no se puede alimentar a 7000 millones de seres humanos sin ejercer violencia sobre la naturaleza: eso forma parte de la “naturaleza humana”. Ahora bien, las formas de violencia que llamamos capitalismo o patriarcado o guerras de religión son tan “naturaleza humana” como la viruela; pueden ser combatidas y vencidas desde la condición humana, la cual, en cualquier caso, nunca será capaz de eliminar del todo la violencia y probablemente, después del capitalismo o del patriarcado, inventará nuevas formas de violencia. Por eso es tan necesario el Derecho. El Derecho es a la violencia lo que la vacuna de la viruela es a la muerte. Ninguna vacuna va a librarnos de la condición mortal y ninguna ley va a librarnos de la condición violenta. Pero desde que existen las vacunas y desde que existe el Derecho la condición humana ya no está prisionera en –no coincide con– la naturaleza humana. Eso es un progreso que hay que defender. Y que reclama nuevos progresos.

¿”Sólo somos libres cuando nos encadenamos por propia voluntad a otra cadena; cuando, por propia voluntad, trenzamos nuestra espontaneidad a otra espontaneidad furiosamente aliada o favorablemente adversa”?

El concepto de “libertad” es el más ambiguo y polisémico de los conceptos políticos: existe “la libertad de los griegos” (frente a los espartanos) y el “libre mercado” (frente a las “restricciones” de la sanidad pública) o la “libertad moral” (la dignidad de no ceder a presiones injustas). En el caso de la “libertad sexual”, ese oxímoron, me parece que sólo somos libres cuando dos oscuridades, al encadenar sus respectivos deseos con voluntad soberana, cuerpo contra cuerpo, producen la claridad que, dure lo que dure, llamamos “amor”: algo que tiene que ver con los ojos al mismo tiempo que con las manos, que ocurre pocas veces y que no podemos exigir como derecho político. No hay amor sin cuerpo y sí, por desgracia, cuerpos desprovistos de amor y algunos incluso desprovistos de vida sexual. Creo que buena parte de las desgracias del mundo y de las relaciones de poder injustas se nutren de este dolor de los cuerpos.

Teniendo en cuenta las “mallas de poder” que atraviesan toda la forma social, es importante en extremo ponderar, no sólo la voluntad del deseante, sino también, de forma esencial, la voluntad del deseado, ¿la “libertad sexual” consiste, entonces, en colocarse completamente a merced del otro sin sentirse amenazado?  

Si el deseo sexual está tan cerca de la violencia –como su figura incusa– es precisamente porque comparte sus “protocolos”: miradas sostenidas, desnudeces, contacto físico antagonista. Todo enamorado se siente en peligro hasta que repara en la vulnerabilidad del otro. Esa es la situación ideal: la libertad sexual plena de dos fragilidades conscientes y enfrentadas. Por debajo de esa situación, lo normal es que la sensación de “peligro” –desigualdad deseante, timidez, torpeza del otro, contexto social– formen parte del intercambio sexual; y ningún protocolo podrá eliminar ese peligro.

Ese marco hipotético tan saludable, que es incompatible con cualquier forma de cultura patriarcal, ¿garantiza una libertad esencial en el conflicto entre deseos y voluntades? ¿Es factible ese escenario de libertad sin un ordenamiento jurídico que proscriba de forma precisa y eficaz toda forma de violencia en las formas “libres” de la sexualidad? 

No creo que nada, nunca, ni en este ni en ningún otro mundo posible, pueda garantizarnos el amor y la satisfacción sexual. Y como decía antes, mucho me temo que la violencia es inseparable de la condición humana; y la violencia sexual, incluso allí donde alcancemos el más alto grado de ética, igualdad y civilización, también. Así que tenemos que ir ya pensando en –y practicando- un Derecho post-patriarcal que proscriba esas violencias y las aborde con garantismo jurídico y proporcionalidad penal.

Sobre víctimas y victimización

En tu artículo Discurso sobre las víctimas dices: “No nos tratemos a nosotros mismos como víctimas. Nunca. Ni amando, ni peleando ni educando. Y mucho menos, legislando. Un humano libre es sólo aquel capaz de juzgarse a sí mismo y capaz de juzgar el mundo existente y el mundo que se quiere construir al margen del dolor que le han infligido. Eso es lo que se llama dignidad en el plano moral y democracia en el plano político”. La “victimidad” es cruzada: a los humanos nos construyen muchas fuerzas; tantas, que es menester escoger una especialidad. Sustituye una extensión universal por “universalidad de profundidad”: mi diferencia, que no es compartible, agota en su abismo de dolor toda posible verdad discursiva. ¿Las vindicaciones de las víctimas concretas han de ser específicas y singulares? ¿deben, también, estar concernidas por problemas de ciudadanía que, necesariamente, les afectan?  

La crítica a lo que la postmodernidad llama Grandes Relatos, a menudo justa, ha ido acompañada de un desprestigio militante de la “universalidad” en favor de las particularidades identitarias. Esta tendencia es muy visible en el discurso antirracista y decolonial, pero también en ciertos feminismos, que olvidan que el problema no es que la universalidad sea masculina, blanca y occidental. El problema es que una universalidad (llamémosla “ciudadanía”) que excluye a las mujeres, a los racializados, a los extranjeros, a los homosexuales, etc. no es una verdadera universalidad: es otra particularidad tribal. La única defensa frente a la exclusión es la inclusión; la única protección posible de las minorías es el Derecho. Lo hemos visto recientemente con los delitos de odio, concebidos para proteger a los grupos más vulnerables y que han acabado siendo usados contra ellos –o contra la izquierda. Una ley especial es siempre un “privilegio” (eso es lo que quiere decir desde un punto de vista etimológico) y los privilegios de los débiles acaban siendo manipulados por los fuertes. Una universalidad que no reconozca las particularidades no es universalidad; pero una particularidad encerrada en sí misma (aunque se trate de un particular dolor y no de una particular superioridad racial) conduce a una lucha de identidades o, en el mejor de los casos, a una tolerancia negativa; es decir, a la negación, incluso legal o, desde luego, discursiva, de cualquier diferencia que ofenda a la mía. Esta necesidad de no ofender a ninguna víctima, además de facilitar una interpretación selectiva por parte de los poderosos (las víctimas de ETA sí, las de Franco no) conduce a una desinfección de la cultura de efectos muy represivos y esterilizantes. Cuando un escritor, un pintor o un músico se proponen como objetivo primordial de su obra no ofender a ningún colectivo, el resultado puede ser políticamente correcto pero nada “verdadero” (y por lo tanto nada educativo) como “arte”. Medio en broma, medio en serio, suelo decir que ya no veo películas ni leo libros (porque no me parecen buenos) que no ofendan a al menos a cinco colectivos.

¿En condición de qué se concede un superior derecho a hablar a las mujeres, los discriminados racialmente, los subalternos, etc.?  En nombre de una pasión o pasividad duradera; en cuanto que víctimas de relaciones de poder injustas y desiguales; es decir, en su condición de víctimas. El verdadero problema consiste en la pretensión de privilegiar, incluso en términos epistemológicos, la condición de víctima. ¿Existe una condición universal de víctimas que legitime pretensiones universales en tanto que víctimas?  

La condición de víctima –me lo recordaba hace poco Nuria Sánchez Madrid– debe ser reivindicada como depósito y conductor de memoria. No podemos olvidar a las víctimas; y las víctimas deben relatarnos su historia, y para ello deben contar con un marco legal y con un marco público general. Pienso, por ejemplo, en la transición democrática en Túnez, donde se estableció constitucionalmente una Instancia encargada de reunir los testimonios de las víctimas de las dictaduras y que organizó sesiones públicas donde los torturados contaban ante las cámaras de la televisión su sufrimiento. Eso en España está aún pendiente y, mientras no se haga, nadie tiene derecho a olvidar el franquismo. Pasa lo mismo con experiencias históricas, relacionadas con la clase, el género o la raza, que deben ser recordadas en público: las no-víctimas tenemos derecho a (y no sólo obligación de) escuchar la memoria sufriente de la esclavitud o del patriarcado.  Ahora bien, si se trata de construir un marco político común que impida la repetición de ese tipo de experiencias es necesario cambiar de “metrón”: pasar del patrón “dolor” al patrón “derecho” e incluso al patrón “ley”. Y eso implica preguntarse por la fuente de las leyes. ¿Es el dolor, la sed de “justicia”? ¿O una ficción de “tranquilidad” que contemple como objeto los sujetos más vulnerables? La cuestión del sujeto legislador y de su objeto es la cuestión también de los sujetos políticos y de los objetos de la lucha. ¿Cuál es el objeto de la lucha antirracista, de la lucha de género, de la lucha de clase? Por objeto entiendo no sólo “el enemigo” sino también el objeto de disputa –si lo hubiere– que nos enfrenta a él. ¿Queremos algo que él tiene y nos ha robado, y que ha robado por eso al conjunto de la humanidad, o sólo queremos “romper”, soltarnos de sus redes políticas y epistemológicas para afirmar, mientras la construimos, nuestra diferencia negada y paralela? Mi convicción es que, en efecto, el particularismo tribal europeo no sólo ha robado vidas y riquezas sino que nos ha robado un legado universal: la razón con sus límites, la sensibilidad con sus grilletes de flores, el Estado de Derecho, el republicanismo, los Derechos Humanos, el laicismo, el feminismo plural, todos esos milimétricos progresos que, contra el colonialismo, el patriarcado y el capitalismo, ha hecho la Humanidad en su conjunto. Puede que la humanidad la hayan definido hombres blancos ricos y heterosexuales, pero hay que preguntarse si la han definido de tal manera que valga la pena ampliar sus límites a las mujeres, los “negros”, los homosexuales, etc. (como se extendió el derecho al voto a las mujeres y a los más pobres). Lo mismo con la diferencia: puede que sea un producto histórico, construido por los mismos que han construido la igualdad (como excluyente) pero hay que preguntarse si hay ahí algo que valga la pena rescatar, alguna virtud “femenina” que convenga incorporar a la Humanidad.

Hablas de ”esencialización” de las víctimas. Pasan a constituir el centro de gravedad de un contexto incriminador indiferenciado. Para hablar de las propias causas, pero también del mundo en general, es necesario pertenecer ahora algún grupo definido menos por lo que hace, dice o propone, que por los agravios colectivamente recibidos. En resumen, sólo las víctimas tienen derecho a hablar. (Esto ya estaba presente, en nuestros modelos electoralistas: el creciente “victimismo” de la izquierda sólo alimentará una creciente excepcionalidad jurídica de la que ella misma será la víctima”) ¿por qué el creciente victimismo de la izquierda alimenta la excepcionalidad jurídica? 

Permíteme que aborde la respuesta con un comentario polémico. La campaña me too, indispensable en su impulso a efectos de desnormalizar el machismo cotidiano que han sufrido las mujeres durante siglos, es inseparable de la campaña “yo sí te creo”, que privilegia a la mujer – en su condición de víctima– como sujeto testimonial. El me too obliga de algún modo a todas las mujeres a buscar en su pasado la agresión que las convierte en tales: en mujeres-víctimas. El “yo sí te creo”, respuesta emocional comprensible frente a la criminalización patriarcal, convierte a toda mujer, a cualquier mujer, abstracción hecha de su biografía, su ideología o su salud mental, en depositaria privilegiada de la verdad. En definitiva: toda mujer ha sido de algún modo violada; y toda mujer –como violada ontológica que es– merece ser por ello creída. Es difícil no ver los peligros políticos y jurídicos de esta deriva. El Derecho ha luchado siempre –y sigue luchando– por combatir, por ejemplo, las denuncias anónimas, que ponen al denunciado (objeto de la protección jurídica) en manos de locos y rencorosos. La combinación del “me too” y del “yo sí te creo” en un contexto de redes sociales y nuevas tecnologías está generando ya una excepcionalidad jurídica que, al margen de todo garantismo, practica y legitima un populismo penal informal en las redes (donde un loco o un rencoroso pueden destruir tu vida), así como en ámbitos militantes cuya meritoria sensibilidad feminista se organiza en torno a protocolos que, trasladados a la esfera del Estado, calificaríamos de arbitrarios y despóticos: una vuelta a las lettres de cachet del ancien régime. La reacción frente a la sentencia contra la Manada es un buen ejemplo del uso que desde el poder se puede hacer del victimismo ontológico del feminismo, extensible a la izquierda en general. Hay otros. Cuando nos sentimos víctimas selectivas de la ley y pedimos la aplicación de la Ley Mordaza también a Jiménez Losantos estamos alimentando la excepcionalidad jurídica; cuando reclamamos que se considere delito de odio (tipificación en sí misma dudosamente jurídica) a declaraciones homófobas o fascistas estamos alimentando la excepcionalidad jurídica; cuando exigimos que los crímenes machistas sean tipificados como “terroristas” (como si ese concepto no incluyese ya, en su aplicación lata y abusiva, un germen de excepcionalidad) estamos alimentando la excepcionalidad jurídica. Una parte de la izquierda, que siempre ha desconfiado del Derecho, parece más interesada en construir una excepcionalidad jurídica favorable que en defender las chapuzas del Derecho, sin comprender que la excepcionalidad jurídica –toda excepcionalidad jurídica– le será siempre desfavorable. Es el interés particular de los débiles el que debe llevarnos a defender la universalidad del Derecho.

La “legitimidad socrática” desencializa a la víctima, que lo es sólo en la medida y en el momento en que es objeto de un daño delictivo, -ni antes ni después-, y ello a fin de que víctima y verdugo operen con sustancias o esencias irreformables. No “se es” víctima” o “se es” verdugo, se “está víctima” o “se está verdugo” de manera que la ley contempla un intercambio de papeles.  

Una vez más el peligro es el de ontologizar las acciones y, por lo tanto, de subjetivizar los tipos del delito. La religión se ocupa de la moralidad de los sujetos; el Derecho de sus actos aislados. Por eso la moral prescribe conductas mientras que el Derecho se limita a proscribir algunas de ellas. No es un delito ser negro o mujer o musulmán o inmigrante; y no es un eximente ser blanco u hombre (o cristiano o guardia civil). El peligro de “moralizar” a la víctima es –del otro lado– el de “des-penalizar” al verdugo. En una formulación extrema –muy “calvinista”, si se quiere–: los malos no necesitan cometer un delito para ser culpables, los buenos pueden permitirse cualquier delito porque son inocentes. El Derecho no es una cuestión de buenos y malos; y el sufrimiento, por lo demás, no garantiza ninguna superioridad moral. Los “malos” –recordemos a Shakespeare– también sangran y lloran y se ofenden.

Insistes en recordar una definición estrictamente jurídica de víctima. Cuando uno se trata a sí mismo como víctima y no como ciudadano, hablamos de “victimismo”. Cuando legisla, en su condición de tal, hablamos de populismo punitivo. “La idea de que hay algo más razonable y universal en el sufrimiento particular que en el razonamiento general es muy peligrosa(..) y contribuye a revertir muchas de las conquistas de los últimos siglos. La centralidad política de la “víctima”, en realidad, es lo que define al mundo antiguo y a las sociedades mal llamadas primitivas”. En este enfoque, la víctima es perfecta, pura y está trascendida en una esfera metapolítica. ¿No contribuye esta visión errónea por trascendente y metahistórica a descartar los enfoques políticos y jurídico-penales?  

No sé qué piensas tú, pero creo que es una buena definición de “populismo punitivo”: que legislen las víctimas desde su dolor inconmensurable. Pero ésa, en efecto, es la concepción antigua de la culpa, que distinguía mal entre pecado, enfermedad y delito, y que trataba de edificar, a través del dolor inconmensurable de la víctima, un sistema riguroso de equivalencias: el llamado Talión: diente por diente, ojo por ojo, hijo por hijo. La superioridad del Derecho sobre el Talión no tiene nada que ver con la imposible conmensurabilidad de los dolores sino –como quiere el juez Scarpinato– con la conmensurabilidad de nuestra finitud y nuestra fragilidad. La concepción de la Ley como una tabla de equivalencias –es decir, de precios– renuncia por eso mismo a poner fin a la violencia, cada una de cuyas expresiones reclama siempre otra equivalente, y renuncia en consecuencia a toda conmensurabilidad (es decir, a todo “proceso”, con sus imperativos sumariales: investigación, interrogatorios, pruebas, testimonios y, por lo tanto, presunción de inocencia, acusación transparente y defensa letrada). La “inconmensurabilidad” tiene que ver con la teología, la poesía y el arte en general, y debe ser defendida de toda tentativa de judicialización, pero no puede constituirse en fundamento jurídico de un código penal. Uno de los dilemas rutinarios del derecho laboral –según creo– es justamente el de valorar el dolor de la víctima a la hora de fijar una indemnización. Las indemnizaciones, en efecto, nunca reparan los daños subjetivos. No son compensaciones sino –digámoslo así– recompensas por haber sufrido.

El valor de la dignidad debe ser un principio capital del orden moral. Significa que en la dinámica tendencial, que culmina en la ilustración, se construye y recupera el valor del hombre –de la mujer y del hombre– como un fin en sí mismo, nunca como un medio. Ésta es la formulación kantiana. Curiosamente, una de las características esenciales de nuestra forma social es la existencia generalizada de la concepción instrumental del hombre y de la mujer. En el ámbito jurídico, sin embargo, existe un principio superior del ordenamiento en virtud del cual, la dignidad debe ser, nada más y nada menos, que el fundamento del orden político (art.10 CE) .

Kant decía que “hay cosas que tienen precio y cosas que tienen dignidad”. El concepto de dignidad opone, por tanto, el precio al valor. El ser humano tiene valor en sí mismo y, por lo tanto, no tiene precio. El capitalismo, que pone precio al ser humano (a su “fuerza de trabajo”) desdignifica a la humanidad; le quita esa dignidad que nuestra Constitución defiende como fundamento de todas las leyes. ¿Conclusión? Ninguna Constitución del mundo puede recoger al mismo tiempo la defensa de la dignidad y la del mercado porque son incompatibles. Si se defienden ambas cosas, ocurre fatalmente que las prácticas bancarias, defendidas por nuestras leyes, chocan de manera inevitable con nuestro derecho a una vivienda digna, que también defienden nuestras leyes, de tal manera que algunos ciudadanos sólo pueden defender su dignidad –frente a un desahucio– suicidándose. El suicidio de un desahuciado al que se expulsa de su vivienda ilumina mejor que ningún otro ejemplo esta contradicción entre mercado y dignidad. En cuanto a la “instrumentalización” no hay que confundirla con la “cosificación”. El capitalismo –o el patriarcado– instrumentalizan y “tasan” los cuerpos; el amor, el arte, los cuidados, los “cosifican”. El problema no es la “cosa”. “Cosas” somos todos: cuerpos frágiles. El problema es el de no dar valor a las cosas a las que ponemos precio. Yo quiero ser una cosa valiosa; quiero que me traten como una cosa valiosa. Y quiero tratar una estatua, un cuadro, el reloj de mi abuelo, el cuerpo de mi amada, como una cosa valiosa. Es decir, digna. “Dignidad” es otro de los nombres de la belleza.

¿Las reivindicaciones especificadas y legítimas desde la identidad de víctimas desplazan, postergan y encubren esas mismas peticiones desde la condición humana y ciudadana? ¿No se trataría entonces, si adoptamos el criterio excluyente, desde las víctimas en tanto que víctimas, de un enfoque político-moral que se sustentaría en una “falsa universalidad”, y, en consecuencia, apuntaría a un proyecto jurídico fallido?

Desde la identidad victimista puedes construir un relato, pero no un proyecto; puedes –como decía– asentar un pasado, pero no compartir un futuro. El grave problema de la militancia especializada es que ha entregado el discurso universalista –y jurídico y democrático– a esas fuerzas que nunca lo han respetado y que, en su nombre, lo han traicionado siempre de manera criminal. Chomsky insiste mucho en este error de una izquierda que, por ejemplo, ha renunciado a la razón y la ciencia (como sospechosos de occidentalismo blanco heteronormativo): un mensaje –dice– “que alegrará el corazón a los poderosos, encantados de monopolizar estos instrumentos para su interés”. No menos preocupado se muestra el historiador Hobsbawm frente a este nuevo “antiuniversalismo”, que –dice– “seduce naturalmente a la historia de los grupos identitarios en sus diferentes formas, para la cual el objeto esencial de la historia no es lo que ocurrió, sino en qué afecta eso que ocurrió a los miembros de un grupo particular. De manera general, lo que cuenta para ese tipo de historia no es la explicación racional sino la «significación»; no lo que ocurrió, sino cómo experimentan lo ocurrido los miembros de una colectividad que se define por oposición a las demás, en términos de religión, de etnia, de nación, de sexo, de modo de vida, o de otras características”. Es este tipo de antiuniversalismo el que finalmente justifica los destropopulismos racistas: “los italianos (o los franceses o los españoles) primero”. No olvidemos que el discurso xenófobo o islamofóbico es también un discurso “victimista”: vienen a robarnos, matarnos y violarnos.

En la legitimidad socrática, aparece un universalismo, incomprensible para sus coetáneos, que ampara instituciones para todos. En la gramática de Aristóteles, se apuntaría la imposibilidad de la ética y la política sin instituciones para todos: “Tú y yo y las instituciones.” ¿Se trabaja para la imposibilidad de este cuadro político desde la identidad esencial de las víctimas? Esta pretensión excepcional, ¿no apunta, por el contrario, a soluciones excepcionales y excluyentes?

Si algo hay que rescatar de Aristóteles es la idea –expuesta en su Política– según la cual el Todo es anterior a las Partes; es decir, la polis es anterior a la “casa”. Y si hay algo que rescatar de Sócrates es la idea de que esa polis –ese Todo– no puede ser “griego” o “español” o “gitano”. Las víctimas se preguntan: ¿qué es conveniente para nosotros? La ética: ¿qué es justo para todos? Esta pregunta no tiene una respuesta definitiva –y por eso el derecho se construye mediante luchas, revisiones y tanteos– pero hay una gran diferencia epistemológica y política entre elegir una u otra pregunta.

“El estado de derecho es la efectuación, de la intención ética en la esfera política”, dice Paul Ricoeur, El feminismo, desde la protesta identitaria sustancializada en la quejas, y no en el proyecto de un sujeto político hacia un estado de derecho, que es esencialmente incompatible con la exclusión y la excepción, ¿se incapacita, en consecuencia, el feminismo victimizado para vindicar un proyecto ético, universal, jurídico, de Estado de derecho?  

Creo haber contestado ya a esta pregunta más arriba. Ahora sólo añadiría que ése es, en efecto, el peligro de cierto feminismo, por lo demás minoritario, que se ajusta a un modelo muy “izquierdista” y, por lo tanto, muy poco hegemónico pero muy intimidatorio. Un feminismo identitario que defiende un saber especial no al alcance de todos, depositado en una vanguardia esclarecida que decidiría quién es y quién no es feminista y que, huyendo justamente del esencialismo genérico, acabaría encerrando a los géneros en construcciones sin salida: la historia construye los géneros, pero de tal manera que no hay forma de huir de la propia prisión “histórica”, salvo mediante la rendición, el cliché militante, la autocrítica suicida y la renuncia al debate. Esa es la descripción de uno de los regímenes menos éticos, menos jurídicamente garantista y más punitivos de la historia: el estalinismo.

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Amaya Olivas Díaz, autora de la entrevista, es magistrada de lo social en Madrid y miembro de JJPD.

Esta entrevista, en una versión más corta, fue originalmente publicada en el n.º 92 de la Revista Información y Debate de Jueces para la Democracia en julio de 2018.

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