Romanticismo y modernidad. Más allá de los tópicos, arriesgando si cabe en la interpretación, nos aproximamos al movimiento romántico como germen de la actitud moderna. Una mirada retrospectiva y prospectiva. El conocimiento, que según los ilustrados tenía sus límites, para los románticos era casi infinito y sin límites. Todo era susceptible de ser conocido, no únicamente por la razón, sino por la síntesis de todas las facultades
El origen de todo lo posible
Antoni Marí es poeta, ensayista, narrador y catedrático de Teoría del Arte en
ANTONI MARÍ
Cuando se instauró el Terror, con el eficaz instrumento de la guillotina levantada en la plaza de
Los jóvenes europeos y aquellos otros jóvenes alemanes que habían plantado el árbol de la revolución y habían celebrado
Los caminos para acceder al conocimiento podían tomar el itinerario que mejor se adecuara a la naturaleza de la búsqueda, puesto que el conocimiento se adquiría en el trayecto, en el desplazamiento del punto de partida hasta el destino que cada uno había imaginado o escogido. Unos atravesaban las fronteras hasta llegar a lugares recónditos; otros, para volver al origen de donde partieron. El conocimiento, que según los ilustrados tenía sus límites, para los románticos era casi infinito y sin límites. Todo era susceptible de ser conocido, no únicamente por la razón, sino por la síntesis de todas las facultades, como había mostrado Kant en
La construcción del yo y la recuperación de la naturaleza como el pasado trascendental de la humanidad fueron las intuiciones primeras que originaron la búsqueda romántica: un yo vigoroso, un sujeto dotado de un poder sobre sí mismo capaz de transformar la realidad a su idea y de reconocerse como parte del universo y de la naturaleza – lugar desde donde surge la voz interior que nombra de nuevo todas las cosas-y liberarse de las ataduras que impedían la realización de sí mismos y del mundo que querían habitar. Para realizar este ideal, los románticos reconocieron la imaginación como la facultad de crear y reproducir ese mundo, de habitar en él y de darlo a conocer a los demás. Aquí reside la revuelta romántica, en la creación de un mundo ideal (pero posible) que espera el momento de hacerse real y habitable y compartirlo con aquellos que reconocen como propia la expresión de la idea. Una idea que puede tomar la forma de un programa filosófico, un manifiesto, una elegía, un himno, una sonata, una tragedia, un drama o un territorio.
Los románticos de la escuela de Jena no se consideraban todavía románticos, puesto que el romanticismo es un atributo que espera el momento de su realización y un deseo todavía inalcanzable. Para Schlegel, el término es indefinido y va acompañado de una ironía violenta y paradójica: «No puedo enviarte mi definición de lo que es el romanticismo porque ocupa 125 páginas». Frente al yo absoluto defendían la fragmentación de la conciencia y el fragmento como la forma idónea para expresar la división y la contrariedad entre la razón y el sentimiento.
La conciencia romántica del desarraigo, de no ser de donde uno es, y la nostalgia de la pérdida son atributos románticos que desde los primeros años del siglo XIX se mantienen hasta hoy como las primeras premisas de la modernidad. En el mundo tradicional no era posible pensar que la realidad de las cosas pudiera ser de otra manera a como es: cada cual tenía asignado su lugar de entre la jerarquía del orden del cosmos y cada partícula ocupaba el lugar que le correspondía. En el mundo moderno, a pesar de todas las contrariedades posibles, se puede ocupar el lugar que nos plazca mientras seamos capaces de asumir el riesgo que eso comporta.
Asumir los riesgos
Y el romántico es el príncipe de los riesgos; los asume y reivindica todos, ya sea desde la literatura defendiendo la libertad sobre las reglas de la retórica; desde las artes plásticas rebelándose sobre el principio de imitación de la naturaleza para defender la libertad de la expresión; desde la música, atendiendo y formalizando aquellos profundos instantes de inspiración que no tienen lugar en las formas cerradas de la tradición pero que considera más auténticas y expresivas, como el impromptus, la rapsodia, la balada, el nocturno. En arquitectura, la nostalgia del pasado, donde se conservan lo verdaderos valores, les lleva a reivindicar el neoclasicismo como símbolo de la república y de la democracia griega, el neogótico como valedor y símbolo de los valores de la cristiandad antigua o los neoorientalismos como imagen del relativismo histórico y el exotismo novelesco.
Desengañados por la dirección que tomaba
Que el romanticismo es la modernidad lo afirmó Baudelaire a mediados del siglo XIX desde la ciudad industrial moderna. Con su posición, el movimiento salía de los seminarios y de las universidades alemanas y del paisaje de los lagos ingleses para confundirse con la multitud anónima y la transformación y el movimiento de las calles de París abiertas por Haussman. El romanticismo – en su paradójica contradicción-es el germen del mundo moderno, donde se dan todas las inminencias, los riesgos y los terrores que surgieron entre los dos siglos que nos separan de él. Tal vez, por esta razón, de vez en cuando volvemos a él: para considerarlo desde una nueva posición, y criticarlo y reconocer lo que nos separa de él y lo que se mantiene en sus infinitas propuestas. Porque aquí está, a pesar de lo pasado, el origen de toda posibilidad.
Las paradojas del ser moderno
JoséLuis Molinuevo es autor, entre otras obras, de ´Magnífica miseria. Dialécticadel romanticismo´ (Cendeac, 2009); ´Humanismo y nuevas tecnologías´ (Alianza, 2004) y ´Estéticasdel naufragio y de la resistencia´ (Alfons el Magnànim, 2001)
El siglo XXI mira con una cierta perplejidad tormentas del siglo pasado que se desataron en un vaso de agua, así la exangüe que enfrentó a modernidad y posmodernidad, dos almas gemelas que se disputaban la misma herencia intelectual. Olvidaron que sólo desde una modernidad múltiple se puede entender una contemporaneidad compleja. Por eso, no nos debe extrañar que a comienzos del siglo XXI sigamos preguntando: ¿qué quiere decir hoy modernidad? Una de las respuestas puede seguir siendo la misma que dio Baudelaire: romanticismo. Porque él no hablaba del romanticismo que había pasado, sino del que venía.
Las ventajas de tomar como guía a este pintor de la vida moderna es que nos evita pisar esos charcos culturales en los que corre peligro de caerse algo más que la aureola del poeta clásico. Así, quien se haya sumergido en los diversos romanticismos no se enredará en las disputas sobre la antítesis entre alta y baja cultura; quien haya comprendido la imposibilidad de vivir de Kleist no se inquietará por los cortejos del nazismo al romanticismo almibarado que triunfa precisamente en las democracias, ni tampoco porque Leni Riefenstahl ya tuviera todo preparado para protagonizar Pentesilea cuando estalló
Atreverse a sentir Certeramente apuntaba Schiller a Fichte que lo que les separaba no eran las ideas (susceptibles de aproximación argumentativa), sino algo más radical, los sentimientos (un aparente océano magmático de la incomunicación como el de Solaris en Lem-Tarkovski). Pues lo que en realidad estaban reivindicando los primeros románticos eran los rasgos cognitivos del sentimiento, presentes hoy en día en la investigación neuronal de las emociones. Con ello se postulaban herederos de aquella ilustración sentimental que oponía, complementando, el «¡atrévete a sentir!» al «¡atrévete a saber!» de los racionalistas. Si era necesaria una crítica de la razón pura para corregir sus extravíos, no menos indispensable resultaba una crítica de la pasión pura devenida autodestructiva. Kant, ciertamente, pero también Goethe. No eran tan distintos: el uno hablaba de la pasión de la razón y el otro de la razón de la pasión.
El resultado de la crítica del sentimiento puro no tenía por qué ser la renuncia a este. El propio Blake proponía el exceso como modo de acceso al palacio de la sabiduría. Uno de sus frutos paradójicos es esa palabra, percepción, verdadera joya producto de la coyunda entre sensibilidad y entendimiento, que la contracultura se apropiará como suya a través de Huxley, pretendiendo llegar a través de los viajes de las drogas a esa percepción de la cosa en sí por la que siempre han suspirado los filósofos idealistas. A la búsqueda de ese saber del sentimiento dedican los románticos viajes, siempre interiores aunque transcurran en la superficie, al término de los cuales los hallazgos pueden ser muy diversos: que lo cotidiano se vuelva misterioso, pero también que lo familiar se convierta en inquietante, siniestro. Y el encontrar dentro la verdad no garantiza que no sea precisamente el horror quien se anuncie al acecho.
Si lo sublime es el sentimiento romántico por excelencia, es preciso atender no sólo asulado luminoso, del Uno y Todo, presente en el primer romanticismo alemán, objeto de las preferencias académicas, sino también a su lado oscuro, que se prolonga a través de la modernidad estética en el ciberpunk. Los dioses de la luz han huido al ciberespacio, lo sublime de la naturaleza se encarna en lo sublime tecnológico inspirado en el romanticismo inglés que alimenta las primeras ciberculturas y más tarde el tecnorromanticismo. En el ciberpunk pululan también los descendientes de los modernos Prometeos, las figuras errantes del mal, desde el monstruo de Shelley, el Caín de Byron, el judío de Sue, hasta aquellos androides malditos de Dick para quien el mal tenía el rostro de metal. Seres sufrientes, víctimas de una creación chapucera de la que se ha desentendido su creador. Ellos son la grieta creciente de la casa Usher en la cultura occidental.
Pendular
El romanticismo es un movimiento pendular: del sufrimiento al aburrimiento, ambos intercambiables, siendo una de las formas para salir del segundo la contemplación del primero en sí mismo o en los demás. Ese movimiento pendular atraviesa momentos cronológicos diversos, lugares geográficos dispersos y caracteres individuales a menudo contrapuestos. Así, desde la perspectiva del romanticismo de la actualidad se ve de otra manera la actualidad del romanticismo. No es el sufrimiento, sino el aburrimiento, la bestia negra del romántico. Antes muerto que aburrido. El personaje de René de Chateaubriand acaba siendo más potente que el Werther de Goethe: «Me aburro de la vida; el aburrimiento me ha devorado siempre».
Pero, más avisados hoy, ya no se huye del ennui,de ese hermano,en los viajes, ni en experimentos multiculturalistas fallidos como el de René. Tampoco se busca el camino de la confrontación, sino el de la diversión, ya se trate de sí mismo o de los demás. Diversión es la palabra que define el camino romántico de la autocreación a la autoficción en el presente. En una libre interpretación de los afectos especiales románticos como efectos especiales hoy en día se tolera casi todo en el pensamiento, la literatura y el arte, con tal de que sea divertido. Esto es lo que toman los nuevos románticos del Cervantes objeto del deseo del viejo romántico.
Los procesos tradicionales de autoafirmación del yo, su autocreación dolorosa, han sido sustituidos ahora por espectáculos que van desde la exhibición más elemental de nuevas identidades en redes sociales hasta la más sofisticada y cómplice distancia con que el narcisista irónico contempla su mutación literaria sin fin, su autodisolución como metamorfosis creativa. Creación es sinónimo de promoción, de distribución de uno mismo: hoy en día el yo no se crea sino que se distribuye. El esteticismo romántico triunfa así en el individualismo de masas como incesante poiesis.Es una literatura textual, visual o sonora para aburridos.
Noes
El gobierno de las afinidades electivas
JoséEnrique Ruiz-Domènec es historiador, autor, entre otras obras, de ´España. Una nueva historia´ (RBA, 2009); ´El reto del historiador´ (Península, 2006) o ´El Mediterráneo´ (Península, 2004)
Si en 1789, Schiller exigió el ‘futuro ahora’, en 1848, el año de las revoluciones en Europa, ese futuro era ya una realidad, y las nuevas ideas se vincularon a la causa republicana, el Estado nación, el sufragio universal y los derechos de los trabajadores
El romanticismo constituye un cambio esencial en la historia de Europa: es el triunfo de la voluntad sobre la razón. En unos años inciertos, dominados por la guerras napoleónicas, se produjo una transformación social sostenida por un nuevo concepto del arte, la literatura y la música. Los hombres de cultura se presentaban a las reuniones con pantalones rectos, dejando la moda nobiliaria en los desvanes, con la intención de difundir el modelo de vida burgués. Tras la derrota de Napoleón en Waterloo, el gusto romántico fue lo único capaz de suscitar entusiasmo en una sociedad cansada del espectáculo dado por la clase política en el congreso de Viena; ni siquiera el astuto Talleyrand fue capaz de salir airoso de la diplomacia de Metternich favorable a la monarquía absoluta. La generación romántica demolerá en poco tiempo los acuerdos firmados por las grandes potencias y pondrá fin para siempre al antiguo régimen. Lord Byron apoyó a los griegos en su deseo de recuperar el suelo patrio ocupado por los otomanos; Victor Hugo con Hernani y Berlioz con
El mundo romántico no debe entenderse, pues, solamente como un hálito ligero de poesías brillantes o dramas pasionales, estimulados por el éxito de las obras de Walter Scott o de Jane Austen, sino como una revisión a fondo de las afinidades electivas, de las que habló Goethe, que gobiernan el corazón de los hombres. En esa línea, Novalis ahondó en el sentimiento de la nostalgia que él creía de tonos azulados y Chateaubriand en una sociedad basada en el genio del cristianismo. Luego, al rebufo de esa ola de entusiasmo por el futuro, se impuso un estilo musical forzado por Beethoven e inspirado por Schubert. El objetivo: la emancipación del piano para que pudieran lucirse Liszt o Schumann.
Con el piano romántico, Europa encontró su Oriente. El hombre que más hizo por ello, y que más beneficios extrajo, fue Washington Irving, cuyos Cuentos de
Futuro y realidad
El año 1848 fue la culminación de todo esto. La revolución sacó las masas a la calle y convirtió a Flora Tristán en el icono de la luchadora por la clase obrera, a Victor Hugo en un ferviente republicano, a Comte en el incisivo crítico de los políticos con sus incendiarias pero justas recriminaciones hacia ellos: «El reino de los charlatanes ha terminado», a Merimée en el primer regeneracionista de lo español con su Carmen,a Wagner en el músico encargado de recuperar la mitología germánica con la poderosa tetralogía El anillo del nibelungo;también, posibilitó la escritura urbana de Flaubert y Baudelaire, perseguidos ambos por sus ideas, llevados delante de los tribunales, acusados y juzgados: era demasiado ácida su visión de las costumbres de provincia o de los insensibles paseantes de París. Si en 1789, el año de
El romanticismo absorbe así los impulsos profundos del compromiso político para imaginar la historia y crear un pasado, aunque fuera mítico como el del rey Arturo y los caballeros de
La ciencia es utópica
JORGE WAGENSBERG
Jorge Wagensberg Científico y divulgador nacido en Barcelona. Su últimolibro es ´Yo, lo superfluo y el error´ (Tusquets, 2009)
La poesía puede ser romántica. Y también la música, la pintura, la escultura, el cine… Pero ¿se puede hablar de ciencia romántica? Aristóteles decía que no hay ciencia sino de lo general y para Ortega ciencia romántica significa ciencia con problemas de objetividad y racionalidad. Lo romántico es un apelativo inocente en arte, pero se diría que en ciencia sirve para señalar y acusar… La ciencia es una forma de conocimiento que resulta de aplicar un método, un método que, justamente, la protege frente a la afición etiquetadora de tantos historiadores y críticos. El método de la ciencia exige la máxima objetividad (para merecer máxima universalidad), la máxima inteligibilidad (para merecer la máxima capacidad de anticipación frente a la incertidumbre) y la máxima dialéctica con la realidad (para merecer la máxima capacidad de progresar frente a nuevas cuestiones o nuevas evidencias).
Pues bien, estas tres exigencias de la ciencia no parecen muy románticas. En el fondo equivalen a un fuerte compromiso: el de elaborar conocimiento con la mínima ración posible de ideología (creencia por revelación o por «marca de fábrica») y con la mínima influencia posible de los sentimientos del científico. Las tres exigencias son necesarias en ciencia pero sólo opcionales en arte. Las raíces de la ciencia no se hunden en el romanticismo. Afinemos un poco para enfocar mejor la cuestión. El romántico sublima la conciencia del yo como una individualidad libre, independiente, única, irrepetible y autónoma. El romántico es el genio creador de su propio mundo, en cuyo centro vive él mismo. La ciencia, en cambio, por oficio, por objetividad, destierra al yo desde el primer momento. Por todo ello la ciencia no puede ser romántica. El romántico pone por delante los sentimientos y las intuiciones. La razón en cambio es importante pero no prioritaria, una especie de reliquia de clásicos y neoclásicos. El científico tiene sentimientos, claro, pero por oficio y por pudor objetivo hará lo posible para que aquellos no distorsionen su manera de observar y de comprender la realidad. En esto la ciencia tampoco puede ser muy romántica.
Pero sigamos, porque la ciencia también tiene un necesario talante romántico. Sí, porque el romántico adora la originalidad de lo nuevo frente a la tradición de lo clásico. El romántico prefiere inventar a repetir. El científico también. El científico adora derribar tradiciones. Una costumbre persevera por buena costumbre, es decir, porque aún tiene alguna clase de utilidad o porque aún no ha incurrido en alguna incoherencia. Por ejemplo: regalarse una buena paella. Sin embargo, una tradición se mantiene sólo por las culturas particulares frente al universalismo racionalista. Herder apreciaba las culturas no porque fueran expresiones de valores universales, sino porque tenían valores particulares y eran completamente diferentes entre sí. Los seres humanos necesitan pertenecer a un grupo. Nada más lejos del ideal de Herder que el cosmopolita sin raíces. En su visión de la historia humana el pluralismo cultural es radical: todas las culturas tiene validez ante el juicio de la historia, aunque sus valores últimos sean inconmensurables entre sí. Cada cultura local tiene su propia visión del mundo y su propia verdad. La antigua máxima cosmopolita de una sola verdad y muy diversos errores se invirtió. Lo que muestran las culturas son diversas pura tradición, aunque nadie se acuerde ya de cuál fue en su día su utilidad original si es que llegó a tener alguna. Es el caso de los botones de las mangas de las americanas. Nadie sabe ya si en su día sirvieron para fijar algún correaje. (¿Acabamos con estos botones de una vez por todas, románticamente, científicamente…?) Es el caso también de los complejísimos ritos que todo el mundo asume como antiquísimos, pero que en realidad fueron inventados ayer mismo para conseguir una cohesión social que ya no es necesaria.
La inalcanzable perfección
El científico persigue la perfección aun sabiendo que tal cosa sencillamente no existe. Para ser más exactos, su hipótesis tácita es: «La perfección existe porque es imaginable, pero no es perfecta porque es inalcanzable».
La ciencia es romántica porque es utópica. O, si se quiere, toda obra científica es romántica porque siempre es una obra inacabada. La verdad científica no se cierra jamás. Una de las vocaciones de la ciencia es seguir haciendo ciencia. Siempre aparece una nueva evidencia o una nueva contradicción en la realidad del mundo que obliga a reabrir el proceso.
En síntesis: existe ciencia romántica, pero a diferencia de otras formas de conocimiento, el romanticismo de la ciencia no corresponde a una vanguardia o a la tendencia de una época. La ciencia siempre tiene un rinconcito romántico en sus entrañas: Arquímedes fue romántico durante el clasicismo, Maimónides lo fue durante la edad media, Galileo lo fue en pleno Renacimiento, Leibniz durante el barroco, Darwin en la sociedad victoriana, Oersted fue un gran romántico durante el propio romanticismo, Boltzmann, con suicidio incluido, cuando el romanticismo ya había declinado, y Einstein lo fue mientras una vanguardia sucedía a la otra en pleno siglo XX…
Las raíces románticas de la antropología cultural
JOAN BESTARD
Joan Bestard Profesor de Antropología en
Las personas que nos dedicamos a la antropología cultural tenemos una serie de actitudes intelectuales que nos distinguen de otras disciplinas. Decimos que vamos a lugares remotos a estudiar una cultura. Cuando así lo hacemos, vamos en busca de una determinada forma de vida de un pueblo. No buscamos ni la alta cultura ni la cultura de masas; simplemente la cultura como un conjunto de conductas y significados. Para entender una determinada conducta no basta observarla aisladamente, es necesario tener información de otros aspectos de la forma de vida. El contexto es lo que da sentido a cualquier conducta. No basta mirar desde fuera, hay que comprenderla desde dentro y, en la medida de lo posible, verla desde el punto de vista del otro. Se trata de hacer observación participante, es decir, no observar desde fuera, sino buscar la empatía con la gente.
Sabemos que siempre hay algo inefable en cada cultura que no seremos capaces de conocer, pero tratamos de entender parcialmente a través de la ascesis cognoscitiva que el trabajo de campo proporciona. Esta actitud que busca describir totalidades culturales desde el punto de vista del otro está impregnada de un profundo relativismo en cuanto a los valores. No podemos juzgar a una cultura por muy extraña e irracional que parezca. No hay un patrón universal de juicio para los valores culturales. El ideal de Herder ¿Cuál es la genealogía de esta actitud intelectual? La línea de descendencia más directa es el romanticismo, con su apasionada defensa de las culturas particulares frente al universalismo racionalista. Herder apreciaba las culturas no porque fueran expresiones de valores universales, sino porque tenían valores particulares yeran completamente diferentes entre sí. Los seres humanos necesitan pertenecer a un grupo. Nada más lejos del ideal de Herder que el cosmopolita sin raíces. En su visión de la historia humana el pluralismo cultural es radical: todas las culturas tiene validez ante el juicio de la historia, aunque sus valores últimos sean inconmensurables entre sí. Cada cultura local tiene su propia visión del mundo y su propia verdad. La antigua máxima cosmopolita de una sola verdadymuy diversos errores se invirtió. Lo que muestran las culturas son diversas verdades y un solo error, es decir, el uniformismo de la industrialización. Para luchar contra el error hay que pertenecer a una cultura local, defender su propia verdad e identidad. En el cosmopolitismo ilustrado Robinson Crusoe era el paradigma. Un individuo que en una isla solitaria reconstruye su mundo. En el romanticismo, las culturas locales son el paradigma. Colectividades fuertemente identificadas con su propia verdad que se enfrentan al error cosmopolita. Si así es, la idea de un estado ideal de la humanidad es una incoherencia. Lo único posible son las verdades parciales. Herder planteó por primera vez el problema y la antropología cien años después trató de resolverlo empíricamente.
Espacios abiertos
JORDI PIGEM
Jordi Pigem es doctor en Filosofía y autor de varios libros; el último,´Buena crisis´ (Kairós y, en catalán, Ara Llibres)
El romanticismo fue el descubrimiento de unas carencias y de un exilio. Los autores y artistas románticos percibieron las carencias del racionalismo y la necesidad de encontrar caminos de vuelta para poner fin a nuestro exilio de la naturaleza. El romanticismo quiso rescatar lo que la dieciochesca luz de la razón había dejado a oscuras o en la sombra. Para ello contrapuso al poder deductivo de la razón la capacidad creadora de la imaginación. Una imaginación que, como argumenta Coleridge, nada tiene que ver con fantasías subjetivas. De ella nacen la inspiración artística y las narrativas culturales. Y tal como la razón vivía en la ciudad, para los románticos la imaginación creadora se siente a sus anchas en la naturaleza, manifestación visible de la belleza y el sentido del mundo.
Estos dos aspectos interrelacionados del romanticismo, desconfianza ante la racionalidad y admiración por la naturaleza, quedan condensados en unos versos del poeta William Wordsworth (1770-1850): «Sweet is the lore that nature brings; / our meddling intellect/ misshapes the beauteous forms of things: / we murder to dissect» (Dulce es lo que enseña la naturaleza;/ nuestro intelecto descarado / distorsiona en las cosas sus formas bellas:/ matamos para disecar).
Ya en 1788 Friedrich Schiller lamentaba que la visión racionalista del mundo despojara de su divinidad a la naturaleza: «Gleich dem todten Schlag der Pendeluhr / Dient sie knechtisch dem Gesetz der Schwere / Die entgötterte Natur» (La naturaleza, de dioses despojada, / inerte como el compás del reloj de péndola, / servil se rinde a la ley de la gravedad). A principios del siglo XIX expresan también un sentir semejante John Keats y William Blake. John Keats denuncia cómo all charms fly (todos los encantos se esfuman) ante la mirada mecanicista. Blake, por su parte, culpa a tres paladines ingleses de la visión racionalista, Bacon, Newton y Locke, de la atrofia de la imaginación y del imperio de lo mecánico que ve extenderse en su tiempo. Para Blake, las cuatro dimensiones de la visión humana (sensual, racional, poética y visionaria) han quedado reducidas a una single vision:la visión meramente racional.
Vida interior El interés romántico por la vida interior y por la naturaleza confluyen en su pasión por el paisaje. Un paisaje nuestro que influirá en el romanticismo alemán es Montserrat, a partir de la visita que realiza Wilhelm von Humboldt en la primavera de 1800. Subiendo desde Collbató, Humboldt queda admirado ante las formas del macizo, y aquel verano escribe un ensayo entusiasta sobre Montserrat que será eído inmediatamente por Goethe y Schiller y publicado poco después. Goethe verá en Montserrat un símbolo de la paz interior en un entorno de naturaleza salvaje, y en un artículo de 1816 escribirá sobre el «Montserrat ideal» y sobre el Montserrat interior en el que cada cual (auf seinem eigenen Montserrat)puede hallar gozo y serenidad (Glück und Ruhe).
Sin embargo, el interés romántico por el paisaje nunca se libera de un elemento nostálgico, o incluso de una conciencia trágica de la separación entre el artista y la naturaleza. La cultura de los siglos anteriores había ido ensanchando la distancia entre el sujeto y el objeto, entre el yo interior y el mundo exterior. El movimiento romántico diagnostica intuitivamente el problema, pero no tiene herramientas para resolverlo.
Un ejemplo de ello es la obra del mayor paisajista romántico alemán, Caspar David Friedrich (1774-1840). En muchas de sus telas encontramos enormes e inhóspitos paisajes que eclipsan a una o unas pocas figuras humanas, casi siempre inmóviles y de espaldas: hombres y mujeres con ropa urbana que contemplan una naturaleza salvaje y crespuscular. Estos personajes parecen sentir un profundo anhelo por el paisaje, pero se muestran distanciados, solitarios, inmersos en sus cavilaciones e incapaces de fluir plenamente con su entorno. El artista romántico se siente exiliado de la naturaleza y anhela regresar de ese exilio. No lo consigue, pero de ese anhelo brotan sus creaciones.
Reivindicar la imaginación
La reivindicación de la imaginación y de la intuición y el anhelo de armonía con la naturaleza propios del movimiento romántico han vuelto a aflorar en nuestros días. Actualmente sabemos que la razón calculadora tiene límites que no sospechábamos y que para salir de nuestra crisis sistémica necesitamos hoy otros tipos de inteligencia: emocional, social, ecológica. Y tenemos a nuestro alcance experiencias, técnicas y saberes, incluidos los de otras culturas, que eran inaccesibles a los románticos. Ellos buscaron a tientas vías que ahora podemos empezar a caminar.