¿Es posible ser una sociedad cohesionada sin tener que renunciar a una abierta y valiente confrontación de ideas, convicciones y proyectos? La pregunta viene a cuento porque tanto en términos generales como muy en particular en el terreno político, los análisis habituales se mueven de forma poco consistente entre la denuncia de una supuesta polarización y fragmentación social, y el aplauso cándido de un presunto clima pacificado conseguido gracias a la retirada o derrota del adversario político o ideológico. ¿En qué quedamos entonces?
Lo primero que hay que ver es que los relatos sobre el estado de espíritu de la sociedad catalana –pasa en todas partes– tienen más que ver con los combates ideológicos y de poder que con la observación de la realidad. Son discursos que quieren imponer una determinada visión de la realidad más para conformarla que para describirla. Así, tanto puede sostenerse con toda la cara del mundo que “el Proceso ha terminado” y nos hemos reconciliado, como insistir –al margen de toda evidencia– en el estado de fragmentación social o de declive económico que vivimos por culpa de la aspiración independentista. Y todos tan anchos, que no importa.
La segunda cuestión a considerar es saber si la confrontación de convicciones, ideas y proyectos es realmente un riesgo para la convivencia. Lo digo porque el estado propio de una sociedad abierta, plural y cambiante debería ser la confrontación y el conflicto que de ello se deriva. De hecho, la confrontación civilizada de ideologías y de los proyectos sociales y personales que se derivan es, precisamente, el fundamento del vínculo y la cohesión social. Lo que divide, en una sociedad compleja, es impedir la controversia y querer imponer un pensamiento hegemónico, hoy fácilmente observable en el peligro totalitario de la corrección política. Cohesiona más la libertad de expresión que las prácticas coercitivas de cancelación cultural y de pensamiento.
Tampoco parece, en tercer lugar, que pudiera ayudar a alcanzar un buen nivel de cohesión social tener una sociedad apática. Aparentemente, se podría pensar que un clima de indolencia hace una ciudadanía más dócil y, por tanto, más fácil de ser gobernada. Pero es todo lo contrario. La desafección, la impasibilidad, es la señal más clara de la ruptura del vínculo social y es la expresión más directa de la pérdida de confianza y respeto hacia la propia sociedad y sus instituciones. Es en este sentido, pues, que más que dolerse de una supuesta confrontación abierta, lo que hay que combatir con urgencia es la apatía social –por un lado y por otro–, los obstáculos que se ponen en la controversia ideológica que, estos sí, alimentan polarizaciones emocionales ocultas.
Y es que, desde mi punto de vista, la única polarización peligrosa no tiene que ver con la confrontación de ideas, sino que es la que busca exacerbar estados emocionales irracionales desconectados de la realidad. Y esto suele hacerse con el recurso a un lenguaje grandilocuente que ve fachas, talibanes o hiperventilados por todas partes. O con condenas inquisitoriales de las ideas que «no toca» que sean pensadas. Y, claro, con las sistemáticas visiones apocalípticas del mundo que, con pretensiones de denuncia comprometida, enmascaran todo lo que hay de bueno y todo aquello que mejora.
Por todo ello, mi respuesta a la pregunta inicial no es tan sólo posible la confrontación y la cohesión, sino que la primera es condición de la segunda. Que lo que disuelve el vínculo social es la apatía social y la censura del adversario. Que lo que debilita el sentimiento de pertenencia es la indiferencia hacia los asuntos públicos y el miedo a poder expresar libremente ideas discrepantes. Y, por tanto, si algo deberíamos proponernos para este nuevo año, no es combatir un hipotético riesgo de polarización, sino batallar contra la apatía a la que aboca el actual clima de censura de la controversia de ideas, convicciones y proyectos.
ARA