¿Revolución o políticas sociales?

Ahora mismo puede parecer una ‘boutade’ hablar del proceso como de una revolución, teniendo en cuenta que el régimen aguanta y ha conseguido detener un movimiento que hace pocos años parecía imparable. Del grado y modalidades de la desmovilización hablaba la semana pasada. Hoy quisiera reflexionar sobre la idea de revolución aplicada a lo que pasó en Cataluña de 2012 a 2017. Ahora no discutiremos si el término adecuado es ‘rebelión’, como pretendía el Estado en la euroorden emitida contra los exiliados y durante el juicio de los rehenes, o ‘revolución’, palabra con una historia política más corta y distinguida. Se podría decir que las revoluciones fallidas se convierten automáticamente en rebeliones, pero sería simplificar demasiado. O se podría argumentar que las rebeliones son insurrecciones armadas, en las que la violencia es intrínseca, mientras que ha habido revoluciones pacíficas; por ejemplo, la de Terciopelo en Checoslovaquia. Pero el hecho es que históricamente las revoluciones han solido ser violentas. Algunas mucho. Ahora, la diferencia fundamental, y es por eso que el Estado ha evitado escrupulosamente el término ‘revolución’; es que las rebeliones son políticamente inútiles y no dejan huella histórica. Hacen ruido y a veces derraman sangre, pero ni son creativas ni fundan ninguna institución. En cambio, las revoluciones alteran profundamente los estados, porque plantean de manera insoslayable la voluntad de instaurar un nuevo orden de cosas. No se emprenden sólo para restituir unos derechos usurpados o revocar unas prácticas injustas, sino para hacer ‘tabula rasa’, refundar la sociedad y empezar de nuevo.

 

Al inicio del proceso catalán la voluntad de fundar una sociedad radicalmente diferente estaba presente. Lo demuestra la transversalidad del movimiento y la prioridad de establecer una república. Invirtieron muchos esfuerzos y considerables recursos imaginándola. Incluso hubo algún borrador de constitución; baldío, porque una constitución debe nacer de la experiencia de ser una empresa colectiva, pero revelador de qué movía las masas a organizarse. Vale la pena de recordar esta prioridad, porque es la clave del éxito del Primero de Octubre y también de la impotencia posterior para mantener el objetivo. ‘Freedom for Catalonia’ había sido hasta entonces el emblema de todas las grandes manifestaciones, pero aquella firmeza de convicción empezó de desvanecerse cuando algunos partidos políticos y sus figurantes a los medios de comunicación lo sustituyeron por ‘las necesidades reales de la gente’, ‘lo que interesa a todos’; en breve, por las llamadas ‘políticas sociales’. Este cambio de dirección, apoyado en el lugar común de que las revoluciones las hacen las izquierdas, ha sido un verdadero ‘game changer’ y la principal causa del descarrilamiento del proceso. No sólo porque confunde el orden de los acontecimientos, subordinando el acto revolucionario fundacional a la redistribución del poder de clase; sino también porque elude la diferencia entre el deseo de liberarse de la explotación resumida en el eslogan ‘España nos roba’ y la libertad propiamente dicha.

 

Desde la invención de la democracia en la Grecia antigua, la libertad política se ha entendido siempre como la plena admisión a la vida política, como la participación en lo que Francesc Eiximenis llamaba ‘regimiento de la cosa pública’. No sólo pues como final de una opresión o tiranía sino como constitución de una nueva organización de la vida pública. La distinción, aunque no siempre evidente en la práctica, interesa conceptualmente, porque en principio se debería poder cambiar la relación fiscal y reforzar el poder legislativo de la cámara catalana dentro de la monarquía española, y no hay que decir que es éste el límite de la mesa de diálogo impulsada por ERC con tan poca capacidad negociadora que al final el objetivo se ha reducido a reunirla.

 

La libertad puede parecer más utópica que la reforma del Estado, pero tiene la particularidad de que no excluye ninguna posibilidad, porque implica la institución de una nueva ordenación política, que sólo puede producirse si mantiene el carácter plural de la calle. Cuenta, pues, con todos los elementos que después y no antes de la fundación se caracterizarán como de derechas o de izquierdas, del medio o de los extremos. Cuenta, en suma, con todos los agentes que habrán constituido la cosa pública y la mantendrán en la medida en que refleje su pluralidad de origen. En cambio, si a la utopía libertaria se antepone la utopía social, la igualdad se convierte en divisoria para el independentismo y en cemento de la centralización y omnipotencia del Estado. Llegado el caso, la ideología igualitaria puede ser el detonante de la violencia del Estado en nombre de la igualdad de los territorios o de una contrarrevolución provocada por la violencia ‘popular’. Que el Estado tendría suficiente con poco para justificar esta segunda respuesta se pudo ver diáfanamente durante el macrojuicio en el Tribunal Supremo español. Ya antes, el resurgimiento político de Cataluña en el siglo XX quedó sentenciado cuando el Estado consiguió revolver a los obreros contra los ‘burgueses’ catalanistas. Lerroux no fue ningún accidente. Hasta los sindicalistas más ilustrados, los Seguí y los Pestaña, rechazaron hacer la ‘revolución burguesa’ cuando quizás hubiera sido posible. Pero sus discípulos no tuvieron prevención alguna para hacer la ‘revolución social’, aterrorizando a medio Cataluña y abocando a un buen puñado de catalanistas a la causa de Franco.

 

Se ha dicho que Cataluña no puede hacer la revolución porque la sociedad es acomodada, que la gente tiene demasiado que perder. La idea de que las revoluciones las hacen los pobres es un prejuicio con una cierta base histórica en las revoluciones europeas, la mayoría de las cuales fallidas o degradadas en dictaduras y en estados eventualmente abortados. España ha experimentado con dos repúblicas de corta duración, Francia pasa por la quinta, la URSS, a pesar de su nombre oficial, aniquiló muy pronto los soviets, que eran la estructura participativa y democrática de la joven república proletaria. En cambio, en el otro lado del Atlántico, la revolución americana, hecha no por proletarios sino por propietarios, tuvo éxito porque no buscaba otra cosa que la libertad. Inspirándose en Montesquieu y en Locke, más que en Rousseau, los líderes americanos crearon instituciones que después de dos siglos y medio todavía existen. Es cierto que, como los estados griegos, la nueva república americana excluía a los esclavos y que este déficit humanitario y a la vez político ha perseguido a los Estados Unidos hasta la fecha. Pero el principio de igualdad natural, primer artículo de fe de la Declaración de Independencia que alumbraba la nueva república, sacraliza el derecho de participación en todos los demás derechos.

 

La independencia de las colonias americanas no fue cosa de desesperados. Las condiciones materiales eran mejores allí que en Europa. Aun así, el antiindependentismo se valió del argumento social. John Hector St. John de Crèvecoeur, en las ‘Cartas de un granjero americano’ se oponía a la independencia porque la consideraba un complot de gente rica contra la gente común. Venía a decir, aunque la terminología aún no existía, que ‘la izquierda’ prefería la condición colonial que una república de ‘burgueses’. Por cierto, Crèvecoeur había nacido en Caen, hijo de unos condes franceses. Y como él, más de un hijo de la burguesía catalana se ha hecho antiindependentista por solidaridad con los ‘explotados’.

 

Suele mencionarse la riqueza de Cataluña para negarle el derecho de autodeterminación. Esta riqueza, que no es ni cierta ni falsa sino relativa como todo, es un lugar común de los corresponsales extranjeros, que la mencionan como si obedecieran una consigna cada vez que Cataluña es noticia. La razón es obvia: vienen a decir que, no siendo pobre, Cataluña no tiene el derecho de autodeterminación. Pero si la revolución fuera cosa de pobres, las colonias americanas no lo habrían hecho nunca. Su evidente bienestar parecía descartarla. Benjamin Franklin, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia, escribió años más tarde que no había oído nunca a nadie expresar deseo alguno de separarse de Gran Bretaña ni que tal cosa pudiera reportar alguna ventaja a los americanos. Sin embargo, las circunstancias o, más exactamente, el insobornable gusto por la libertad y no la cuestión relativamente menor de los impuestos, les llevaron a ella. Aquellos hombres que habían comenzado reclamando unos derechos que creían inherentes a su condición de ingleses, un buen día se encontraron declarando la independencia de las trece colonias. Los catalanes, habiendo comenzado reclamando unas competencias que creían avaladas por la constitución española y una fiscalidad más justa, se encontraron declarando la independencia sólo once años después de aprobar un estatuto muy limitado. La diferencia entre unos y otros es que los americanos defendieron su declaración y los catalanes no.

 

Preguntarse si los líderes de la revolución americana eran de ‘derechas’ o ‘de izquierdas’ no sólo no tiene importancia alguna sino que no tiene ningún sentido, pues estas palabras no se incorporaron a las luchas ideológicas hasta unos años más tarde y no se convirtieron en una plantilla del análisis político continental hasta casi el siglo XX. Como automatismos para ahorrarse pensar políticamente, han hecho su trabajo, sustituyendo algunos otros más descriptivos y ajustados a la experiencia. En Estados Unidos, que se adelantaron a Europa en la experiencia revolucionaria -y hablo de revolución en el sentido moderno de la palabra, pues la ‘Gloriosa’ de 1688 fue un cambio de dinastía-, aquellos conceptos no han tenido nunca vigencia política. Los nombres de los partidos reflejan el dilema de los padres fundadores: priorizar la república con todos los pormenores constitucionales y legales necesarios para estabilizarla y asegurar su posteridad, o poner en manos de las masas, del ‘demos’, y por tanto de la volubilidad de la opinión el futuro de la conquista revolucionaria. La contradicción no se ha resuelto y quizás es irresoluble, como demuestra el choque actual del populismo liderado por Trump con las garantías institucionales, basadas en la división de poderes. En Montesquieu, pues, y no en Robespierre.

 

La llama terminológica derechas-izquierdas no significa nada sin referirse los contenidos a la situación histórica y social concreta. En las condiciones actuales de Cataluña, ¿es apropiado o simplemente útil llamar ‘izquierda’ a agrupaciones que apoyan al centralismo y sostienen la estructura violenta del Estado español? ¿Tiene algún valor cognitivo designar con el término ‘derecha’ a quienes arriesgan profesión, patrimonio y libertad para fundar una entidad política sin las rémoras de una historia colonial? El primer paso para liberarse de la servidumbre al Estado que establece los límites del pensamiento es liberarse de la dictadura de las palabras.

 

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