Toda la arquitectura acusatoria de las incidencias del proceso (jueces, fiscales, políticos, periodistas, tertulianos) se fundamenta en un solo argumento: en democracia hay que respetar la ley y los independentistas no lo han hecho. El respeto a la ley es lo fundamental en una democracia. Dentro la ley, todo. Fuera de la ley, nada. Huelga decir que la solidez de este planteamiento es, francamente, débil, por más que intente aparentar ser un discurso lógico, sereno y racional. De entrada, la existencia de un marco legal no es garantía de democracia, en absoluto. Incluso las dictaduras tienen leyes y se obliga a los ciudadanos a cumplirlas. Durante el franquismo había también una legalidad vigente y eso no implicaba, precisamente, que el franquismo fuera una democracia. Por lo tanto, la tesis ley = democracia es falsa de todas todas. No todas las leyes son democráticas, ni puede afirmarse que se está en democracia simplemente porque hay leyes vigentes.
Por otra parte, las constituciones, las leyes, las normas, son siempre el resultado de una mayoría política determinada, con una ideología concreta (económica, social, política, medioambiental, lingüística, de género, etc.) que las aprueba en los parlamentos. Todo marco legal, en consecuencia, no es otra cosa que la expresión precisa de la correlación de fuerzas que se produce en un momento o período histórico específico y las leyes, todas las leyes, son la manifestación de esta hegemonía. La constitución española en vigor representa el acuerdo producido entre los franquistas y la mayoría del antifranquismo, acuerdo gracias al cual el franquismo no sería considerado delito; ni los franquistas perseguidos por su práctica antidemocrática, a cambio de legalizar partidos políticos y convocar elecciones. Así empezó todo y, cuarenta y dos años después, todavía dura.
En los países de larga tradición, cultura y práctica democrática, el estado de derecho se fundamenta en la existencia de un marco legal basado en los valores democráticos fundamentales, tal y como son recogidos y reconocidos por los principales organismos y pactos internacionales. Pero, no figurando España entre los estados de tradición democrática, todo es diferente. Y tal como aseguraba un juez a propósito de la situación política en Cataluña, sin sonrojarse, «en España, la integridad territorial, la unidad de España, constituye el fundamento del estado de derecho» y no los valores democráticos. Coherentemente con ello, el coordinador de las fuerzas policiales responsables de la represión el primero de octubre aseguró que «el cumplimiento de la ley está por encima de la convivencia ciudadana». Y el exlíder socialista español, fallecido recientemente, reconocía que «España tendrá que pagar el costo» de las irregularidades democráticas en la represión del independentismo y lo aceptaba en beneficio de un «bien moral superior», como diría la conferencia episcopal española en relación a la indisoluble unidad de España.
De derechas o de izquierdas, los partidos españoles aceptan que la integridad territorial es lo que lo explica, lo justifica y lo condiciona absolutamente todo, por encima de los valores democráticos básicos. Todo liga, pues, y de ahí esta reiterada apelación a respetar la ley, justamente porque todo el diseño de su marco legal, que nos aplican a nosotros, es lo que es. Y todavía, para reforzarlo más, no se contentan con decir que las leyes vigentes son las que quieren la mayoría de los ciudadanos. Otro día hablaremos también de esas mayorías democráticas en las que, como catalanes, estamos condenados a ser siempre minoría. Y, en consecuencia, a someternos a ella. Hasta ahora, al menos.
EL MÓN