(Artículo enviado a Diario de Noticias, siempre dispuesto a dar vela al clero, y que no fue publicado.)
Mi propuesta es que, al igual que la enseñanza de la religión hay que expulsarla por higiene de las instituciones educativas, lo mismo habría que hacer con su presencia en la prensa.
Se debería hacer todo lo posible para que desapareciera de cualquier página periodística, sea en forma de artículo de opinión, a favor o en contra de ella, referida al papa, a los obispos, a los curas de a pie o de autobús o de bicicleta, a los teólogos de la liberación o de la opusdeización. Su marginación pública sería el signo por excelencia de que la sociedad se ha hecho mayor, es decir, independizado de la peor superstición que viene horadando su autonomía social y política.
Es más. Propondría que todo artículo, en el que se mencionara a Dios, a los evangelios, a la Iglesia, a la religión, a los curas, al papa, al amor de Dios y de la Virgen, a Jesucristo en cualquiera de sus formatos, no se publicara.
Tal vez se considere mi propuesta nacida de mi rechazo al sistema teocrático que algunos discípulos de Ratzinger pretenden imponer en la sociedad. Algo de eso hay, pero no sólo. Pienso que, también, les hago un favor, una obra de caridad, diría algún creyente. Entiendo que muchas veces intervienen en la prensa para dar testimonio de su fe en Jesús y la corte celestial, pero les aseguro que en la mayoría de las ocasiones lo único que consiguen es dar testimonio de un ridículo mayúsculo.
Aunque la mayoría de las discusiones en torno a la religión son la mar de pedagógicas -revelan como ningún termómetro el grado de irracionalidad en el que aún sigue moviéndose cierta inteligencia y racionalidad humanas-, todas ellas revelan un galimatías terminológico y conceptual que uno creía perteneciente a la Edad Media. Seré sincero: hablar de la religión en la prensa no conduce a nada bueno, excepto a su desprestigio. La fe es una creencia sin prueba alguna. Y estar continuamente hablando de algo o de alguien que no tiene prueba alguna de existir, además de cansar y espolear la imaginación cosa mala, es un poco ridículo. La prensa debe servir para hablar y escribir de lo que tiene existencia plausible para todo el mundo.
Las polémicas en las que aparece la religión, como fundamento de una argumentación más o menos racional, acaba rozando el absurdo de la fe. De ahí que se debieran trasladar a la parroquia o al arzobispado, donde los respectivos fanáticos -de fanum, templo; fanáticos, los que asisten al mismo templo-, podrían discutir de igual a igual, democráticamente, todos los asuntos que consideren fundamentales para su vida: si la moral y la ética proceden de la fe, o la fe procede de la ignorancia; o si la política que ellos practican es posible sin la fe o sin el dogma; o si la conducta que llevan los católicos es acorde con los evangelios o con la encíclica tal o cual; o si el dogma de la virgen es compatible con la fecundación in vitro; o si la homosexualidad es un regalo de san Juan o una maldición de Judas Tadeo, o si el relativismo axiológico actual es producto de la falta de alimentación en hidratos de carbono o producto de la influencia de Epicuro en la Jerarquía Católica; o si los derechos humanos tienen algo que ver con la resurrección apocalíptica de la carne de primera; o si el descrédito de la mentalidad religiosa es producto de una secularización desbocada o producto de una racionalidad cada vez más autónoma y menos animista; o si los idólatras y sodomitas, aunque sean obispos y cardenales, entrarán por fin, o nunca jamás, en el reino de los cielos…
Entiendo que la propuesta de que los periódicos dejen de hablar de religión será un duro golpe para quienes, creyentes ellos, consideran que el mundo es un completo galimatías sin la fe. Estoy convencido de que aquellos que escriben desde esa atalaya piensan que nos están haciendo un gran favor a quienes, pobres descarriados, desconocemos todo el achuchón significativo que supone el amor de Dios y, y ya no digo, una buena ración de caricias de la Virgen María. Agradezco su proselitismo erótico, pero no sufran por ello. Pues ni sé qué quieren decir cuando nombran a Dios, ni, menos aún, su amor, que, me supongo, será heterosexual, ¿no?
Es que niego que los creyentes sean capaces de discernir en qué consiste realmente la voluntad de Dios, siempre caracterizada de «misteriosa e inescrutable». Por ejemplo, me cuesta mucho trabajo entender que ese Dios, que según dicen es creador de animales tan fieros y crueles como las pirañas, los tiburones blancos y esos asquerosos chimpacés que se pasan jodiendo las veinticuatro horas del día, se rasgue sus vestiduras eternas porque dos hombres o dos mujeres quieran darse un marco legal a su situación mediante la fórmula del matrimonio civil. El mismo estupor me produce su actitud ante la clonación con fines terapéuticos, el aborto, la eutanasia y todos esos aspectos que ponen catatónicos perdidos a ciertos creyentes que parecen tener acceso directo al conocimiento de la voluntad de Dios.
¿Qué tendrá que ver la voluntad de Dios con la moral, la ética y la política de los seres humanos? Si la tiene, la tendrá para quienes crean en él. Así que lo dicho: discutan cuanto quieran sobre ella, y aplíquense sus investigaciones y disciplinas a sus cuerpos y a sus fundas espirituales, pero háganlo en la parroquia, en la familia, en el rosario y en la misa. Con los suyos. Los únicos capaces de entender su sublime doctrina e inefable galimatías conceptual.
La religión es para vivirla, no para decirla. Y, menos aún, presumir de ella en un periódico.