Hace justo una semana, en el barrio del Besòs de Barcelona, en los límites de Sant Adrià, se produjo un acto criminal que ha encendido el debate sobre cómo debería ser etiquedo. ¿Se trata de racismo? ¿Es pobreza? ¿Es un caso de abandono municipal del barrio? ¿Es un hecho aislado sólo atribuible a unos delincuentes habituales y a la mala suerte de la víctima? Tal como había teorizado magistralmente Erving Goffman en Stigma (1963), todo proceso de estigmatización dice más de quien pone la etiqueta que de quien queda marcado. Poner nombre, desde el Génesis, es una manera de apropiarse de la realidad. Y la lucha por etiquetar este crimen hay que entenderla así: el deseo, más que de comprender las causas, de controlar las consecuencias.
No tengo otra información de los hechos que la publicada a partir de declaraciones de vecinos, de responsables municipales y policiales y de alguna buena crónica periodística hecha sobre el terreno. Por lo tanto, de los hechos puedo decir bien poca cosa, y un análisis riguroso del crimen exigiría una investigación que no he realizado. Y en estas cosas hay que comportarse como aquel científico que, ante el comentario de su compañero de viaje que los bienes del rebaño paciendo en el prado iban esquilados, puntualizó: «Por el lado que los vemos, sí lo están…». Así pues, como no he visto el otro lado de la realidad descrita, sólo hablaré de algunos aspectos de la estrategia de apropiación del conflicto social derivado de la muerte del joven de nacionalidad senegalesa por parte -presuntamente- de otro joven de etnia gitana. Es decir, sólo diré algo sobre cómo somos a partir de cómo hemos querido ver ese crimen.
En primer lugar, parece muy sugerente la insistencia de algunos interlocutores en negar el carácter racista del crimen. Es decir, en la negación de lo que parecería de sentido común vistas expresiones de los agresores, como ésta del presunto homicida: «¡He matado a un perro!». No discutiré si el crimen es o no racista porque creo que tanto en este caso como en cualquier otro que enfrente a comunidades diversas, se trata de una expresión más ideológica que científica. Sólo digo que en otro contexto no sólo no se habría dudado en calificar el crimen de racista, sino que por poco que se hubiera acomodado al cliché, se habría aprovechado para tratar de racistas a todos los catalanes, como se ha hecho en tantos otros casos.
También es interesante observar el esfuerzo que se ha hecho para presentar el crimen como un hecho aislado, que es una manera de negar que sea síntoma de algún problema estructural. Puestos a minimizar la gravedad para no manchar el nombre del barrio, el presidente de la asociación de vecinos afirmó -según la prensa- que era un lugar «tranquilo», y que la mayoría de inmigrantes estaban «bien integrados, trabajaban y hacían barrio». ¡Un verdadero oasis en medio de la crisis general! Incluso la prensa seria optó por aguar la gravedad del conflicto, obviando los detalles más violentos de la reacción al crimen. Y en las pancartas de las manifestaciones de condena de la comunidad senegalesa y en las declaraciones de sus representantes se notaba claramente la mano de los agentes cívicos y mediadores sociales, en la que debió ser su principal misión para templar los ánimos, evitar referencias a la pertenencia a la etnia gitana de los agresores y, en general, disimular un posible conflicto entre comunidades.
No parece menos significativo el intento de imponer un relato público del conflicto que los menos escuchados fueran los vecinos autóctonos y más antiguos del barrio, no pertenecientes a ninguna de las comunidades enfrentadas por el crimen. Sólo recuerdo la magnífica crónica in situ del periodista Bru Rovira que les daba voz. Y, finalmente, conociendo como conocemos el afán de determinadas oenegés para denunciar racismo a la más mínima y en todas partes, también hay que destacar su silencio, que en este caso hay que suponer que es calculado y voluntario.
Todo ello, me lleva a tres consideraciones finales. La primera, parece notorio que el hecho de que el agresor fuera de etnia gitana explica el uso de todos los arsenales retóricos para negar la calificación del crimen de racista. Hay crímenes que merecen repudio público en forma de concentraciones oficiales con minutos de silencio. Pero determinados prejuicios concebidos como una forma de corrección política hacen que unos crímenes se consideren «un hecho aislado», como éste, y otros, la expresión de una «lacra social», como sería el caso de un autóctono contra un norteafricano o el caso de la violencia dicha de género. En segundo lugar, los relatos públicos sobre los conflictos sociales más que responder tanto a querer saber lo qué ha pasado, tratan de disimularlos para evitar, se supone, males mayores. Pero, cuando los relatos se alejan demasiado de la realidad, acaban generando más desconfianza y suelen exasperar el conflicto. De buenas intenciones el infierno está empedrado…
Finalmente, para aportar una hipótesis propia, creo que debería considerarse si estos conflictos vecinales entre etnias son expresión o no de una lucha por la ocupación del territorio. Hay buenos estudios de los que podríamos aprender mucho, como The South Side (1998), de Louis Rosen, sobre la transformación del conocido barrio de Chicago y la sustitución de la comunidad judía por la negra. O The New East End (2006), de Michael Young y otros, un análisis crítico al modelo multicultural en el east End de Londres. Incluso para resolver los conflictos sociales, antes que controlarlos a través de prejuicios bienintencionados, conviene hacer un esfuerzo para comprenderlos.
La Vanguardia