Regreso al unionismo

Durante mucho tiempo, querer la independencia de Cataluña era una excentricidad. O la quimera de media docena de radicales. En los ambientes que se sentían cómodos con el ‘establishment’ –la mayoría–, era necesario recurrir a eufemismos para hablar de independencia y no estar malvisto o expulsado. Pero por razones diversas –no sé si todavía bien estudiadas–, este estado de cosas dio un vuelco muy rápido. Y de poder llamarse abiertamente independentista, se llegó a un punto en el que era difícil quedarse fuera.

Muchos empezaron a querer la independencia sin saber exactamente cómo y, en este proceso de conversión, llegaron a pensar que siempre la habían querido. El independentismo se hizo hegemónico, y de tener que dar explicaciones si querías la independencia, se pasó a tener que darlo si no participabas de su promesa. Todo fue muy rápido, y el independentismo se llenó de conversos, por supuesto que muy bienvenidos. Yo mismo solía explicar, para alejarme de aquellos pesados ​​“independentistas de toda la vida” que exhibían pedigrí, que la independencia la conseguiríamos gracias a los últimos que se apuntaran.

Pero la derrota política que siguió al éxito popular del 1-O, esa ‘declaratio interruptus’ que estos días conmemoramos y cuya responsabilidad no se ha explicado lo suficiente, ha vuelto a dar la vuelta a la tortilla. Pasado el duelo, las aguas del ‘establishment’ colonial vuelven a su sitio y el independentismo más oportunista –oportunista entonces, y oportunista ahora– encuentra su redención en hacer sangre del Proceso; por cierto, sin tener que hacer penitencia. Puedo entender muy bien esta lógica en la que, sin todavía tener que hacer explícita la desafección personal con la independencia, se obsesiona por hundir cualquier poco de esperanza que quede viva. Lo de “quisiera la independencia” –más que afirmado, dejando que se suponga– pero “siempre que puedo, dejando como un trapo sucio a los independentistas”, ya es la tónica dominante en las tertulias de los medios de comunicación. Es un camino intermedio hacia la normalidad autonómica.

El actual regreso al unionismo se expresa de diversas maneras. Una es decir que si bien se quisiera la independencia, como ya se ha visto que era imposible, mejor abandonar quimeras inútiles e hiperventiladas. Otra, quizás más honesta, es afirmar que habiendo visto que la independencia tiene un precio demasiado caro, no se está dispuesto a pagarlo: la aversión al riesgo habría ganado la partida. Hay una más mezquina: la que se ampara en la supuesta traición de los líderes para justificar la propia. E, incluso, existe la actitud de quien se refugia en lo que un tuitero anónimo, con mucho acierto, llamaba el “independentismo asintomático”, que ni se nota ni actúa en consecuencia.

El cambio de hegemonías ha supuesto, está claro, un cambio conceptual en la retórica política. No sé si hay directrices explícitas, pero de repente se ha recurrido a la vieja terminología vasca para llamar ‘constitucionalistas’ a los partidos unionistas, dejando en el limbo de la confrontación a los “republicanos” –cómplices necesarios–, y todo para confrontarlo a los “independentistas” irreductibles, como si fueran delincuentes. ¿O no es esto, reconocerse como criminales, lo que pide Pedro Sánchez para revisar el delito de sedición?

El unionismo vuelve con fuerzas renovadas, por lo que puede prescindir de inventos como Ciudadanos, pensados ​​para reaccionar a la hegemonía independentista que le ahogaba en una espiral de silencio. Desaparecen porque han ganado. Entre tanto, el unionismo todavía enmascarado –como dice Joan Vall Clara– aprovecha la ambigüedad de su cambio de camisa para hacer tanto daño como puede al independentismo y así exculparse de haber caído en la tentación de apuntarse, ahora piensan que erróneamente, a quienes creyeron que podían ganar la partida.

Sin embargo, lo que pasa es que la partida aún no ha terminado.

ARA