La política española vive un momento de recomposición ideológica y también de reubicación de referentes simbólicos. Resumiendo mucho: la falta de voluntad para cauterizar las heridas de la Guerra Civil tanto durante como después de la Transición ha llevado a una polarización casi simétrica a la de hace ochenta años, con una excepción que ya comentaremos. Cuando me refiero a la política española excluyo la catalana: basta observar cualquier mapa electoral para constatar que se trata de dos cosas diferentes. Sin embargo, este proceso de recomposición afecta irremediablemente a nuestro país: los mejores resultados de Vox en las pasadas elecciones al Congreso se produjeron en el barrio de Sant Andreu de la Barca donde está el megacuartel de la Guardia Civil (14,9 % de los votos) y Talarn, donde está la Academia General Básica de Suboficiales (12,7% sobre el total escrutado). Teniendo en cuenta el volumen irrisorio que obtuvo este partido en el resto del territorio, los resultados que acabamos de comentar no pueden ser considerados como una simple anécdota. Dicen mucho de quién es quién y, sobre todo, de quién defiende qué pero haciendo ver que defiende otra cosa (la Constitución española, por ejemplo). Dice mucho, de hecho, de la monstruosa farsa donde Tejero hace de Gandhi.
La recomposición ideológica de la política española no puede reducirse a la irrupción de Vox. Esta es justamente la lectura fácil («antes había una derecha moderada, y ahora ha aparecido una ultra», etc.). No, las cosas son, en mi opinión, mucho más complicadas. También más incómodas. Hacen referencia a la naturaleza de un nacionalismo español heredero de la descomposición de los restos del viejo imperio en 1898. España se adentró en el siglo XX con algunas de las peores cosas que puede albergar un sentimiento de identidad: inseguridad, vergüenza, resentimiento y aquel enorme complejo de inferioridad en relación a Europa. El franquismo no es más que un episodio en esta peligrosa forma de afirmación nacional. Si hacemos abstracción del tema religioso y de la cantinela retórica, el patriotismo de Franco y el de Azaña son muy similares. La profunda acritud con que Azaña se refiere a Cataluña y sus instituciones en su dietario podría confundirse con la de un falangista cualquiera hablando del mismo tema. En todo caso, esto no es sólo una cosa de los convulsos años treinta, sino una norma que dura hasta nuestros días. Las opiniones sobre la identidad española del socialista Alfonso Guerra y las de cualquier político del PP son simplemente las mismas. Y si Podemos ha perdido fuerza es más por esta razón que por la imagen de luchas internas de la formación, que son iguales a las de cualquier otro partido. Hay algo que, como decíamos al principio del artículo, sí ha cambiado. En los años treinta la actitud hacia la Iglesia católica y la monarquía marcaba una línea fronteriza decisiva. Hoy ya no es así.
La recomposición ideológica del nacionalismo español ha sido protagonizada, en general, por antiguos militantes de la extrema izquierda: desde Jiménez Losantos hasta Pío Moa, que pasó de militar en la banda terrorista Grapo a ser un ferviente defensor de la figura del general Franco. Hoy, el intelectual que da un apoyo más ditirámbico a Vox es el exmilitante del PCE Fernando Sánchez Dragó. El nuevo nacionalismo español que vindica, ahora ya sin complejos, el franquismo, proviene del antifranquismo. Todo ello es menos incoherente de lo que parece, en la medida en que, aparte del antifranquismo real, había otro puramente estético. El marxismo fue una ideología, sin duda, pero en la década de los setenta también fue una moda como otra. Y ya se sabe que cuando la protagonizan cachorritos de buena casa, la frivolidad constituye un disculpable pecadillo venial tanto en el barrio de Salamanca como en Pedralbes.
Todas las recomposiciones ideológicas, sin embargo, tienen un precio. Crean fricciones que acaban convirtiéndose en ojales muy difíciles de recoser. Ahora mismo una pieza clave del nacionalismo español es Manuel Valls. Me da vergüenza ponerme la medalla, pero muchísimo antes de iniciar su actual aventura, un servidor de ustedes ya lo previó en esta misma página del ARA (1). Como se explicó también en este diario la semana pasada (2), Valls no es un francotirador solitario, sino el defensor de determinados intereses. La ruptura estratégica y teledirigida con Cs forma parte de este entretenido espectáculo. Que la primera gran victoria del nacionalismo español en Cataluña haya consistido en recolocar justamente una alcaldesa de izquierdas es la prueba del nueve. O del diez.
(1) https://www.ara.cat/opinio/ferran-saez-mateu-manuel-valls-retorn-espanya_0_1957004284.html
(2) https://www.ara.cat/economia/Operacio-Manuel-Valls-financar-campanya-electoral_0_2252174798.html
ARA