Reactivos, polarizados, previsibles, irrelevantes

Los períodos electorales –aunque cada vez es más difícil distinguirlos de los no electorales– exasperan aún más el debate y la confrontación política habituales. Los partidos, instalados en el escaparate de ofertas, van a matar para arañar los votos indecisos que necesitan para garantizar su supervivencia en el mercado político. Y en los escenarios de esta confrontación, es decir, los medios de comunicación de siempre y ahora las redes sociales, éstos no juegan un papel moderador sino que participan activamente en la exacerbación del encaramiento, favoreciendo los sesgos políticos por los que apuestan.

Habría que suponer que, gracias al trabajo experto de los equipos de campaña, los asesores de comunicación y los analistas de datos que les acompañan, esta confrontación electoral debería seguir unos criterios racionales a favor de la efectividad de los discursos, declaraciones y todo tipo de puestas en escena pública. Ahora bien, la impresión –al menos desde fuera– es que su desorientación y descontrol son enormes. Que predomina la improvisación diaria y la intuición personal de cada candidato. Y la lógica que queda representada en público es la de la reactividad. Más que el discurso propositivo y sereno, se impone el ataque fingidamente indignado hacia el adversario.

Cabe pensar que la exposición serena del propio proyecto político no movilizaría al voto indeciso, que es a quien se dirigen principalmente las campañas electorales. También podría ser que, en el terreno de los proyectos, las diferencias entre partidos no fuesen especialmente destacables. Quien puede no estar a favor de hacer más accesible la vivienda, de garantizar la limpieza o la seguridad, de promocionar industrialmente la ciudad o el país, de hacer políticas de movilidad sostenible… Por tanto, se entiende que al final la diferenciación de los perfiles se busque en los errores o patinazos del adversario, o al atribuirle supuestas intenciones que puedan desacreditarle.

En este sentido, hace sonreír cuando un partido de izquierdas reprocha a uno de derechas que proponga políticas de derechas, o cuando un partido de derechas lamenta que uno de izquierdas lo sea, como si necesitaran al adversario para tener un espacio propio. Y parece absurdo que con el afán de diferenciarse del competidor dediquen tanto tiempo a entrar en su terreno de juego, por lo que involuntariamente no hacen más que hacerle el caldo gordo.

Decía que los escenarios de la política favorecen más la confrontación encendida que el diálogo sereno. Es decir, fuerzan la polarización incluso –y especialmente– entre los más similares. Y si esto es propio de los medios tradicionales, qué no decir de las redes sociales. Las redes aportan la inmediatez en la respuesta a la provocación pensada para llevar al adversario al propio terreno; el envalentonamiento que produce encontrarse en una conversación en Twitter donde todo el mundo se da la razón y donde lo contrario, cuando aparece, siempre es para salir escaldado; el papel de quienes lideran estas comunidades endogámicas, o la agresividad impune del anonimato. Y detrás de todo, unos algoritmos pensados ​​para favorecer estas dinámicas.

Sin embargo, si lo que busca una campaña electoral es la credibilidad de la oferta política y ganarse la confianza del elector indeciso, es dudoso que lo consigan estas lógicas comunicativas. Después de todo, el voto indeciso suele ser el más crítico, el más escéptico y en muchos casos el más informado. Ciertamente, es más crítico que el voto de adhesión ciega al partido o al líder, más lúcido que el voto sectario incapaz de ver las contradicciones de la propia organización, y es el voto que se siente más incómodo ante un espectáculo que de tan previsible acaba siendo irrelevante. Porque éste acaba siendo el caso: campañas tan previsibles como irrelevantes, que, en contra de lo que buscan, invitar al voto, lo hacen a la abstención.

ARA