La Federación Europea de Periodistas anunció recientemente que abandonará la red social X coincidiendo con la toma de posesión de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. La Federación se sumaba así a la decisión adoptada por diarios como The Guardian o La Vanguardia, y también por miles de corporaciones y usuarios privados. El fenómeno se ha interpretado como un reflejo del conflicto político entre partidarios y opositores de Trump, debido a que el propietario de la red, Elon Musk, formará parte de la nueva Administración republicana. Las razones no serían distintas, siempre de acuerdo con esta opinión, de las que llevaron a la cancelación de suscripciones al ‘The Washington Post’ tras impedir su propietario, Jeff Bezos, que el periódico se decantase por algún candidato en las últimas elecciones americanas. Negar que existan razones políticas detrás de la decisión de abandonar X o ‘The Washington Post’ sería ignorar la realidad; pero conformarse con esta explicación convalida la creencia equivocada de que las redes sociales son medios de comunicación.
Las redes sociales, sin embargo, no lo son. Y no lo son porque, a diferencia de los medios, no transmiten noticias en el sentido que el periodismo concede a este concepto, sino que transmiten “contenidos”. Los contenidos, por su parte, no son noticias, sino, por así decir, un cierto tipo de documentos digitalizados cuyo valor deriva, no de que sean verdaderos, sino, precisamente, de que puedan ser intercambiados. Mientras que la totalidad de las noticias son “contenidos”, la inmensa mayoría de los contenidos no son noticias. Para ser noticias, deberían reflejar hechos contrastados, jerarquizados y evaluados. Es decir, ser tratados de acuerdo con una práctica profesional que las redes deshabilitan a fin de que cualquiera pueda convertirse en periodista, según proclamó Elon Musk. Seguramente, expresiones como “fake news” o “posverdad” para describir el cenagal en el que se han convertido las redes responda a la irresoluble paradoja de que, puesto que el principio de verdad solo rige para las noticias, no para los contenidos, la consecuencia es que, por falsa que sea una noticia, no por ello deja de ser un contenido apto para ser compartido.
Curzio Malaparte describió en ‘Técnicas del golpe de Estado’ la estrecha relación entre la prensa sensacionalista y el programa político de Mussolini y el fascismo. La prensa sensacionalista no es la que publica noticias falsas, viene a decir Malaparte, sino la que las jerarquiza alterando deliberadamente su relevancia. Dicho en otros términos, repetir hasta el infinito una mentira para que pase por verdad es una manera de falsear la realidad; otra, distorsionar la relevancia de las noticias, aunque sean verdaderas. En las redes, esta operación es más radical que en la prensa sensacionalista porque lo que fomentan es la completa abolición de la jerarquía, de manera que un contenido que dé cuenta de la infidelidad de una socialité vale lo mismo que otro acerca de un ataque letal contra civiles. Las redes crean así una ilusión de “democratización” de los contenidos, posibilitando que se clasifiquen, o, en fin, que se jerarquicen, a partir de cualquier criterio, lícito o ilícito, moral o inmoral, confesable o inconfesable.
Abandonar X podría ser un primer síntoma de que los profesionales a cargo de elaborar las noticias han empezado a superar su inexplicable adicción a las redes, compartida por otros ciudadanos. Pero eso sí, siempre y cuando la decisión no se limite a sustituir X por otras redes donde, según se dice, existen mecanismos de moderación más rigurosos. Porque el problema de las redes no radica en los mecanismos de moderación, sino en su naturaleza; esto es, en el hecho de que son plataformas privadas para intercambiar contenidos, no noticias. De la misma manera que las tertulias del corazón vampirizarían el prestigio de un Sócrates resucitado que, alegando voluntariosamente que la filosofía debe estar presente en cualquier espacio, aceptara dialogar en los platós, así los profesionales de la información hacen a las redes una transferencia suicida del valor que corresponde al resultado de su trabajo, las noticias, que devalúan al convertirlas en contenidos. Pero con ser suicida esta transferencia, más lo es aún la que llevan a cabo las instituciones de los Estados democráticos que recurren a X para comunicarse directamente con los ciudadanos. Al hacerlo, dan a entender que existe algún género de relación entre las redes y el interés general, cuando la única realidad contrastada es la contraria: que las redes se han convertido en un instrumento devastador en manos de las fuerzas políticas que buscan la destrucción de los sistemas electorales y parlamentarios, como acaba de denunciar el canciller Scholz.
La circunstancia de que el propietario de X sea el próximo responsable del Departamento de Eficiencia Gubernamental de Estados Unidos debería bastar, por sí sola, para que los Estados democráticos y sus instituciones abandonasen esa red a fin de proteger su integridad, su independencia e, incluso, su soberanía. Porque, ¿con qué autoridad puede un Estado establecer reglas públicas, reglas de obligado cumplimiento, cuando previamente ha aceptado someterse a las reglas privadas que rigen en unas plataformas de intercambio, no de noticias, sino de contenidos? La respuesta es sencilla: ninguna autoridad, absolutamente ninguna, porque con cada mensaje que publican renuevan un temerario voto de sumisión a los señores de las redes.
LA VANGUARDIA